LA
JUSTIFICACIÓN)
(Relato Mecanicista)
Me
llamo Esteban Bienhecho, aunque el apellido proviene de un antepasado
muy remoto, cuando este apelativo podía referirse a una
característica física de mi ancestro.
Sentir
pudor implica considerarse culpable por algún acto realizado o no,
que la educación recibida considera inadecuado o malvisto. También
implica ceder a los prejuicios vigentes en vez de liberarse de ellos.
Mi
abuelo Sebastián decía que nos pasamos la vida buscando
justificaciones para todos nuestros actos y decisiones, es decir,
presentando excusas más o menos creíbles para tranquilizar nuestra
conciencia o las ajenas. Yo solía responderle que era una actitud
cobarde y él contraponía que ya cambiaría de opinión, cuando
alcanzase su edad. Mi abuelo falleció hace veinticinco años y aún
no he llegado a su edad, pero he caído en la trampa de buscar
justificaciones para todos mis actos y decisiones, como si necesitase
una excusa externa a mi para realizarlos y tomarlas, o , dicho de
otro modo, otro responsable de los mismos. Bien pensado, es una
actitud más cómoda que apechugar con toda la responsabilidad.
Esta
situación se agravó cuando conocí a Martina, una hermosa mujer más
joven que yo, a través de una amiga, vecina suya. Soltero
recalcitrante, egoísta redomado según otras opiniones, no esperaba
grandes cambios sentimentales en mi vida dadas mi edad y situación
económica hasta que Amelia, la amiga ya citada, me habló de “mi
alma gemela”,
como la llamó, e insistió en que la conociera. Por simple cortesía,
accedí a su deseo; aunque la idea no me desagradaba. La
justificación era que a casi todos los hombres nos gustan las
mujeres y Martina era una mujer.
Nos
citamos en una cafetería céntrica. El encuentro fue cordial, aunque
temeroso. Incapaces de mantener una conversación interesante, la
tarde languideció entre monosílabos y frases manidas. Lo forzoso de
la situación pudo con el posible interés que tuviéramos el uno en
el otro. Nos separamos con educados besos en la mejilla y saludos
corteses antes de regresar a nuestros respectivos domicilios. Ambos
creíamos que no volveríamos a vernos y que olvidaríamos pronto la
triste escena que habíamos compartido.
Así
sucedió durante varios meses. Mi amiga Amelia reprendió el
comportamiento desangelado que había mantenido durante la cita con
Martina, quien la había calificado, por su parte, de “estúpida
pérdida de tiempo”.
Amelia se sentía traicionada por mi actitud. Su justificación era
que existen mujeres empeñadas en casar o emparejar a todos sus
amigos y conocidos solteros o en edad de merecer. Nuestro encuentro
había fallado como otros muchos, pero mi amiga quería salvarnos de
la soledad -malsana a su entender- que soportábamos su amiga y yo,
y, según su opinión, no habíamos hecho nada para romper el
aislamiento en que vivíamos. Sin embargo, ella también permanecía
soltera.
Meses
después, olvidada la cita con Martina, me telefoneó Amelia tras un
viaje profesional para interesarse por mi. Entre otras novedades que
he olvidado, comentó que, por fin, Martina se había comprometido
con un hombre más joven que ella y muy bien situado. No indicó
dónde. ¿No había insistido ella en que nos conociéramos?
Entonces, ¿por qué se mostraba tan entusiasmada con el compromiso
de Martina? ¿Por salvar a otra víctima de la soledad? Me sentí
aliviado. La justificación era que me liberaba de cualquier
obligación hacia ella. Comenté que me alegraba por ella sin poder
disimular un profundo desinterés.
Poco
después, falleció la madre de Amelia y, lógicamente, acudí a su
velatorio; aunque no conocía al resto de su familia. Tras presentar
mis respetos a los deudos y departir brevemente con mi amiga, me
senté en un banco; donde pronto me concentré en mis pensamientos,
ensimismado en las musarañas. Al rato, noté que alguien se sentaba
junto a mi; aunque no le presté la menor atención hasta que una voz
familiar dijo:
- Me alegro mucho de verte,
Esteban.
Como
ya dije, la voz me resultó familiar. Giré la cabeza y miré a la
persona que me había hablado. Reconocí a Martina, aunque me pareció
una mujer diferente, más hermosa, más simpática e interesante. La
justificación era que otorgamos a ciertas mujeres cualidades
extraordinarias, porque, en el fondo, deseamos tener algo con ellas.
Anhelé conocerla, pasar más tiempo con ella, acapararla para mi
solo. Soñé despierto. La justificación era que las personas que
pasamos mucho tiempo solas nos aceleramos en cuanto alguien nos
presta atención; mucho más si se trata de una mujer tan bella como
Martina. De la nada pasé al todo. Planeé cambios en mi vida y en mi
vivienda, pues viviríamos juntos, amigos y amantes, seríamos
felices y comeríamos perdices. Seguí soñando hasta que…
recordé a su prometido, un hombre inocente. Más tarde, un gran
amigo que le conocía bien le calificó como “impresentable”;
lo que, sin motivo alguno, me hizo creer que aumentaban mis
posibilidades. Pero, ¿no era ella la que decidía? Entonces, ¿qué
más daba como fuese su prometido a los ojos de los demás, si ella
lo había elegido? Para empeorar la situación, Martina me confesó
que no había podido olvidarme y que le encantaría volver a quedar
conmigo para reanudar la conversación iniciada tiempo atrás, aunque
se resumiese en monosílabos y balbuceos educados. Reconocí en
silencio que yo también quería verla, tocarla, sentirla, acapararla
para mi solo. Me había impresionado tanto, me parecía tan diferente
y magnífica que secundé su deseo. Quedamos en la misma cafetería
una semana después. Luego, ella regresó junto a su prometido,
presente en el velatorio, y yo volví a ensimismarme en mis
pensamientos; aunque sólo pensara en ella. La justificación era
que, soltero recalcitrante, había abierto una puerta que permanecía
cerrada con o sin mi aprobación.
¿Estaba
imaginando, como otras muchas veces, o realmente el interés de
Martina por verme traspasaba la mera cortesía, pues no desconocía
las llamadas de Amelia para pedirle que me diese una nueva
oportunidad? ¿El prometido no le parecía suficiente para nuestra
común amiga¿ Su sentido de la amistad le obligaba complacer a su
amiga, aunque estuviese comprometida, aunque recordase la mala
experiencia de la primera cita? ¿Todo se reducía a buena educación
o jugaba a varias bandas? ¿El aumento de mi interés por ella era
real o respondía también a sentirme obligado con Amelia tras la
frustrante primera cita? En ese caso, ¿no estábamos siendo injustos
el uno con el otro? Decidí que me resultaba indiferente. La
justificación fue que Martina era muy hermosa y yo, un soltero
necesitado de cariño. En todo caso, siempre podía alegar un
malentendido, si ella rechazaba mis pretensiones (naturales por otra
parte). Siempre he considerado muy complicadas las amistades entre
hombre y mujer por resultar difícil una relación desinteresada
entre ellos.
Aunque
mi educación tradicional me recordaba que Martina mantenía una
relación estable con otro hombre y que debía respetarla, mi deseo
insistía en conocerla más y mejor. La justificación era que los
hombres no quieren compartir sus mujeres con otros hombres; aunque
olvidaba, o parecía olvidar, que Martina no era mía y que yo
siempre había defendido la libertad femenina y, por tanto, negaba
cualquier tipo de propiedad a ese respecto. Sin embargo, mi parte
racional -alguna tendría- reclamaba que mitigase mi apasionamiento
repentino -en pura lógica, era la misma mujer de la primera vez- y
que no olvidase su compromiso con otro hombre (al que empezaba a
odiar con todas mis fuerzas). Entonces, ¿qué ocurría? El amor es
posesivo, excluyente, egoísta. ¿El amor? ¿Cómo podía sentirme
enamorado de una mujer a la que había visto dos veces y hablado una?
Se trataba de curiosidad desaforada por mi parte, de perplejidad por
su interés hacia mi, estando comprometida con otro? ¿Nada más?.
Nadie, en su sano juicio, admitiría su egoísmo. Por tanto,
consideraba lógico que Martina cancelase su compromiso, mientras yo
seguía frecuentando algunas mujeres que consolaban mi soledad y
ofendían a Amelia; aunque no olvidaba a los amigos que se habían
entrometido en relaciones estables y habían salido malparados física
o anímicamente. .
Sin
embargo, pasé los siguientes días contando los segundos que
faltaban para nuestro reencuentro. Para terminar de tranquilizar mi
ánimo, las primeras palabras de Martina, tras instalarnos en una
mesa lateral, fueron:
-
No sabes las ganas que tenía de verte, Esteban. Nunca pensé que los
segundos fueran tan lentos.
¿A
qué estaba jugando? Por que…¿estaba
jugando, verdad?
-
Me ha salido un trabajo temporal en una localidad de la sierra.
Tendré que alquilar un piso para vivir allí los próximos meses -
prosiguió.
-
Me alegro por ti - mentí.
-
Lo malo es que veré menos a mi chico.
-
Puede visitarte los fines de semana.
-
Tendré turnos y trabajaré algunos domingos, así que será
complicado.; pero tú sí podrías venir a verme. En coche, son dos
horas de viaje.
-
Sí…. No estaría mal.. - balbuceé.
-
¡Venga, hazlo por mi!
Estaba
muy confundido. Nunca me había gustado ser segundo plato. Nunca me
había gustado que me organizasen el tiempo.
-
¿Dónde vamos después? - inquirió.
-
Eh…
-
A las ocho he quedado con Jaime (su prometido) y aún tenemos tiempo
por delante.
-
¿Qué te apetece hacer? ¿Ir al cine, dar un paseo, entrar al
teatro…?
-
Podríamos… despedirnos hasta pronto con unas horas inolvidables -
comentó, mientras parpadeaba con falsa ingenuidad.
¿Qué
estaba insinuando? Plantearle mi casa ya me parecía demasiado
aventurado, pues podía sentirse ofendida, podía descubrir -¿aún
no estaba claro?- mis auténticas intenciones; aunque fueran las
mismas que las suyas.
-
¿Vemos una película, entonces? - sugerí.
Ante
mi sorpresa, respondió:
-
¡Picarón!… Recuerda que estoy comprometida.
Volvió
a desconcertarme. ¿Cómo olvidar que, cuatro horas después, se
reuniría con el aludido, y yo debería renunciar a su presencia, a
su perfume, a su calor, a su…? Por otro lado, temía que nuestra
amiga común volviese a reñirme por desaprovechar las oportunidades.
No quería sobrepasarme, aunque sus gestos y palabras me incitaban a
hacerlo.
-
Tienes razón, Martina. Disculpa mi atrevimiento.
-
No estoy molesta. Sólo has demostrado tu interés por mi.
-¿Por
decir que podríamos ir al cine?
-No,
por pensar en que estaríamos a oscuras, en que me pasarías tu brazo
por mis hombros y en que intentarías besarme y, entonces, yo te
rechazaría, ofendida por tu osadía, y tú retirarías el brazo
hasta que me asustase una escena de la película --.elegirías un
filme de miedo para poder protegerme ¡Todos los hombres sois
iguales!-, cuando me refugiase entre tus brazos. Entonces, me dirías
que sólo era una película, que no era real, que estabas junto a
mí, que no temiese nada, y , entonces, yo levantaría la cabeza, te
miraría con falso temor en los ojos, entreabriría los labios y, por
fin, me besarías con suavidad, al principio, y luego, con pasión,
con nuestras lenguas entrelazadas durante el resto de la proyección.
-
¡Menuda imaginación tienes, Martina!
-
En realidad, es lo que necesito ahora, pero en un cine hay demasiada
gente. Estamos estancados y nuestra relación necesita un impulso.
-
Yo también lo creo.
-
Conozco un hotelito por aquí cerca en el que ya he estado con Jaime
alguna vez. Es limpio y discreto.
Me
cogió la mano, sonrió y añadió:
-
¿Nos vamos ya?
Mi
abuelo decía que la caza era un mal necesario, cuando azuza el
hambre o la pieza merece el esfuerzo y, en este caso, se cumplían
ambas condiciones. Cogidos del brazo, caminamos unos diez minuto
hasta el “Hotel Mediodía”. El recepcionista la saludó con un:
“Usted de nuevo por aquí, señorita Cardenal”; lo que me hizo
pensar que Martina tenía vidas secretas, pues no era su verdadero
apellido. Siempre he sido bastante sagaz. ¿Había estado allí con
otro u otros hombre diferentes a su prometido y a mi? ¿Qué número
hacía yo? Y, sobre todo, ¿qué representaba en su vida? Necesitaba
respuestas, aunque admiraba su naturalidad.
La
habitación era funcional y anodina, pero no estaba allí para
disfrutar la decoración. Martina se comportó como una amante
solícita, cálida y paciente. Yo… actué como un novato nervioso y
atolondrado la primera vez. La segunda, más calmado, pude
transmitirle todo el cariño que le profesaba. Mi abuelo solía decir
que hay ciertos actos en la vida que no necesitan justificación. En
todo caso, ella insistió en que la visitase en su nueva residencia,
cuando estuviese instalada; lo que debía significar que no le había
defraudado demasiado.
A
las ocho menos diez, nos reunimos con su prometido en un bar del
centro; donde hicimos el intercambio. Me despedí con educación y el
corazón destrozado. No sería la última vez que se repetiría esta
escena, pero nunca logré asumirla con normalidad. Su chico me
parecía un cretino, pero yo no podía ser ecuánime. Deseaba seguir
estando en el “Hotel Mediodía”.
Días
después, recibí un whatsapp suyo. Me comunicaba que tenía mucho
trabajo y mucho cansancio, por lo que no podríamos vernos de
momento. Respondí que comprendía su situación. ¿Ya había
olvidado el “Hotel Mediodía”? Yo quería, necesitaba, conocerla,
estar con ella, demostrarle toda mi dependencia;. ¿Ya había colmado
sus expectativas? ¿Había otros hombres y otros “Hoteles Mediodía”
en su nueva residencia? ¿Se habría asustado con mi comportamiento
pedigüeño, con mi necesidad imperiosa? No encontraba justificación
a su actitud. Yo era un pobre diablo devorado por el deseo al que se
negaba su plena satisfacción. Me sentía utilizado. Volvía a
repetirse el viejo juego de ni comer ni dejar comer. Era incapaz de
pensar que Martina necesitaba -¿exigía?- su espacio y su tiempo,
cuando yo siempre había defendido mi tiempo y mi espacio ante los
demás; pero, como decía mi abuelo, el hambre no entiende filosofía.
Semanas
más tarde, un whatsapp reavivó algunas brasas.
-
Nos vemos en tu casa en diez minutos.
¿Quién
le había dado la dirección? ¿Y si no estaba solo?
Respondí:
-
¿A qué hora has quedado con tu novio?
-
No lo estropees, bonito. Disfrutemos el presente… Tengo tantas
ganas de verte.
El
mensaje finalizaba con un rostro sonriente enviando un beso.
Me
entró el pánico. Recorrí la casa en busca de algún fallo, de
alguna prenda tirada en el suelo o en una silla. Comprobé que no
hubiera pelos en la bañera, comida pasada en la nevera o platos
sucios en el fregadero. Debía encontrar la vivienda en perfecto
estado. ¿Por qué? De repente, me importaba su opinión. De repente,
estaba preocupado por el qué dirán. ¿Estaba enamorado o enajenado?
¿Era lo mismo?
Todos
mis temores se disiparon en cuanto la vi. Mi abuelo tenia razón,
cuando decía que la mujer nos deja sin palabras y sin aliento. Debía
saber de lo que hablaba, pues se casó cinco veces. Reconocí su
superioridad, su dominio, mi infinita pequeñez. Tras el beso de
bienvenida, entró al baño. Después, pasó a mi habitación, donde
ya la esperaba. Se desnudó sin dejar de mirarme y dijo:
-
Amelia te envía saludos.
-
¿Sabe que venías aquí?
-
Me proporcionó tu dirección. ¿Sabías que está enamorada de ti?
-
¿Cómo? Pero si fue ella quien me arrastró hacia ti. No entiendo
nada- insistí-. ¿Por qué me empuja Amelia hacia ti, si me ama
también?
-
No hables tanto. Me estoy quedando fría.
-
¡Claro, claro!… ¿Cuándo ves a Jaime?
-
He quedado con él a las nueve en el metro. Por cierto, yo nunca he
dicho que te quisiera.
-
¿Cómo?…Entonces, ¿el “Hotel Mediodía”, este momento, tu
interés en que te visitara?
-
Eres muy hermoso, señor Bienhecho, y siempre he admirado la belleza.
Contigo, tengo la oportunidad de disfrutarla. Además, sabes hacer
reír a una mujer.
Sentir
su cálido y sinuoso cuerpo junto al mío logró que mi aplomo
varonil quedase fuera del lecho, innecesario.
Mientras
nos besábamos como preámbulo a otras actividades, pensaba en
Amelia, en lo extraños y retorcidos que somos. ¿No se atrevía a
declararse y disfrutaba escuchando las descripciones de nuestros
encuentros que le haría su buena amiga Martina? Mi abuelo solía
decir que estamos como chotas. La justificación debía ser que
actuamos sin lógica, cuando nos consideramos una raza lógica y
exigimos lógica a todos los actos propios y ajenos.
A
las nueve en punto realicé el intercambio con Jaime en la estación
del metro. Nos saludamos con un flácido apretón de manos. La
situación era incómoda para ambos. Nos mirábamos como rivales,
molestos y perplejos por compartir la misma mujer, una situación
para la que no habíamos recibido ninguna instrucción de manejo o
comportamiento. Pero… ¡que más daba! Cuanto antes asumiéramos
que éramos sus juguetes y sus caprichos, más disfrutaríamos
todos. Sin embargo, no imaginaba un trío con él. Tenía demasiado
vello.
Martina
volvió a su trabajo y los whatsapp se sucedieron con irregularidad y
aparente nostalgia. Tuvimos nuevos encuentros en mi casa y en la
localidad donde trabajaba. En esos casos, disponíamos del fin de
semana completo para nosotros; pues el contrario, Jaime, siempre
tenía guardia esos días. Martina también era muy hábil con el
calendario. Amelia no volvió a preguntarme por mi relación con su
amiga, bien informada por ésta. Parece que había aprovechado mis
oportunidades. Cinco meses después, Martina me anunció su boda, sin
avisar, sin preparativos, tras un fogoso abrazo en su alcoba. La
justificación era que había sopesado los pros y contras y Jaime le
parecía más solvente y estable que yo; aunque más aburrido. Apelé
a mi belleza, que tantas veces había alabado, pero me besó la punta
de la nariz y afirmó que no cambiaba nada y que podíamos seguir
viéndonos. Ignoraba si Jaime era comprensivo, o adaptable a las
circunstancias, o estaba dispuesto a tragar lo que fuese con tal de
seguir acostándose con ella. El brillante del anillo de pedida
parecía bueno e inalcanzable para mis posibilidades.
En
el convite tras las nupcias, me sentaron junto a Amelia. Charlamos
como los viejos amigos que éramos. Después, fuimos al cine a ver
una película de miedo. La besé, cuando se escondió entre mis
brazos. Mientras nos amábamos en mi cama, sin ningún afecto por mi
parte, supuse que, en aquellos momentos, Martina y Jaime estarían
consumando su matrimonio. Saber que seguiríamos viéndonos como
hasta ahora me liberó de todos mis complejos y remordimientos. La
justificación era que Martina me había recordado que lo que se
comerán los gusanos lo disfruten antes los humanos..
OLDIES
The Style Council, El Consejo de Estilo, fue un dúo formado por Paul Weller, uno de los músicos ingleses más interesantes de los últimos treinta años, que venía de The Jam, un trío post punk de ritmos acelerados y bailables, y el teclista Mick Talbott. Crearon grandes temas de r& b, soul y funk y un elepé tan elegante -y lánguido como en "Café Bleu", que titula el disco- y que les ofrecemos junto a "The whole point of no retunr", del que escribí hace unos años un texto, incluido en la novela "La tela de araña" (199..), que resume bien, a mi entender, la comunicación ideal entre oyente e intérprete y que, por supuesto, podrán disfrutar tras esta breve introducción:
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