lunes, 26 de febrero de 2024

candil 18

 





EL CANDIL

NÚMERO 18   ANNO II




PRIMERA CLARIDAD

El pasado veinte de febrero Juan Carlos Unzué, enfermo de ELA, exportero de fútbol en el Barcelona, Sevilla y Osasuna, internacional varias veces, habló en el Congreso de los Diputados en una reunión acordada tres meses antes en representación del colectivo de afectados de dicha enfermedad para solicitar más ayudas y la aprobación definitiva de una ley, estancada en dicho Congreso desde hace dos años, que facilite la vida diaria de estos pacientes. Estuvieron presentes cinco diputados de los trescientos cincuenta que componen el hemiciclo, lo que da idea del gran interés que este tema suscita entre sus señorías. Dado el progresivo deterioro que conlleva esta enfermedad, sus afectados necesitan cuidados continuos que generan grandes gastos que no todos pueden afrontar y necesitan centros y personal especializados en su dolencia para que puedan tener una vida digna hasta su inevitable fallecimiento. El recuerdo del compañero Ignacio sigue vivo en muchos de nosotros. Los señores diputados han demostrado estar más pendientes de quién gana y quién pierde en determinada comunidad, quién amnistía y quién no, quién insulta más y mejor, que en atender las necesidades de sus conciudadanos; aunque resulten onerosas, aunque supongan un gasto a fondo perdido por la inevitable desaparición de sus beneficiarios. Sus señorías han desaprovechado una buena oportunidad para demostrar que les importa algo más que sus privilegios, sus partidismos, sus egoísmos, su soberbia, su irresponsabilidad y... su ombligo. Es decir, nos han demostrado lo que defienden realmente.  



SEGUNDA CLARIDAD




- Oferta de empleo a un camarero: "El sueldo es prácticamente el que tú quieras. Nosotros no pagamos, pero puedes quedarte con el 80% de las propinas que generes, así que tú decides cuánto ganas".

- Se buscan dos monjas para custodiar la mano incorrupta de Santa Teresa. 

-  La Audiencia de Barcelona no considera delito que un policía se invente una agresión para justificar una detención.

- Un argentino inventa un aparato con tecnología Bluetooth capaz de interferir y silenciar la música reggaetón. Lo ha bautizado como Reggaetón be gone.

- Un colegio catalán prohíbe a la profesora de español entrar a las aulas salvo para dar clase.





TERCERA CLARIDAD

El pueblo chino es conocido por muchas habilidades, entre ellas las refinadas torturas que infringían a los condenados. Hoy les presentamos la conocida como lingchi o muerte de los mil y un cortes o muerte de los cien pedazos, empleada hasta 1905 para ejecutar a siervos que hubieran matado a sus amos o en casos de lesa majestad. Consistía en, una vez atado a un poste u desnudo el reo, que el verdugo le infringía entre cien y tres mil cortes superficiales que no le mataban, pero le producían las consiguientes hemorragias, por lo que se desangraba lentamente. Después, lo desmembraba, cortaba oreja, narices y genitales y arrojaba los despojos a los pies del condenado aún vivo. En algunos casos, sus familiares lograban sobornar al verdugo o a los guardias presentes para que le suministraran opio que mitigase su terrible sufrimiento. El tormento finalizaba con la decapitación o la extracción de algún órgano vital como el corazón. También se practicó a extranjeros como el misionero español Fray León de San José al que capturaron unos piratas que condenaron a trabajos forzados. Durante su cautiverio intentó convertir a los demás presos y a sus captores que, en agradecimiento, le sometieron al tormento citado y, después, arrojaron su cuerpo al mar.




  • Conocida como “La Mulata de Córdoba” resultó acusada de hechicera, porque curaba con sus manos. Corría el año 1600. La Inquisición la condenó a encierro. En la pared de su celda, dibujó un barco con un carboncillo que halló en el suelo. Terminado el navío, se desprendió del muro y salió a mar abierto con su tripulante exprisionera.






CUARTA CLARIDAD

Valle Inclán fue enemigo íntimo de Echegaray por su concepción contraria del teatro. Para Valle, Echegaray representaba la tradición y la antigüedad teatral; mientras que, para Echegaray, Valle era un radical que quería destruir el teatro. Cuando concedieron el Premio Nobel a Echegaray, Valle fue una de las voces más críticas contra el galardón como lo demuestran las siguientes anécdotas.

Estando Valle-Inclán en su habitual tertulia de café, vio entrar al hijo de Echegaray.

Alzando la voz comenzó a decir que Echegaray no tenía talento, y que estaba obsesionado con la infidelidad matrimonial, ya que siempre incluía en sus obras maridos cornudos y mujeres infieles.

El hijo de Echegaray, molesto, le dijo:

"¡Más respeto, que está usted hablando de mi padre!"

A lo que Valle-Inclán respondió:

"¿Está usted seguro de que es su padre?".

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Tras ganar el Nobel, en Madrid, renombraron una calle José Echegaray. Para mala suerte de Valle-Inclán, en ella vivía un gran amigo suyo.

Cada vez que  don Ramón le escribía cartas a su amigo, en la dirección ponía "calle del Viejo Idiota". ¡Y las cartas llegaban!

A raíz de esto, Valle-Inclán afirmaba que Madrid tenía el mejor servicio de correos del mundo.


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 Ya en su lecho de muerte, Valle Inclán necesitaba una transfusión de sangre. Al enterarse que se había presentado como donante Echegaray, se negó a recibirla, porque decía que esa sangre estaba llena de gerundios.




QUINTA CLARIDAD



"Uno de los grandes problemas de la Humanidad es que muchas personas están escolarizadas, pero pocas educadas".- (Thomas Moore o Tomás Moro, decapitado por orden de Enrique VIII).


lunes, 19 de febrero de 2024

candil 17

 





EL CANDIL

NÚMERO 17  ANNO II



PRIMERA CLARIDAD

La Venerable Orden Tercera (VOT) de san Francisco, hoy Franciscanos Seglares, está integrada por laicos consagrados y miembros del clero secular (obispo y sacerdotes no adscritos a ninguna orden religiosa). Posee unos trescientos inmuebles -entre viviendas y locales- en la capital del país. Entre ellos, uno situado en el número 1 de la calle del Carnero de Lavapiés del que pretenden desahuciar a un vecino tras la sentencia judicial que declaró abusiva la subida del alquiler que tan venerable organización pretendía imponer al citado inquilino para renovar su contrato de arrendamiento.

Debemos, y queremos, recordar que, en su origen, esta venerable organización destinaba sus inmuebles para viviendas sociales con alquileres por debajo del mercado a cambio de que los inquilinos se ocupasen de los arreglos y mejoras que necesitasen la vivienda y el edificio en cuestión. Una postura digna de respeto, es decir, venerable. Sin embargo, este planteamiento ha cambiado desde que comenzó a renovar los alquileres con fuertes subidas hasta equipararlos al mercado inmobiliario. La Orden empezaba a ser menos venerable. A pesar de que el actual gobierno prohibió el 27-12-2023 los desahucios durante este año, se han seguido produciendo por el impago de incrementos abusivos por encima del máximo legal establecido como en el caso que nos ocupa; dándose la paradoja, a nuestro entender, de que, por un lado, un juez protege al inquilino del abuso del casero, y, por otro, un segundo juez aprueba su desahucio por no pagar dicho incremento abusivo. Quizá Kafka pudiera aclararnos el entuerto.

Como todos han podido suponer, la Venerable Orden Tercera (VOT) de San Francisco fue fundada por Francisco de Asís o Assisi, quien predicó la pobreza para sus miembros y estableció “una regla de vida según el Evangelio, siguiendo las huellas de Cristo pobre y crucificado”.

Con estos comportamientos más propios de los llamados “fondos buitre”, la Orden ha dejado de ser venerable; aunque sus dirigentes siempre pueden decir que “vivimos otros tiempos”.



SEGUNDA CLARIDAD




- El Pp tumba en el Senado la Senda de Déficit propuesta por el gobierno que beneficia a las once comunidades y tres mil municipios que gobierna el partido popular entre otros territorios. ¡España lo primero!
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- Un tribunal neerlandés prohíbe a su gobierno vender a Israel piezas de un avión de combate (por poder utilizarlas contra la población civil).














TERCERA CLARIDAD

Lo inventó en 1891 el clérigo y fotógrafo inglés. Lewis Carroll, afortunado autor de ·”Alicia en el País de las Maravillas”. Su función era simple: permitía escribir, en taquigrafía en la oscuridad. “Hice filas de orificios cuadrados, cada uno para sostener una letra (un cuarto de una pulgada cuadrada encontré un tamaño muy conveniente), y esto resultó una idea mucho mejor que la anterior; pero las letras todavía tendían a ser ilegibles. Entonces me dije: '¿Por qué no invento un alfabeto cuadrado, usando sólo puntos en las esquinas, y las líneas a lo largo de los lados? Pronto me di cuenta de que, para hacer la escritura fácil de leer, era necesario saber dónde comienza cada cuadrado. Por lo cual creé la regla de que todas las letras cuadrado debe contener un gran punto negro en la esquina noroeste.




El historiador alemán Theodor Mommsen recibió el Premio Nobel de Literatura por su vasta obra en la que podemos destacar su “Historia de Roma”. Profesor universitario, tuvo fama de meticuloso y prolífico. Sus contemporáneos destacaba también el hecho de que siempre estuvo ocupado. Tuvo dieciséis hijos.


Esta escultura es conocida como “Mujer en una hamaca (Dulce sueño)” y es obra del italiano Antonio Frilli (1860-1902). Está realizada en un solo bloque de mármol blanco de Carrara.





- Los proletarios eran la clase romana que carecía de tierras u otras posesiones, por lo que solo podía aportar al imperio el servicio militar de sus hijos: la prole.



CUART A CLARIDAD

.".. ¿Buscar un protector poderoso, tomar un amo / y, como la hiedra oscura / que circunda el tronco / y como tutor, / le lame la corteza y trepa/ por astucia en lugar de elevarse por la fuerza? / No, gracias / ¿Dedicar, como lo hacen todos,/ mis versos a los ricos?/ ¿Convertirme en bufón / con la esperanza vil de ver nacer una sonrisa / en los labios de un  ministro?/ No, gracias / ¿Desayunarme cada día un sapo? / ¿Tener el vientre flácido de tanto arrastrarme? / ¿Sucias las rodillas? / ¿Hacer caravanas con la espina dorsal? / No, gracias/ ¿Acariciar a la cabra el cuello con una  mano, / mientras con la otra se riegan las coles? / ¿Estar al toma y al daca, hoy por ti, / mañana por mi?/ ¿Tener siempre listo el  incensario? / No, gracias / ¿Elevarse andando entre faldas? / ¿Convertirse en un pequeño gran hombre / y navegar, con madrigales por remos,/ y en sus velas, suspiros de señora decrépita? / No, gracias / ¿Imprimir mis versos, pagando yo al editor?/ No, gracias / ¿Hacerse nombrar Papa por los concilios / que los imbéciles celebran en las tabernas? / No, gracias / ¿Trabajar para hacerse un nombre / con un soneto en lugar de hacer otros? / No, gracias / ¿Descubrir su talento solo ante los tontos? / ¿Tener  miedo de lo que puedan decir / quiméricas gacetas / y exclamar: "¡Oh!, con tal de que se ocupen de mi / en el Mercure de Francia? / No, gracias / ¿Calcular, temer, palidecer, / preferir hacer una visita / que un poema, escribir memoriales, / hacerse presentar...? / No, gracias, gracias, gracias /Sino cantar, soñar, reír / andar, estar solo, ser libre / vivir de frente y una voz que vibre; / poner, cuando te plazca, /  ladeado el chambergo,/ batirse por un sí o un no,/ o hacer versos / trabajar sin cuidarse de la fortuna / o de la gloria;/  quizá un viaje a la luna. / No escribir jamás nada que no salga de uno mismo / y decir modestamente: "Hijo mío, siéntete satisfecho de las flores, / de los frutos y aún de las hojas, / si son de tu jardín y tú mismo las has cosechado". / Y, luego, si acaece triunfar, / no deber nada al César y que todo el mérito sea tuyo / En breve, ¡no hacer la hiedra parásita, / aún cuando uno no sea un roble o un tilo; / no llegar muy alto, quizá; / pero, ¡llegar solo"/.

(Fragmento del drama en verso  "Cyrano de Bergerac", de Edmond Rostand, estrenado en 1897)

P.d.- Este texto está relacionado con una reciente experiencia en que una editorial me ofreció publicar una novela a cambio de comprar cincuenta ejemplares de la misma, es decir, invertir setecientos euros (a fondo perdido con casi total seguridad). Estuve  muy cerca de aceptar; pero terminé renunciando tras leer opiniones negativas sobre la editorial en las que otros autores y autoras afirmaban que, una vez pagados los ejemplares, se desentendían de ti. La vanidad puede jugarnos malas pasadas.      



QUINTA CLARIDAD


Plaza del Callao, años veinte


"Cuando un hombre quiere matar a un tigre, lo llaman deporte; cuando es el tigre quien quiere matarle a él, lo llaman ferocidad".- (George Bernard Shaw, dramaturgo inglés).


domingo, 11 de febrero de 2024

candiliterario 21

 

CANDIL LITERARIO Nº 21





CAPÍTULO XVIII



Ese día y el siguiente transcurrieron rutinarios, es decir, Hontanares siguió leyendo la novela de Morgan Philbilly y bebiendo Vichy Catalán, Régulo Carrasquilla siguió circulando con su desprecio habitual por las normas de tráfico vigentes, Silvia Alphand acudió a su trabajo y se desempeñó con eficiencia y naturalidad y Martínez continuó vigilando el domicilio del coleccionista y charlando con el portero del mismo hasta que el miércoles por la tarde, alrededor de las cinco, mientras escuchaba tranquilamente en un coche camuflado unos grandes éxitos de Tomás de Antequera, vio salir del piso al guardaespaldas y subirse a un taxi. Le siguió hasta la plaza de Santo Domingo, donde se apeó. Martínez aparcó el vehículo y caminó tras a él a prudencial distancia hasta que Max entró a un local de la calle Silva. Martínez cruzó de acera y encendió un cigarrillo, mientras estudiaba la zona; lo que le permitió descubrir dos cosas: una, el local se llamaba “El Séptimo Cielo”, y dos, uno de los porteros era conocido suyo. Cruzó la calle y su conocido, al verle, se hizo el sueco como suele decirse; pero ya era tarde. Con un ligero movimiento de cabeza, Martínez le indicó que le siguiese. Caminaron separados unos pocos metros hasta una zapatería, donde se detuvieron y hablaron, mientras fingían mirar el escaparate:

  • Narciso, ¿qué haces aquí? - preguntó el policía.

  • Trabajo aquí.

  • ¿Lo sabe tu madre?

  • Ni lo sabe ni debe saberlo. Por favor te lo ruego, no le digas nada, Martínez. Se moriría del disgusto....¡Ay , Dios mío, qué desgracia más grande!... ¡Ay, Virgencita del Carmen, no me delates!... ¡Ay, Santa Rita Bonita, protégeme de la tentación!

  • ¡Calla y escucha!... Yo no te he visto y tú no me has visto, pero necesito información sobre ese local. ¿Qué haces en la puerta?

  • Soy uno de los porteros.

  • ¿Es una discoteca, un bar de copas o de alterne...?

  • Eeeh..., un poco de todo.

  • Ha entrado un tipo al que estoy vigilando por algo que no te importa, pero necesito saber lo que hace dentro.

  • ¿Te refieres a “La vikinga”?

  • Que yo sepa se llama Max.

  • ¿Era ese hombretón rubio y macizo que ha entrado hace unos minutos? - le preguntó Narciso, mientras se relamía los labios.

  • Ese mismo.

  • Es socio y cliente habitual.. Suele venir todos los viernes e irse el domingo por la noche.

  • ¿Cómo?... ¿Está dos días enteros ahí metido?

  • Eso he dicho.

  • ¿Y qué hace?

  • Eeeh..., bueno...,

  • ¡Narciso, no me calientes!... De momento, solo me interesa conocer sus movimientos.

  • Me preocupa ese “de momento”.

  • Voy a entrar contigo y me vas a enseñar el ambiente. Por supuesto no deben saber que soy policía, así que te inventas algo para evitar las sospechas.

  • Creo que no es una buena idea.

  • ¿Prefieres que haga una redada sin avisar?

  • Necesitarás alguna justificación.

  • ¿Qué tal prostitución masculina y proxenetismo?

  • Bueno, pero prométeme por Santo Domingo Savio que no comentarás nada de que lo veas y oigas con tu mujer. Ya sabes que es amiga de mi madre.

  • ¡Que sí, hombre, que sí!

  • Haremos lo siguiente: diré a Jimmy, el otro portero, que eres un primo venido de provincias y que voy a enseñarte el local.

  • Tú mismo.

Dicho y hecho. Cruzaron la entrada y avanzaron por un pasillo estrecho y oscuro pintado de rojo pasión. Martínez se sintió agredido. Luego descendieron por unas escaleras iluminadas con lucecitas en los escalones hasta desembocar en una gran sala en penumbra. Cuando Martínez se acostumbró a la escasa luz, distinguió numerosas mesitas redondas vestidas con manteles blancos y una lamparita de tulipa azul sobre ellos y dos sillas cada una, una pequeña pista de baile central y redonda con una barra metálica en medio que salía del techo y terminaba en el suelo. Tras ella, había unas cortinas plateadas con estrellas doradas de cinco puntas. Una barra atendida por cuatro camareros culturistas ataviados con chalecos de cuero sin camisa y pajarita con lucecitas se extendía tras las mesas. Le sorprendió que todos luciesen poblados bigotes. Tras este conjunto, vislumbró una docena de sofás de cuero rojo semicirculares con una mesa rectangular ante ellos y una lámpara similar a las anteriores; aunque había más sombras que luces. Sobre una tarima alargada que dominaba todo el escenario, descubrió unos grandes ventanales negros que impedían ver lo que ocurría tras ellos. Narciso y él se instalaron en una mesa a pie de pista. Se acercó uno de los camareros y preguntó qué deseaban tomar como cabía esperar. Martínez comprobó que llevaba zahones de cuero negro. Martínez pidió un whisky doble y Narciso una manzanilla. Cuando el mozo se retiró hacia la barra, el policía observó que llevaba las nalgas al aire. De repente, numerosas lucecitas se encendieron en el techo del local, varios focos iluminaron la pista de baile y bajaron varias bolas llenas de espejitos que reflejaron y dispersaron la luz. Los primeros acordes de “Bohemian Rhapsody” comenzaron a escucharse, mientras se abrían las cortinas plateadas y aparecía Marilyn Monroe, o alguien imitándola, con dos enormes abanicos blancos de plumas de avestruz, que se puso a bailar al ritmo de la melodía; mientras movía los pericones con picardía para mostrar que estaba desnuda bajo ellos, pero sin enseñar ninguna parte concreta de su cuerpo.

  • Este Chemita es genial.

  • ¿Es un hombre?

  • ¡Claro, cariño! - dijo Narciso.

  • No te pases, o te curro – le amenazó Martínez.

  • ¡Qué bruto eres!

  • ¡Y muy macho!... ¡Que te quede claro!

  • Bueno, bueno.

  • ¿Que hay detrás de los cristales negros?

  • Son reservados a los que acceden los socios y sus invitados.

  • ¿Qué hacen allí?

  • De todo.

  • ¿Puedes ser más explícito?

  • No quiero que me detengas.

  • Pues... hablaré con tu madre.

  • ¡Traidor! -gritó Narciso-. Me diste tu palabra.

  • Pues... canta.

  • Puedes imaginártelo: drogas y sexo consentido.

  • ¿Mi sospechoso también?

  • “La vikinga” es un asiduo. Como ya te dije, se pasa todo el fin de semana aquí dentro.

  • ¿También en los reservados?

  • Sólo en los reservados.

  • ¿Cómo puedo acceder a ellos?

  • Con invitación de algún socio.

  • ¿Puedes invitarme tú?

  • No, sólo soy un empleado.

  • ¿Tenéis cámaras de vigilancia?

  • Claro.

  • Pero..., ¿funcionan?

  • Este es un negocio serio, Martínez.

  • Como las pompas fúnebres.... ¿Puedo verlas?

  • Solo el dueño tiene las llaves del cuarto donde se graban las imágenes.

  • Vale. ¿Hay alguna pantalla dentro?

  • ¡Claro!

  • Llévame allí.

  • ¿Qué piensas hacer?

  • Entrar y ver imágenes de los reservados.

  • Si nos pillan, no lo contamos.

  • Sólo me interesa “La vikinga”. ¿Prefieres que hable con tu madre?

  • ¡Te odio, te odio y te odio!

  • Corta el rollo y vamos para allá.

Martínez se levantó, y, al girar la cabeza para ver despedirse a Marilyn tras su actuación, distinguió a dos conocidas sentadas en uno de los sofás semicirculares de cuero rojo. Comprendió que el local era bisex. Siguió a Narciso hacia los aseos, aunque doblaron a la izquierda antes de llegar a ellos. Se detuvieron ante la única puerta que había en ese pasillo. Martínez comprobó que había una cámara apagada colgada del techo. Preguntó a su acompañante:

  • ¿Por qué no funciona?

  • Se enciende automáticamente a las nueve en punto, cuando empieza el jaleo. Hasta entonces no la creen necesaria. Las parejas se enrollan en cualquier lugar, sobre todo si está oscuro o apartado como esto.

  • Vigila, mientras abro la puerta.

  • Pero... ¡es un delito! No puedes entrar ahí sin permiso.

  • ¡Qué te den, Narciso!

  • ¡Huy, qué cosas me dices!

Martínez y él pasaron a un cuarto pequeño en el que había dos grabadoras digitales y una televisión plana sobre un banco corrido. Dos sillas de madera completaban el conjunto. La pantalla estaba dividida en cuatro zonas que correspondían a otras tantas partes del local. Narciso le explicó que los reservados se veían en la esquina superior derecha. Pulsó sobre ella y su imagen ocupó todo el televisor, lo que permitió observar al policía a varios individuos desnudos y semidesnudos esnifar una sustancia blanca que supuso cocaína, y a otros, también ligeros de ropa, abrazarse y acariciarse con gran interés como “La Vikinga”, quien besaba en esos momentos a un joven moreno que, por su aspecto, Martínez sospechó menor de edad. Otro hombre gordo y muy velludo acariciaba las nalgas del joven rubio.

  • Ese es el dueño del local.

  • ¿Cómo se llama?

  • Sebastián Carmona.

  • Ese nombre me suena – admitió Martínez.

  • Sale en televisión.

  • Creo que el moreno es menor. ¿Se prostituye o es simple vicio?

  • Muchos son simples drogadictos que consiguen su dosis de esa manera, pero unos pocos están enamorados de verdad.

  • ¡Oh, qué romántico! -comentó Martínez-. Ya he visto suficiente.

Volvieron a la sala principal. Ivonne y Aline se besaban en un sofá de cuero semicircular, cuando Martínez abandonó el local. Desde su coche, comunicó a Hontanares las novedades.

El día siguiente se reunió con el comisario en su despacho. Cuando llegó Martínez, Hontanares se probaba el chaqué frente un espejo de cuerpo entero ante la atenta mirada de Silvia Alphand.

  • Estás muy elegante, Manuel – afirmó su compañera.

  • Un poco exagerado, ¿no cree? - inquirió Martínez.

  • Bueno..., ya le conoce.

Hontanares se colocó una perilla postiza y se alejó unos pasos del cristal. Se miró de frente y de lado. Luego, se acercó de nuevo al espejo.

  • Me veo perfecto – admitió el comisario.

  • Teniendo en cuenta su sentido del ridículo, ha tomado peores decisiones – dijo su ayudante.

  • Yo también me alegro de verle – comentó Hontanares.

  • Cuando termine de admirarse, tenemos que hablar.

El comisario se desnudó tras el biombo, momento que Silvia Alphand aprovechó para despedirse de ambos hombres tras entregar al comisario una cajita plana en cuyo interior descubrió un monóculo dorado.

  • ¡Qué tengáis buen día!... Me marchó a cumplir con el deber.

    El comisario apareció vestido con un severo, pero elegante, terno marrón caramelo que completaban una camisa gris platino y una corbata azul maya. Se acomodó tras su mesa, mientras Martinez se sentaba frente a él.

  • Cuénteme su aventura de ayer.

  • Estaba vigilando el domicilio del coleccionista, cuando vi salir al guardaespaldas y subir a un taxi. Una corazonada me instó a seguirle. Se apeó en Santo Domingo y entró a un local de la cercana calle de Silva, donde le conocen como “La Vikinga”. ¡Nos ha salido bujarrón, comisario!

  • ¿Bujaqué?

  • Lila, mariposón, alegre, gay... ¿Quiere que siga?

  • Lo he pillado.

  • El negocio pertenece a un tal Sebastián Carmona, que sale en televisión según me dijo mi contacto.

  • Conoce usted a gente de todos los mundos – señaló el comisario.

  • Coincidió que uno de los porteros era mi vecino y pude chan... convencerle para que me mostrase el interior.

  • ¿Y qué vio?

  • Una pista de baile donde danzan travestís, varias mesas a su alrededor, una gran barra atendida por cuatro camareros cachas con el culo al aire....,

  • ¿Cómo ha dicho?

  • Pues eso, que usan zahones, esas prendas de cuero que se ponen los jinetes sobre los pantalones; pero estos no llevaban .

  • ¿Qué no llevaban?

  • Pantalones. Ya le dije que lucían el trasero. Quizá fuese un reclamo o una invitación.

  • ¿Una invitación a qué?

  • Preguntéselo a ella. Es usted un niño demasiado grande para mi. Prosigo. También había varios sofás semicirculares de cuero rojo en penumbra donde las parejas tomaban algo y se esparcían.

  • Sana costumbre el esparcimiento.

  • Desde luego, comisario. Pero lo que más me interesó fue una serie de reservados de cristales oscuros a los que sólo pueden acceder los socios como... nuestro guardaespaldas.

  • ¿Y qué hacen allí?

  • Para ser policía, tiene poca imaginación. ¿Qué cree usted que hacen?

  • ¿Ver partidos de fútbol, jugar al póquer, hacer apuestas ilegales...?

  • Exacto.... ¡Drogarse y copular!

  • ¿Cómo ha dicho?

  • Convencí a mi contacto para que me dejase ver las imágenes que graban las cámaras instaladas en el local. Aunque fue reticente en un principio, logré convencerle con mis habituales dotes de persuasión.

  • Espero que sean dotes legales.

  • Labia y paciencia, comisario. Nada más. El caso es que pude ver al guardaespaldas en plena faena con un joven que considero menor de edad. Es decir, podríamos hacer una redada en el local y cerrarlo por prostitución de menores y consumo de estupefacientes. Las imágenes grabadas serán prueba suficiente.

  • ¿Dónde visionó usted las cámaras?

  • En el cuarto donde tienen las grabadoras y las pantallas.

  • ¿Y cómo entró en él?

  • Por la puerta.

  • ¡Muy gracioso!... Quiero decir: ¿cómo logró abrirla?, ¿Igual que la vivienda del banco?

  • Pero... ¡no podía desaprovechar la oportunidad de encontrar pruebas contra el guardaespaldas!

  • Pruebas que un juez desestimará al ser obtenidas ilegalmente.

  • ¡Quieto, parao!... Ilegal lo que hice yo, pero, si las requisamos con una orden, no podrá desestimarlas.

    Hontanares permaneció callado unos segundos. Después dijo:

  • Estoy pensando en la conveniencia de detenerle o no. Si lo apresamos, podría alertar al coleccionista y estropear nuestro plan.

  • Pero... abusan de menores y se drogan, comisario.

  • Como supongo que ocurrirá en otros muchos locales de la ciudad.

  • Que no nos interesan de momento.

  • Cierto, pero... quizá se quedase todo en una multa y el cierre temporal del establecimiento y yo quiero al pez gordo.

  • Y yo, al asesino de mi Reme.

  • Haremos lo siguiente: nos dividiremos. Usted se centrará en el guardaespaldas y yo seguiré con el coleccionista, mientras dos agentes se reparten la vigilancia de este último y el técnico de sonido permanece a la escucha en el piso franco.

  • ¿Y quién hará de su conductor?

  • Odio lo que voy a decir, pero tendrá que ser el taxista.

  • Usted manda, aunque creo que deberíamos trincarle ahora y hacerle cantar.

  • Ya tendrá tiempo de ajustar cuentas, Martínez.

  • También vi a la Relaciones Públicas de la embajada.

  • Eso sí que es una sorpresa. ¿Qué hacía allí?

  • Besar y abrazar a otra mujer muy parecida a ella que también vi por la delegación.

  • ¡Una tarde completa la suya! - afirmó Hontanares.

  • Más intensa de lo previsto.

Tras una nueva visita de Martínez al domicilio del taxista, Régulo pasó a recoger el Volkswagen Passat al garaje policial y a Hontanares en la puerta de la Dirección General por este orden; aunque, al ver intentar subir al vehículo a un individuo muy atildado con medallas y perilla que no conocía, se produjo la siguiente escena:

  • Oiga usted, no puede subir. Estoy esperando a un comisario – gritó Régulo Carrasquilla.

  • Soy yo, señor Taleguilla.

  • ¿Usted?... Sigue tan majara como siempre. Martínez no me dijo nada de que vendría disfrazado.

  • Pues ya lo sabe. Desde este momento, y hasta nueva orden, para usted soy el “señor vizconde” y así debe llamarme en todo momento para no destapar la investigación. P

  • ¿Vizconde?... ¡Anda que no vuela usted alto ni ná!

  • Arranque de una vez. Tengo una cita dentro de media hora.

  • ¿Adónde vamos?

  • A la calle de la Constancia nº 22. ¿No lo recuerda?

  • No he estado en ese lugar nunca en mi vida.

  • Pues ha hecho vigilancia más de una vez.

  • ¡Ah, ya caigo!

  • Tendrá que esperarme para llevarme a mi domicilio.

  • ¿Tardará mucho?

  • Depende de lo que se alargue la partida.

  • ¿Partida?... ¿Tiene que vestirse como un mamarracho para jugar a las cartas?

  • Primero: estoy representando un papel en el curso de una investigación para detener a un peligroso delincuente; segundo, no tengo que darle explicaciones; tercero, usted se ha ofrecido a colaborar con la policía a cambio de cierta compensación económica; cuarto, eso implica ponerse bajo mis órdenes y necesidades; quinto, mientras dure la investigación, usted se llama Faustino.

  • ¿Y qué hago mientras usted se divierte?

  • No me divierto, trabajo. ¿Acaso pretende que me presente en casa del sospechoso y le diga: “¡Hola!, ¿cómo está usted? Soy el comisario Hontanares y vengo a detenerle”.

  • Desde luego que no, pero siempre habrá un término medio en el que usted no haga el ridículo.

  • Arranque de una vez y lléveme a mi destino sin provocar ningún accidente.

  • A sus órdenes.

  • Y recuerde que nadie debe conocer mi verdadera identidad.

Sin más discusiones, llegaron a su destino. Régulo se apeó del vehículo y corrió para abrir la portezuela derecha trasera para que el comisario-vizconde saliera del auto y se dirigiera hacia el portal del número 22. Se presentó ante Teodoro, el portero, quien le miró de arriba a abajo, y, luego, le indicó el piso del coleccionista; aunque Hontanares ya lo sabía, pero... debía fingir. En el ascensor pulsó el gemelo derecho, y dijo.

  • Padilla, ¿está ahí? ¿me recibe bien?.

    El comisario solo escuchó música a todo volumen por el pinganillo que llevaba dentro de su oído izquierdo -pues Padilla le había convencido de la conveniencia de su empleo para poder comunicarse entre ellos en caso de necesidad-. Insistió en su pregunta:

  • - ¿Me recibe usted?

  • ¡Dabuti, colega! -respondió Padilla-. ¡Qué bien suenan los Clash en este equipo!

  • Céntrese en su cometido. Me dispongo a entrar al domicilio del sospechoso. Manténgase a la escucha.

  • Señor, sí, señor – comentó el Teleco.

Hontanares pulsó el timbre. Le abrió el coleccionista, embutido en un cómodo traje verde de tweed que completaba con una camisa color hueso y un pañuelo de seda estampado, al que reconoció por la descripción que le había hecho Martínez.

  • ¡Bienvenido a mi humilde morada, señor vizconde! La señorita Alphand me ha dado las mejores referencias de usted.

  • Una mujer admirable, sin duda – afirmó el aludido.

  • Esperaba que viniese con usted para presentarnos.

  • Telefoneó a mi residencia para disculparse por un imprevisto que la impediría acompañarme.

  • ¡Una lástima!... Conozco pocas mujeres tan interesantes como ella. Pero pase y le presento a nuestros compañeros de partida.

  • Le sigo.

Avanzaron por un pasillo decorado con cuadros impresionistas y puntillistas hasta desembocar en un amplio salón en el que esperaban tres hombres maduros entre cincuenta y sesenta años, según los cálculos del comisario-vizconde, que bebían whisky en vasos de cristal tallado y dirigieron sus miradas hacia ellos. El coleccionista señaló al que estaba a su derecha y dijo:

  • Estimado vizconde, le presento a Jacinto Valcárcel, directivo de una multinacional.

  • ¡Encantado! - dijo Hontanares, mientras se ajustaba el monóculo y estrechaban las manos.

Después, el coleccionista nombró al hombre situado frente a él:

  • Santiago Rocamora, ingeniero industrial y alto ejecutivo del automóvil.

  • ¡Encantado!

  • Y..., a mi izquierda, Pablo Villadiego, consejero delegado de una eléctrica.

  • ¡Encantado!

  • ¿Quiere beber algo? - inquirió el coleccionista.

Hontanares estuvo a punto de responder “Vichy Catalán”, pero se contuvo por miedo a delatarse y respondió:

  • Un poco de vino, por favor.

  • ¿Rueda, Rioja, Somontano, Cariñena, Bierzo, Méntrida, Valdepeñas, Penedés, Toro, Ribeira Sacra, Valdeorras, Madrid, Burdeos, Borgoña, Chianti...?

  • Veo que está usted bien surtido – comentó Hontanares.

  • Yo quiero un cubata, colega – escuchó decir al Teleco por el pinganillo.

  • En realidad, no tengo tantos en casa, pero hay una bodega cercana donde puedo conseguirlos – aclaró el coleccionista.

  • Últimamente disfruto mucho con Emilio Moro.

  • ¡Buena elección!... ¿Quiere picar algo? - ofreció el coleccionista, señalando varias bandejas con canapés fríos y calientes, salmón ahumado con alcaparras, caviar, gambas y ostras.

El coleccionista descorchó una botella con la etiqueta “Emilio Moro 2016” y llenó una copa que ofreció a Hontanares, quien saboreaba un canapé de caviar y mantequilla.

  • Guárdame algo, comisario – dijo el Teleco por el auricular.

  • La señorita Alphand me dijo que posee usted extensos latifundios y bienes raíces.

  • Extensos, extensos... No diría tanto.

  • Aquí jugamos sin límite – intervino Villadiego, el consejero delegado.

Hontanares comenzó a sudar y preguntarse si sería suficiente su curso online de póquer para salir del apuro sin arruinar al Cuerpo de Policía.

  • ¿Nos sentamos a la mesa? Hoy tengo un poco de prisa – señaló el ingeniero Rocamora.

  • ¿Tienes algún lío? - bromeó el directivo Valcárcel.

  • No, es que llega una sobrina mía a Barajas a las doce y debo recogerla.

  • ¿Ahora se llaman sobrinas?

  • ¡Vale, me has pillado!... Voy a casa de mi secretaria.

  • ¿Y tu mujer?

  • Bien, gracias.

Aburrido de esperar en el coche, Régulo cruzó a la otra acera, entró al bar donde jugó la partida de dominó y pidió una ración de oreja y un chato de vino. En una mesa descubrió fumando a Leandro, el parao al que subcontrató la vigilancia del coleccionista ante la indignación de Martínez.

  • ¿Puedo sentarme? - dijo el taxista.

  • Colega, yo te conozco – comentó Leandro.

  • ¡Claro!.... Soy Régulo. Nos conocimos vigilando el portal de enfrente.

  • ¡Dabuti, tío!... ¿Puedo pinchar? No he cenado todavía.

  • Está bien.

  • ¿Qué haces por aquí a estas horas?

  • Estoy en una misión secreta de la que no puedo hablarte.

  • ¡Jo, qué suerte, tío!

  • No te creas, es un oficio muy ingrato. Trabajas sin horario fijo por un sueldo de hambre.

  • Pero duermes en tu cama y tal vez acompañado.

  • En eso tienes razón. Mi Rita es muy cariñosa. Y tú, ¿dónde te empiltras?

  • Llevo días sobando en una furgoneta abandonada. Mi parienta no me quiere en casa.

  • ¿Tu parienta?... La última vez que hablamos dijiste que estabas soltero y sin compromiso.

  • ¿Ah, sí, tío?... ¡Joder, qué bueno es este costo!... Ya estoy alucinando.

Régulo pidió otro chato de vino, mientras se levantaba de la mesa que compartía con Leandro, y se acercó a otra donde cuatro parroquianos jugaban al mus. Siguió la partida unos minutos hasta que el dueño anunció que comenzaba el fútbol. Entonces, el taxista se acomodó en una silla frente al televisor dispuesto a ver el enésimo partido del siglo entre Madrid y Barcelona.

En esos instantes, Martínez conducía el Citröen Elysée Cuesta de San Vicente abajo tras un taxi en el que viajaban el guardaespaldas, Ivonne y Aline. Los había visto salir de “El Séptimo Cielo” muy alegres y agarrados por la cintura, mientras vigilaba el local. Muy sorprendido, pues ignoraba que se conocieran, los vio parar el taxi, instalarse en su interior y avanzar Gran Vía abajo. Consciente de que no podía contactar con Hontanares, al que imaginaba sudando la gota gorda con las cartas en la mano, decidió seguirles para descubrir su destino. Cruzaron el río y siguieron por la Ribera del Manzanares hasta una antigua colonia de tranviarios conocida como “Los hoteles”. Se apearon frente a una casita de una sola planta con jardín delantero en la calle de la Península a escasos metros del cauce del aprendiz de río. Martínez aparcó el coche enfrente y apagó el motor. Conocía la zona bastante bien, pues unos tíos suyos habían vivido por allí y había pasado con ellos algunas tardes-noches de verano en el merendero que había por entonces; donde los vecinos jugaban al dominó, las cartas y la rana y cenaban tortilla de patata y filetes empanados regados con un porrón de vino con casera muy frío. Fueron tiempos más inocentes que los actuales, donde todo era placer y diversión. Encendió un cigarrillo. Luego cruzó la calle y se acercó al hotelito, protegido por un muro blanco de un metro y medio de altura. Pegó la oreja a la puerta metálica enrejada que dividía en dos tramos la tapia. No escuchó pasos o algún otro ruido, por lo que concluyó que no había ningún perro detrás. Se impulsó con las dos manos sobre el murete y saltó al interior. Permaneció unos instantes agachado y en silencio. Nadie salió del interior. Una ventana estaba encendida. Miró a través del cristal y observó una salita amueblada con un sofá marrón de tres cuerpos, chimenea francesa apagada, una butaca del mismo color que el sillón, una mesa baja con un cenicero y varias revistas y una lámpara de pie en forma de genio saliendo de la base. Ivonne y Aline se besaban y acariciaban sentadas en el sofá. El guardaespaldas apareció de repente con tres vasos de un líquido que supuso whisky por su color. Luego se sentó junto a Aline y comenzó a besuquearle el cuello, mientras recorría su espalda con las manos. La joven se volvió hacia él y le ofreció su boca. Martínez estaba muy sorprendido. Se debatía entre colarse en la casa y unirse al trío para disfrutar por fin el hermoso cuerpo de Ivonne, o mantener la vigilancia como hasta entonces. De repente, sonó su teléfono, pues había olvidado ponerlo en silencio. Era su mujer.

  • ¿Qué quieres? - inquirió en voz baja.

  • ¿Vas a venir a cenar o te la dejo dentro del microondas?

  • Estoy trabajando.

  • ¡A mi con esos humos no me hables!

  • Ahora no puedo seguir.

  • Entonces, ¿no vienes a cenar?

  • No.

  • ¿Y a dormir?

  • No lo sé.

  • Te extraño mucho.

  • Ya sé yo lo que añoras. ¡Adiós!

Terminó la comunicación y volvió a mirar por la ventana, en el preciso momento en que el guardaespaldas se dirigía hacia ella para abrirla. Por lo visto tenían calor, aunque la chimenea estaba apagada y corría una ligera brisa que enfriaba el ambiente. Gracias a esta maniobra, Martínez pudo escuchar lo que hablaban.

  • Sois preciosas y muy parecidas – dijo el guardaespaldas.

  • Somos hijas del mismo padre, pero distinta madre – señaló Ivonne.

  • Tienes una casa muy bonita – dijo Aline, mientras le abrazaba.

  • Es alquilada.

  • Y muy tranquila -añadió Ivonne-. ¿Traes aquí a tus conquistas?

  • Alguna vez.

  • Como te hemos visto siempre en el “Séptimo Cielo”, creíamos que sólo te gustaban los jovencitos – afirmó su amiga.

  • Le doy a la carne y al pescado. No hay que desaprovechar oportunidades – añadió el guardaespaldas sin dejar de acariciarla.

  • Con el cuerpo que te gastas, no tendrás problemas para encontrar compañía.

  • No me quejo.

  • Tenemos que proponerte un negocio – dijo Ivonne.

  • ¿Vosotras?

  • Abandonamos el país en unos días y nos hemos enterado de que trabajas para un coleccionista de arte – prosiguió la joven.

  • ¿Habéis preguntado en el local? - interrogó el guardaespaldas, mientras le quitaba la blusa a Aline.

  • Nos gustan los hombres hermosos como tú de vez en cuando – respondió ella-, pero no buscábamos ninguna información personal.

  • Tendré que castigaros por invadir mi intimidad.

Martínez se palpó el revólver que llevaba junto a la axila izquierda, mientras seguía escuchando.

  • Necesitamos deshacernos de cierto objeto que podría interesar a tu jefe.

  • ¿De qué se trata?

  • De una espada antigua – respondió Ivonne.

  • ¿Cómo la habéis conseguido?

  • En realidad es una réplica - respondió Aline.

  • ¡Un momento! -dijo el guardaespaldas-. ¿No habrá estado expuesta en el Museo Arqueológico?

  • Sí, pero la nuestra es una copia que el embajador nos regaló como a los demás empleados de la delegación – explicó Aline.´

  • ¿Cómo?... Pero... si la habían robado – comentó el guardaespaldas.

  • Era otra copia – señaló Ivonne.

  • ¡Ya lo sé! - exclamó el guardaespaldas.

Al poner en circulación varias copias de la espada de Roldán, Martínez comprendió que había en marcha una maniobra de despiste.

  • ¿Cómo puedes saberlo? No estaba informada ni la policía – preguntó Ivonne.

  • Porque..., no puedo responderte – remató Max.

  • Hacer muchas copias fue una idea genial - señaló Aline.

  • Y retorcida – añadió su hermanastra.

Entonces, las dos mujeres se abalanzaron sobre Max y besaron y acariciaron con mortífera precisión.

  • ¡No sigáis!... ¡No aguanto más!... ¡Por favor!

  • Pararemos, cuando nos respondas.

  • ¡Está bien!... Mi jefe, un coleccionista de arte como habéis dicho, encargo el robo a un ladrón que le entregó la espada el día siguiente de su desaparición.

  • Pero... ¿cómo?... ¿quién?

  • Trabajaba de camarera en la cafetería del museo y ya sabéis, o deberías saber, que se produjo un apagón, momento que ella aprovechó para anular la alarma y sustraer el arma.

  • ¡Qué teatral! - comentó Aline.

  • Mi jefe encargó un estudio sobre la autenticidad de la espada que demostró su falsedad. Se sintió estafado por la ladrona, aunque ella desconocía el fraude según me confesó en su domicilio, y me ordenó recuperar el dinero que había pagado, que encontré en su casa, y deshacerme de ella.

  • ¿Has matado a una mujer? -gritó Ivonne-. ¿Qué clase de monstruo eres?

  • Sólo un buen empleado.

  • Será mejor que nos vayamos -intervino Aline-. Cogeremos un taxi.

  • Habla con tu jefe sobre nuestro negocio. El próximo viernes nos das la respuesta en el local.

  • ¿Cuánto pedís?

  • Diez mil euros.

  • ¿Por una copia?

  • Por un arma legendaria.

  • No creo. Ya os he comentado su reacción al descubrir que la otra era una copia. Él sólo quiere originales.

  • ¿No es mejor una buena copia que nada? – comentó Aline.

  • De acuerdo, hablaré con él. Ahora...,¿queréis pasar al dormitorio como habíamos quedado?

Martínez los vio levantarse y salir de la estancia. Luego avanzó por la fachada hasta otra parte del hotelito que correspondía a una alcoba, donde las dos jóvenes y el guardaespaldas volvieron a

besarse; mientras se desnudaban entre ellos. Después, cayeron sobre la cama. Allí no tenía ya nada que hacer. Martínez volvió a saltar la tapia. Cruzó la calle. Entró al vehículo y encendió otro cigarrillo. Habían pasado dos horas y media que le habían parecido un instante; aunque había confirmado que el guardaespaldas había matado a su querida Reme, ladrona pero víctima inocente de un ardid, y que Ivonne era una viciosa de campeonato, algo que le hizo desearla más.

Permaneció dentro del vehículo, fumando y pensando el siguiente paso. Sobre la medianoche, regresó al chalet y volvió a saltar el muro. Forzó la puerta principal con una ganzúa y avanzó por la vivienda, alumbrándose con la luz del flash de su teléfono. En el dormitorio reposaban los tres cuerpos tras el amor. Ambas mujeres eran realmente parecidas y... ¡muy excitantes!. En un cajón de la mesilla encontró fotografías del guardaespaldas con numerosos adolescentes, entre ellos el joven moreno que vio en “El Séptimo Cielo”. Estuvo tentado de despertarle y detenerle allí mismo por estupro, pero pensó que podía perjudicar la investigación; así que se guardó las fotos en un bolsillo de la chaqueta y, luego, le golpeó en la cabeza varias veces con una cachiporra. Después abandonó la vivienda.

Arrancó el vehículo, maniobró marcha atrás y condujo por calles silenciosas hasta su domicilio, donde encontró un plato con pimientos asados en el microondas y un poco de queso sobre la mesa. Inapetente, apuró un vaso de vino, se desnudó y se acostó junto a su mujer, quien, entre sueños, o eso creyó él, dijo:

- Me apetecen churros.

Entretanto, Hontanares perdía ya unos dos mil euros. Con una escalera de color en sus manos, jugada que debía desconocer o parecerle poco importante, decidió enfriar la partida.

  • Espero, míster Drinker, que me muestre su colección en algún momento.

  • Será un honor, vizconde, pero en casa sólo guardo pequeñas piezas. Las grandes están almacenadas en un trastero.

  • ¿Ustedes... vosotros también sois coleccionistas?

  • Sí..., de mujeres – respondió Jacinto Valcárcel, el directivo.

  • Y yo... de deportivos: tres Ferraris y dos Lamborghinis – añadió Santiago Rocamora, el ingeniero.

  • Lo mío son los soldaditos de plomo -afirmó Pablo Villadiego, el consejero delegado-. Ahora mismo tengo montada la batalla de Waterloo en una habitación de mi casa.

  • ¿Con Napoleón y todo? - inquirió Hontanares.

  • Y el duque de Wellington y... 77500 soldados franceses con sus 246 cañones más los 122.200 hombres con sus 156 cañones de los aliados británicos y prusianos.

  • ¿Cuánto mide la habitación? - preguntó un impresionado Hontanares.

  • Ehh... nunca la he calculado, pero es una afición apasionante.

  • Por cierto, ¿habéis visitado la exposición de armas del Museo Arqueológico? Había piezas muy interesantes para un coleccionista – señalo el comisario-vizconde.

  • No he podido por el trabajo – respondió Jacinto Valcárcel.

  • Ni yo – admitió Santiago Rocamora.

  • Yo tampoco. Las estrategias requieren todo mi tiempo libre – reconoció Pablo Villadiego.

  • ¿Y usted, míster Drinker? - insistió Hontanares.

  • Pensaba acudir, pero surgieron unos asuntos urgentes que debí atender en mi país.

  • Yo sí estuve -comentó el vizconde-. La espada de Roldan era magnífica, una pieza digna de cualquier colección que se precie. ¡Una lástima que no la vendan!

  • Tengo entendido que la robaron – intervino Santiago Rocamora.

  • Sí, pero la policía logró recuperarla – añadió Hontanares.

  • ¿Cómo lo sabe, vizconde? Creo que la prensa no publicó nada sobre el asunto 2- señaló míster Drinker.

  • Eeeh... Debí escucharlo en algún lugar, aunque ahora no recuerdo.

  • Never mind the bollocks – gritó Padilla por el pinganillo.

  • En cualquier caso la exposición se reabrió días después del atraco con una copia de la espada sustraída tan buena que nadie notó la diferencia – prosiguió Hontanares.

  • Insisto, señor vizconde, ¿cómo conoce este detalle? - preguntó el anfitrión.

  • Eeh... Creo recordar que pusieron un cartel informando de este hecho en el que se disculpaban por exponer una réplica y lo justificaban como la única manera de mantener abierta la muestra para satisfacer la gran expectación producida.

El coleccionista apuró su whisky de un trago, se levantó y volvió a llenar el vaso. Después, volvió a sentarse y dijo:

  • ¿Seguimos jugando?

  • Voy con cien – afirmó Jacinto Valcárcel.

  • Y cien más – dijo Pablo Villadiego.

  • Tendrán que ser trescientos – señaló el coleccionista.

  • Yo quiero tres cartas – intervino el vizconde.

  • Durante las apuestas no se pueden cambiar las cartas – comentó un sorprendido Santiago Rocamora.

  • ¡Perdón!... Estaba distraído.

  • ¿Iguala la apuesta o se retira? - inquirió el coleccionista.

  • Eeeeh... Creo que no voy – dijo Hontanares, dejando sus cartas sobre la mesa.

  • Escalera de color – señaló Rocamora, mostrando sus naipes a los demás.

  • Eeeh... Yo tenía... - comenzó a decir Hontanares, pero se contuvo para no descubrir a los demás su desconocimiento del juego.

  • Full de reyes sietes – afirmó Villadiego.

  • Póquer de cincos – presentó Valcárcel.

  • Póquer de damas – remató el coleccionista, mientras recogía las apuestas.

  • No puedo creer que un coleccionista tan reconocido como usted haya dejado pasar la oportunidad de hacerse con una pieza como la espada de Roldán – señaló Hontanares.

  • Como ya dije, me surgieron asuntos más importantes. Además supongo que las autoridades del país propietario no venderían fácilmente un símbolo nacional como ese arma.

  • Ya sabes, Ian, todo es negociable.

  • Cierto, pero... no creo que compense pagar un precio demasiado alto por un objeto tan... peculiar. Los gastos se disparan si tenemos en cuenta los sistemas de seguridad que deberíamos instalar para evitar que nos lo robasen – afirmó el coleccionista.

  • Ese es otro sistema para conseguirlo – comentó el comisario-vizconde.

  • ¿Cuál?... ¿Robarlo? - se interesó Rocamora.

  • No sería la primera vez que un coleccionista privado contrata a un ladrón o mata para hacerse con un objeto que no puede conseguir de otra manera - añadió Hontanares.

  • ¿Usted lo haría? - se interesó Villadiego.

  • Aún tengo escrúpulos -respondió el comisario-. Además, mis posibilidades económicas son demasiado modestas como para aspirar a piezas tan notables.

  • Que se quema, fuego, que se quema – escuchó decir a Padilla por el pinganillo.

  • ¿Tu robarías para conseguir un objeto único, Ian? - le preguntó Rocamora.

El aludido volvió a vaciar su vaso de un trago, levantarse y servirse nuevas dosis de whisky. Luego, recuperado su lugar en la mesa, dijo:

  • ¿A quién le toca dar?

Régulo gritaba enfervorecido ante el repaso que los madridistas estaban dando a los culés, ajeno a cuanto le rodeaba. En el segundo piso del edificio de enfrente, el vizconde de Martino ganó varias manos seguidas, con lo que recuperó su maltrecha economía, y logró una invitación de su anfitrión para ver las grandes piezas de su colección; pero no volvieron a hablar de la espada. Sin embargo, al abandonar el piso sobre la medianoche, la cámara de su gemelo izquierdo grabó algo que no él no vio.

Cuando el comisario volvió a la calle, Régulo no estaba cerca o dentro del vehículo; pero sus gritos, cantando un nuevo gol, le dirigieron hacia el bar de enfrente; donde el taxista, con una copa en la mano, cantaba y bailaba feliz por el gran juego del equipo de sus amores.


Como otras mañanas, Martínez llegó al despacho de Hontanares. El comisario estaba tumbado en su diván, mirando al techo.

  • Buenos días, comisario, ¿pensando cómo llegar a fin de mes como muchos compatriotas?

  • ¿Cómo dice?... Por fortuna, Silvia y yo no pasamos apuros económicos.

  • Con el sueldazo que se gasta, ¡no me extraña! - comentó Martínez.

  • El correspondiente a mi cargo y antigüedad.

  • Me gustaría saber quién y cómo decide los salarios de la gente; porque, desde luego, no se basan en sus méritos y capacidades.

  • Creo que están relacionados con los estudios y títulos académicos de cada uno.

  • Claro, por eso este es el país del enchufe y el amiguismo.

  • Ese es otro tema que usted y yo no podemos solucionar.

  • Con esas costumbres nunca seremos un país serio y moderno. Seguimos con la picaresca como en el siglo XVI.

  • Se ha levantado usted encantador.

  • Es que... lee uno la prensa y se enciende... No hay más que violencia, miseria, abusos, clasismo, desprecios...

  • Lea la prensa deportiva. Es una ficción que entusiasma a la gente.

  • ¡Lo que usted diga!

  • Lo que digo es que han surgido novedades en la investigación que debemos comentar.

  • ¿Qué tal la partida?

  • ¡Horrible!... Nunca imaginé que el póquer fuera tan complicado.

  • ¿Ganó o perdió?

  • Perdí unos ochocientos euros, pero llegué a perder bastantes más. ¿Usted sabía que una escalera de color era una buena jugada?

  • ¡Pues claro!

  • Yo no. El tutorial que seguí no citaba escaleras, escalones o escalinatas.

  • ¡Magnífico!

  • Creo que nunca he sudado tanto en mi vida.

  • ¿Qué ha averiguado?

  • Que nuestro sospechoso bebía con más frecuencia e intensidad, cuando se hablaba de la espada, de robar o de matar. Es evidente que sabe algo.

  • Como suponíamos.

  • He quedado con él para que me enseñe la colección que guarda en un trastero de la ciudad. ¿Y usted qué me cuenta?

  • El guardaespaldas, la Relaciones Públicas y otra empleada de la embajada, que resultó ser su hermanastra, subieron a un taxi a la puerta del local gay que los llevó hasta un hotelito en la ribera del Manzanares que había alquilado él. Iban dispuestos a pasarlo bien juntos.

  • ¿Puede ser más explícito?

  • ¿Más?... ¿Para qué quiere la imaginación?

  • Hay demasiadas posibilidades en la expresión “pasarlo bien”

  • ¿Ah, sí?... Para mi sólo hay una.

  • Continúe.

  • Se instalaron en el salón y, gracias a que el guardaespaldas abrió la ventana para refrescar la habitación, pude escucharle admitir que su jefe contrató a Reme para robar la espada y que le ordenó matarla cuando descubrió que era falsa.

  • Por supuesto, no lo grabó.

  • No podía suponer que cantaría.

  • ¿Y por qué lo admitió ante unas desconocidas?

  • No tanto. Se conocen del local. Ellas le han ofrecido comprar una copia de la espada, porque, según dijeron, se marchan a otro destino diplomático. Amenizaron su conversación con besos y caricias hasta que pasaron al dormitorio, donde remataron la faena.

  • ¿Y cómo tenían esa copia?

  • Dijeron que el embajador había regalado una a cada empleado de la delegación.

  • ¿También les gustan los toros?

  • A veces me desespera usted, comisario. ¿Qué toros ni que niño muerto?... Se acostaron juntos.

  • ¡Ah!... Una escena perturbadora.

  • ¡Son tan hermosas! - comentó Martínez entre suspiros.

  • Seguimos sin pruebas físicas o una declaración que incriminen al coleccionista y a su guardaespaldas.

  • Encontré numerosas fotografías de este último manteniendo relaciones sexuales con menores. Podemos detenerle por ese lado y luego apretarle las clavijas.

  • Proceda.

Cuando Martínez se disponía a salir hacia el domicilio del coleccionista, sonó el teléfono del despacho de Hontanares.

  • ¡Diga!

“Intensities in 10 cities” a todo volumen sonó por el auricular del teléfono, lo que obligó al comisario a apartarlo de su oído.

  • Aquí el Teleco.

  • Hontanares al aparato.

  • Creo que debería bajar a ver algo que grabó ayer con su cámara del gemelo.

  • ¿Cómo dice?... No le oigo con ese ruido.

  • ¡Yeeaaah! - gritó el Teleco.

  • Este hombre está loco – señaló Hontanares, mientra pasaba el teléfono a su ayudante.

  • ¿Qué pasa, Padilla?

  • Colega, ¿cómo lo llevas?

  • Tío, ¿qué ese ruido?

  • Ted Nugent a tope – respondió el Teleco.

  • ¿Tienes algo para nosotros?

  • Creo que sí. Bajad a verlo.

  • ¡Hasta ahora!

Martínez colgó. Luego dijo al comisario.

  • Dice que vayamos.

  • Lo único que pude entender es “cámara”.

  • Habrá grabado algo interesante.

  • ¡Vamos pues!

Descendieron en el ascensor hasta el despacho del Teleco, al que encontraron sentado en su pupitre de trabajo manipulando la emisora de un coche patrulla, mientras Led Zeppelin sonaba en la estancia.

  • ¡Ya estamos aquí, Padilla!

  • ¡Dabuten, colega!

Se levantó, pausó la música, y se dirigió hacia un ordenador portátil al que conectó el gemelo mediante un puerto USB, cuya existencia desconocían ambos policías. El Teleco seleccionó un archivo, pinchó sobre él con el cursor del ratón y los tres pudieron ver el interior de la vivienda del coleccionista, su cara y las de los otros tres jugadores habituales. El Teleco les explicó que la grabación de la partida duraba dos horas y que no había nada reseñable en ese tiempo -aparte de un tipo con perilla que jugaba fatal al póquer-, por lo que avanzó el vídeo hasta que el comisario se despedía de su anfitrión. Por accidente, pues Hontanares admitió no recordar ese detalle, había filmado una pequeña fotografía en la que aparecía el coleccionista blandiendo la espada robada en una estancia de cristales oscuros.

  • Es “El Séptimo Cielo” - exclamó Martínez.

  • Fue una suerte que Martínez me describiese a los sospechosos para que, al verla, comprendiese la importancia de la foto – afirmó con coherencia el Teleco.

  • Pero, ¿por qué tenía en su domicilio una imagen que podía incriminarle? No tiene sentido – comentó Hontanares-

  • Quizá porque nunca imaginó que la policía estuviese compartiendo una partida de cartas con él - respondió Martínez.

  • ¡Puede ser!... ¡Muchas gracias, señor Padilla! - se despidió Hontanares.

  • Ahora ya tenemos una prueba que los relaciona. ¡Por fin algo sólido! - insistió Martínez.

  • ¿Está seguro de que se trata del local que frecuenta el guardaespaldas? - inquirió el comisario.

  • ¿Puedes imprimirme esta imagen? - dijo Martínez al Teleco.

  • ¡Sin problemas!

Pulsó el ratón e, instantes después, una impresora a color reprodujo la fotografía.

  • Se la mostraré a mi contacto en el local para que lo confirme. Si lo reconoce, podremos actuar – afirmó el policía.

  • Hablaré con Aquél jr para que consiga una orden judicial que nos permita clausurar el local. Luego se acerca esta tarde, lo cierra y detiene a su contacto y al dueño del mismo.

  • ¿También a mi contacto?

  • Para evitar que sospechen de él.

  • Esta es una de esas raras veces en que estoy de acuerdo con usted – admitió Martínez.

  • Ahora vamos a la embajada para hablar con la Relaciones Públicas y su amiga.

  • Hermanastra, comisario.

  • ¡Lo que usted diga!

Martínez aparcó el Citröen Elysée en la puerta de la delegación. Nada más entrar preguntaron por monsieur Martel, el agregado cultural. Se reunieron con él en su despacho y le comentaron el asunto de las copias de la espada de Roldán. Monsieur Martel afirmó que fue una estrategia diplomática para confundir a los posibles ladrones, pues, al existir varias espadas, no sabrían con certeza nunca cuál era la auténtica. Los policías alabaron la sagacidad de la medida, aunque Martínez concluyó que un posible ladrón robaría siempre el arma expuesta; luego... Después, Hontanares le comunicó que habían obtenido nuevas informaciones que involucraban a dos empleadas de la legación y que deseaba hablar con ellas. Algo sorprendido, el agregado preguntó sus nombres. Al escucharlos, aumentó su perplejidad. Luego, descolgó el teléfono que había sobre su mesa y dijo:

  • Por favor, Melanie, envíeme a Ivonne y Aline.

Después colgó el aparato y esperaron la llegada de las mujeres. Cuando se presentaron cogidas de la mano, se sorprendieron al ver a los agentes. Monsieur Martel las invitó a sentarse y, luego, dijo:

  • ¿Habéis cometido algún delito? Nuestro amigos policías quieren hablar con vosotras.

  • Ninguno que sepamos – respondieron al unisono.

  • Proceda, comisario. Me ausentaré unos minutos para que actúe con más libertad.

  • ¡Gracias! -comentó Hontanares-. Bien, señoritas, hemos tenido conocimiento de que ustedes frecuentan un local de dudosa reputación y que se han reunido con uno de sus clientes en un hotelito cercano al río.

  • ¿Dudosa reputación? - inquirió Ivonne-. ¿Se refiere a “El Séptimo Cielo”? Es un negocio legal.

  • En el que se abusa y prostituye a menores – añadió Martínez.

  • No sabíamos nada – señaló Aline.

  • ¿Tampoco se lo dijo Max durante su estancia en el hotel? - insistió el agente.

  • No recuerdo -contestó la joven-. ¿Y tú, Ivonne?

  • Estaba ocupada en otras actividades como para prestarle atención. Me interesaban otras partes de su anatomía.

El comisario carraspeó unos instantes. Luego, prosiguió.

  • El tema del local es secundario en el caso. Lo que nos interesa es cómo conocieron a Max y cómo supieron que estaba interesado en la espada.

  • ¿Es verdad que os vais del país? - intervino Martínez.

  • ¿Cómo lo saben? Estábamos los tres solos en la casita – respondió Aline.

  • Tenemos nuestros métodos, señorita – comentó Hontanares.

  • ¿Nos pusieron un micrófono? ¿A Max?

  • Secreto de sumario, señorita – insistió el comisario.

  • ¿Os vais de verdad? - reiteró Martínez.

  • Nos trasladan a Río de Janeiro.

  • ¿Puedo ir con vosotras? - preguntó el agente

  • ¡Martínez, repórtese!

  • Le he dicho muchas veces que soy muy débil y ellas...¡tan hermosas!

  • Estamos investigando un crimen, ¿recuerda?... En fin, señoritas, ¿qué me contestan?

  • Nos conocimos en “El Séptimo Cielo”. Max es muy atractivo y nos interesamos por él. Ya sabe que el físico suele ser el primer motivo para acercarnos a una persona. El deseo de posesión es un móvil muy fuerte, la conquista, la sumisión, la... dominación por el placer – respondió Ivonne.

  • ¡Quiero ser tu víctima! - afirmó Martínez.

  • ¡Ya está bien! -estalló Hontanares-. O se controla, o prescindiré de usted.

  • ¿Y qué haría sin mi?

  • Lo que he hecho siempre: resolver los casos.

  • ¡Venga ya!

  • Martínez, ¡se lo advierto!

  • Un amigo común nos presentó a Max y...¡nos gustamos enseguida! -prosiguió Aline-. Al principio nos veíamos en los reservados del local y es cierto que presenciamos relaciones homosexuales, pero nunca preguntamos la edad de los amantes. Además tanto Max como nosotras somos bisexuales. También es cierto que había cocaína y otras sustancias, pero nosotras nunca las hemos tomado. Estamos enamoradas, comisario, y no haríamos nada que pudiera separarnos.

  • Me perturban sus palabras – admitió Hontanares.

  • ¡Es un carca! - comentó Martínez.

Hontanares le dirigió una mirada fulminante que envalentonó a su ayudante, perdido en una inmensa cama entre los hermosos cuerpos de ambas jóvenes.

  • Según fuimos conociéndonos, aumentó el grado de nuestra intimidad como puede suponer; lo que nos permitió conocer que era el chófer y guardaespaldas de un coleccionista de arte que estaba interesado en la espada de Roldán. Cuando nos comunicaron el próximo traslado a otro destino, decidimos ofrecerle la copia de la espada que nos regaló el embajador para sacar un dinero extra – continuó Ivonne.

  • ¿Cómo llegaron al hotelito?

  • Una tarde en que estaba muy puesto, le preguntamos si conocía algún lugar más tranquilo donde pudiéramos estar los tres juntos sin mirones – prosiguió Aline.

  • Max no pudo o supo resistirse – completó su amada.

  • Pero, ¿no se acostaba con efebos? - se interesó Hontanares.

  • ¿Con quién? - preguntó Martínez.

  • Mancebo o adolescente de belleza afeminada – aclaró el comisario.

  • ¿No puede utilizar palabras que conozcamos todos? - inquirió su ayudante.

  • Desconozco la extensión de su vocabulario, aunque visto lo visto no parece muy amplio.

Las dos mujeres se miraron perplejas, mientras se preguntaban cómo podían trabajar juntas dos personas tan diferentes. Aline prosiguió con el relato.

  • Max nos habló de una casita que había alquilado en una zona tranquila de la ciudad y nos invitó a ir. Cogimos un taxi en la puerta del local y fuimos hasta allí. Nos encantó el lugar por su paz y silencio.

  • Y yo las seguí discretamente hasta allí – intervino Martínez.

  • Esa información no era necesaria - le amonestó Hontanares.

  • ¿También va a controlar lo que digo o puedo decir?

  • ¡En efecto!... Recuerde que soy su superior.

  • ¡Como para olvidarlo!

  • ¿Qué sucedió en el hotelito?

  • Nada especial: le ofrecimos la espada, pero se mostró reacio a la operación. Entonces nos contó que su jefe había encargado el robo de la espada de la exposición a una ladrona y que, cuando descubrió que era falsa, le ordenó matarla. ¿Puede creérselo? - preguntó Aline.

  • Nos asustamos un poco al descubrir que estábamos con un asesino, pero prometió hablar con su jefe y... luego nos enrollamos y nos olvidamos de todo. A la mañana siguiente... - continuó Ivonne.

  • ¿Qué ocurrió a la mañana siguiente? - interrogó Hontanares.

  • Volvimos a enrollarnos -respondió Aline-. ¡Es un amante magnífico!

  • Paciente, atento y... - completó Ivonne, mientras sonreía y besaba a su amada.

  • Por favor, señoritas... - señaló Hontanares.

  • ¡Pardon, mon commisaire!.... La imaginación es un poderoso afrodisíaco – admitió la joven.

  • ¡Y la memoria! - añadió Aline.

  • ¿Tienen algo más que decirnos?

  • Sólo que estamos esperando su respuesta para rematar la venta.

  • Redacten una declaración completa y la firman. Después, pueden regresar a sus quehaceres habituales.

  • ¿No estamos detenidas?

  • No han cometido ningún delito, ¿verdad, Martínez?

  • No, comisario; pero yo infringiría todo el Código Penal por ellas.

  • Mientras escriben su declaración, mi ayudante y yo saldremos del despacho. Nos avisan, cuando hayan terminado y... no olviden firmarla.

  • ¿Detendrán a Max?

  • Y a su jefe. Por eso necesitamos su confesión.

  • ¿No podría acompañaros a Brasil? -inquirió Martínez-. Es un país que no conozco.

  • Eres un encanto, pero... no intimamos con señores mayores – aclaró Aline.

    Ofendido, Martínez salió del despacho dando un portazo. La joven había herido su orgullo varonil. ¿Señor mayor?... ¿Dónde estaba el señor mayor? Cuarentón en todo caso. Un hombre en su sazón, experto, conocedor de los deseos y necesidades de una mujer. ¡Señor mayor!... ¡Qué atrevimiento!

    Minutos después, las dos jóvenes, cogidas de la mano, se reunieron con ellos y les entregaron sus declaraciones. Luego, se despidieron y prosiguieron sus trabajos. Los policías subieron al coche, en el que permanecieron unos instantes organizando sus siguientes pasos.

  • Volvemos a la Dirección General, donde recogeré la orden judicial que nos permita clausurar el local, al que acudirá esta tarde y detendrá a Max y su contacto.

  • ¿Y si no está?

  • Aquél jr ya me ha informado de que ha recibido la orden del juez.

  • Me refería al guardaespaldas – dijo Martínez.

  • Iremos al domicilio del coleccionista y arrestaremos a los dos. Con la confesión de las señoritas y las demás pruebas, tenemos suficiente.

  • ¿Qué hago entretanto?

  • ¿Tiene el teléfono de su contacto?

  • Sí.

  • ¿Cree que debe avisarle de la redada?

  • No, actuará con más naturalidad.

  • Pero... es su vecino.

  • A ese respecto, la única preocupación consiste en evitar que su madre se entere de las actividades de su hijo.

  • Lo dejo en sus manos. Arranque.

Alrededor de las nueve de la tarde del mismo día, Martínez, a bordo del Citröen Elysée, cinco furgones policiales y varios coches-patrulla con las sirenas apagadas se detuvieron a lo largo de la acera de “El Séptimo Cielo”. El policía caminó hasta la entrada del local y preguntó a su vecino Narciso si estaba dentro “La Vikinga”. Tras responderle afirmativamente, le esposó y ordenó al otro portero que no se moviera. Lloroso, temblón, Narciso le preguntaba sin parar: “¿Por qué me haces esto?... Mi madre palma si se entera”. Sin responderle, Martínez avisó a los demás policías. Cuando llegaron a su altura, ordenó que detuvieran a todas las personas que hubiera dentro del establecimiento y que, a continuación, lo precintaran. Introdujo a Narciso en el Citröen y se trasladaron hasta la Dirección General. Entraron a una Sala de Interrogatorios en el sótano del edificio. El policía apagó el micrófono y la cámara antes de dirigirse a su vecino.

  • Escúchame, Narciso, te he detenido para evitar que supieran que nos conocíamos.

  • Entonces, ¿puedo irme a casa?

  • Sí. El local permanecerá cerrado una buena temporada, así que tendrás que buscarte otro trabajo entretanto.

  • ¡Tranqui! No me faltará curro. Soy muy conocido en el ambiente.

  • ¿Estaba el dueño del establecimiento?

  • Yo no le he visto entrar.

Entonces, oyeron grandes voces y alboroto. Martínez salió del cuarto y vio a un hombre gordo y calvo, ataviado con un traje azul eléctrico y camisa rosa con chorreras protestar y manotear, mientras un agente le conducía al sótano, a la Sala de Huellas y Fichaje. Martínez detuvo a su compañero y preguntó al detenido:

  • ¿Por qué se queja? - preguntó Martínez.

  • Soy Sebastián Carmona, una estrella televisiva. Esto es un atropello. Mi abogado les presentará una demanda.

  • Disculpa, compañero. Quisiera hablar con él antes de ficharle.

  • Vale, pero la detención es mía – señaló el otro policía.

  • Por supuesto... ¿Cómo te llamas?

  • Ezquerro.

Cogió del brazo al detenido y le introdujo en otra sala de interrogatorio. Le sentó en una silla y se acomodó frente a él, al otro lado de la única mesa que había en la estancia. Entretanto, Narciso salía de la sala contigua y abandonaba la Dirección General.

  • ¿Por qué dice usted que es un atropello? Le han detenido en un local sospechoso de prostitución y consumo de estupefacientes.

  • Mi local es un templo de la decencia, agente.

  • Las imágenes que obran en nuestro poder afirman lo contrario. De hecho, vamos a acusarle de proxenetismo, narcotráfico y complicidad en asesinato.

  • ¿Se ha vuelto loco?

  • Como dueño del establecimiento, usted es el máximo responsable de lo que ocurra en su interior.

  • ¿No pretenderá que controle a todos mi clientes?

  • Entonces, ¿para qué tiene cámaras de vigilancia?

  • Eeeh... Para evitar visitas desagradables.

  • Luego, esconde algo que no deseaba fuera conocido.

  • Bueno, agente, mi local ofrece esparcimiento a personas algo marginadas en la sociedad y a personalidades públicas famosas que buscan un poco de intimidad.

  • Y en el que se prostituye a menores de edad y se consume farlopa.

  • Yo no sé nada sobre ese asunto.

  • Como dije antes, las imágenes le desmienten. Espero que tenga un buen abogado, porque le espera una buena temporada en el talego y su establecimiento permanecerá cerrado mucho tiempo.

  • Pero... ¡yo tengo un prestigio que...!

  • Ahora tiene un marrón que su fama no podrá ocultar.

  • Yo..., yo...

  • Levántese.

Salieron de la sala y se dirigieron hacia la citada Sala de Huellas y Fichaje, donde se lo entregó al agente Ezquerro. Luego se acercó a la mesa del Teniente Regal y le preguntó el paradero de Maximilien Osterreich. El oficial consultó el Libro de Entrada y, luego, respondió:

  • Celda 23.

  • ¡Gracias, teniente!

Martínez se dirigió hacia allí, se identificó ante el sargento Lema y le comunicó que deseaba hablar con el detenido de la celda 23. Mientras lo traían, telefoneó al despacho de Hontanares para informarle de las novedades; pero no respondió nadie. Entonces, marcó el número de su móvil.

  • Diga. Comi...Vizconde de Martino al habla.

  • Soy Martínez. Tengo la mercancía.

  • Es mi edecán –comentó Hontanares al coleccionista. Luego dijo a su ayudante: Estoy con míster Drinker, visitando su magnífica colección de arte.

  • Interrogaré al guardaespaldas en su ausencia.

  • ¡Muy bien! Proceda.

Nada más colgar, observó a Max esposado y con un ojo morado. Sospechó que se había resistido a la detención.

  • ¿Dónde puedo interrogarle?

  • Firma en el libro con tu nombre y número de empleado –comentó el sargento-. Luego, puedes utilizar el despacho del médico. Por las tarde esta vacío – añadió, señalando un cuarto situado a su izquierda.

  • Seré breve.

  • Tómate el tiempo que necesites. Este pollo no irá a ningún sitio – comentó el suboficial.

Martínez y el guardaespaldas entraron al cuarto y, como antes, se sentaron frente a frente separados por una mesa y un micrófono.

  • Te preguntarás qué haces aquí y, como soy muy amable, voy a explicártelo.

  • Le escucho.

  • Soy el sargento Martínez. Estás detenido por estupro, prostitución de menores, consumo de estupefacientes y... asesinato.

  • Yo no he matado a nadie – afirmó el guardaespaldas con tranquilidad.

  • Tienes un problema, Max. Tenemos las declaraciones de dos testigos que afirman lo contrario.

  • ¡Mienten!... Yo no he matado a nadie.

  • ¡Mientes tú! -afirmó Martínez, elevando el tono de su voz-. Le clavaste en el pecho una espada a la pobre Reme.

  • Tendrá que demostrarlo.

  • Encontramos tus huellas en la empuñadura y, como ya te dije, tú reconociste ante las testigos que la mataste por orden de tu jefe, el coleccionista que encargó a Reme el robo de la espada en la exposición, cuando comprobó que era falsa.

  • ¡Esas putas bolleras! - exclamó el guardaespaldas.

  • Te va a caer la perpetua por ser muy torpe. Reme era una ladrona, cierto, pero no merecía una muerte semejante.

  • Quiero hacer un trato.

  • ¿Qué puedes ofrecerme que no sepamos ya?

  • Les entregaré a mi jefe.

  • Espera un momento.

Martínez salió del cuarto para pedir papel y un bolígrafo al sargento Lema. Después, regresó con varios folios y un Bic azul punta normal.

  • Aquí tienes. Fírmala, cuando termines.

Después le dejó solo. Encendió un cigarrillo y se sentó junto al sargento, quien le dijo:

  • Tengo entendido que trabajas con Hontanares.

  • Sí.

  • Dicen que está como una chota.

  • Es algo peculiar desde luego, pero un buen policía.

  • ¿Es afeminado?

  • En absoluto. Tiene una novia preciosa.

  • Como le gusta disfrazarse, se rumorea que...

  • Considera que le ayuda a resolver las investigaciones. Reconozco que es algo excéntrico, pero confunde a los sospechosos; lo que nos concede cierta ventaja.

  • ¿Y ese guaperas qué ha hecho?

  • Cargarse a una buena amiga. Espero que se pudra en chirona.

  • Pues ya se ha cansado de escribir – afirmó el sargento Lema tras comprobarlo en la pantalla colgada en una pared que mostraba el interior de todos los despachos.

  • ¡Gracias!

Martínez se reunió con Max, leyó la declaración y, después, salieron juntos. Se lo devolvió al sargento, guardó la confesión en un bolsillo de su chaqueta y subió al despacho del comisario, donde la depositó sobre su mesa. Luego, abandonó la Dirección General rumbo a su domicilio, donde aparcó frente a su casa, entró al bar “LOS CURDOS“, donde su familia solía celebrar las grandes efemérides, y telefoneó a su mujer para cenar juntos. Casi se desmaya del susto.






Cuando Hontanares entró a su despacho la mañana siguiente, encontró la declaración del guardaespaldas sobre su mesa. Poco después, Martínez se reunió con él y le informó de lo sucedido la tarde anterior.

  • ¿La ha leído ya?

  • Por encima.

  • Con esto tenemos suficiente para detener al coleccionista -afirmó Martínez-. Por cierto, ¿qué tal la visita a su museo particular?

  • Supongo que bien, pero, al no ser un especialista en la materia, no estoy muy seguro de lo que he visto; aunque ha invertido un dineral en arte: cuadros de Picasso, Cezanne, Manet, Pisarro, el Aduanero y Van Gogh, esculturas clásicas y modernas, pergaminos, papiros, tres huevos de Fabergé, mapas antiguos, la panoplia completa del Gran Capitán según me dijo, un libro de poemas de Góngora editado en Valladolid, lo que me sorprendió, pues tengo entendido que no publicó nada en vida...,

  • Una colección muy variada por lo que parece – apuntó Martínez.

  • Variopinta y dispersa desde luego – completó Hontanares.

  • ¿Insistió con la espada?

  • Sí, pero zanjó el tema con un “No siempre se realizan los deseos”.

  • ¿Vamos por él?

  • Espéreme aquí, mientras informo a Aquél jr.

  • ¿No espera a la detención del principal sospechoso?

  • Supongo que, por su situación económica, el coleccionista tendrá buenos abogados y quizá algún conocimiento en instancias superiores; por eso quiero informar a Aquél jr para que pueda cubrirnos las espaldas en caso de necesidad.

  • Me sorprende su prudencia, comisario.

  • A mi también. Debe ser la buena influencia de Silvia.

  • No la deje escapar.

  • Cuando termine este caso, cogeré unos días libres para hacer un viaje juntos sin... teléfonos.

  • Yo volveré a mi añorado destino en Casos Archivados.

  • ¿No se aburre allí? ¿No extraña la acción de cada día?

  • ¡En absoluto!... Además me espera Carol.

  • ¿Carol?... ¿Quién es?

  • Una becaria preciosa e inocente que el Jefe del Departamento, don Julián, ha puesto bajo mi tutela..

  • ¡Ah!, ¿es usted su instructor?

  • Como ya he dicho, el responsable considera que un veterano como yo es la persona idónea para instruirla.

  • No había podido encontrar mejor profesor. ¿Es aplicada?

  • Aplicada, rubia, tímida, sinuosa..., aunque demasiado seria para tener solo diecinueve años.

  • Bueno, espero que haga de ella una buena profesional.

  • Pondré todo mi empeño en ello, comisario.

  • Vaya a por el coche, mientras hablo con Aquél jr. Estimo que será una conversación corta.

Diez minutos después, Hontanares subía al Citröen Elysée. Martínez condujo hasta la calle de la Constancia 22 sin prisas, relajado, alegre, satisfecho por haber solucionado otro nuevo caso y por haber expiado de alguna manera la cruel muerte de Reme. Aparcó el coche frente al portal. Luego, saludó a Teodoro, mientras le presentaba al comisario. El conserje le miró de arriba a abajo y, después, preguntó:

  • ¿Usted no habrá llevado perilla por casualidad?

  • Nunca – respondió tajante Hontanares.

  • Es que... me recuerda usted a un individuo muy extraño que visitó a míster Drinker hace unos días.

  • Se confunde usted.

  • No es por discutir, pero tengo buena fotogenia – insistió el portero.

  • ¿Querrá usted decir que tiene memoria fotográfica? - le corrigió Hontanares.

  • Pues lo que he dicho yo.

  • En fin, ¿está en su domicilio míster Drinker? - preguntó el comisario.

  • Supongo que sí, porque yo no lo he visto salir.

  • ¿Y Max?

  • No lo veo desde ayer.

  • Espéreme aquí, Martínez, mientras hablo con el coleccionista.

  • ¿No quiere que le acompañe?

  • Prefiero que se quede con él para que no le advierta.

  • Como quiera, pero avíseme al menor problema.

Hontanares subió en el ascensor hasta el domicilio del coleccionista. Pulsó el timbre y, cuando Ian Drinker abrió la puerta, Hontanares le mostró la placa, y dijo aquello de:

  • ¡Buenos días, soy el comisario Hontanares! Queda detenido por robo de objetos de arte e inducción al asesinato.

El coleccionista le miraba perplejo, cuando le preguntó:

  • ¿Usted no llevaba perilla antes?

  • No, me confunde con otra persona.

  • Me recuerda usted mucho a cierto noble que he conocido estos días.

  • Lamento defraudarle, pero soy un probo funcionario público.

  • En fin, ¿decía usted?

  • Que queda detenido por...

  • Sí, sí, ya le oído. ¿Supongo que podrá demostrar sus acusaciones?

  • Con la declaración firmada de su guardaespaldas y ejecutor del asesinato, tengo suficiente.

  • Mi abogado tendrá que estudiarla. Habrán golpeado y torturado al pobre Max para arrancarle esa confesión.

  • No crea. Decidió colaborar voluntariamente para disminuir su condena.

  • Asshole pussy!

  • Tengo un coche esperando abajo...

  • ¿Puedo recoger la chaqueta?

  • ¡Claro!

    Después el coleccionista le ofreció las muñecas para que le pusiese las esposas, pero Hontanares señaló que no eran necesarias, no quería asustar a sus vecinos y confiaba en su sensatez; aunque, en realidad, había olvidado pedírselas a Martínez.

    Salieron al vestíbulo del edificio, donde Teodoro y Martínez hablaban animadamente de la última jornada de Liga. El portero saludó al coleccionista con un ligero movimiento de cabeza. Luego acompañó al grupo hasta la calle, donde los policías y el detenido subieron al Citröen y se trasladaron hasta la Dirección General. Martínez acompañó a míster Drinker a la Sala de Huellas y Fichaje, donde, tras firmar en el Libro de Entrada, lo condujo hasta una celda. Antes de irse, el coleccionista le preguntó:

  • ¿No me interrogan?

  • Ya sabemos todo lo que necesitamos -respondió Martínez-. Podrá hablar con su abogado en pocos minutos. Luego, si tiene alguna novedad que pueda mejorar su situación, diga a mis compañeros que desea hablar con el comisario Hontanares.

  • ¿Y en caso contrario?

  • Pues... ya se lo explicará su abogado.

    Martínez se reunió con el comisario en su despacho.

  • Ya está encerrado. ¿Ahora qué hacemos?

  • Nada. Esta tarde iremos a la embajada para comunicar a míster Martel el fin de la investigación y nos separaremos hasta un nuevo caso, si se produce.

    Sobre las cinco y media de la tarde, Martínez aparcaba el Citróen Elysée en la puerta de la legación. El comisario Hontanares y él se reunieron con el agregado cultural y le informaron de:

  • Monsieur Martel -dijo el comisario-, hemos venido a informarle, tal y como le había prometido, de que hemos detenido al organizador del robo de la espada de Roldán y a su guardaespaldas.

  • Me complace oírlo. Les agradezco su tenacidad y dedicación a la defensa de la ley y el orden.

  • Es mi, nuestra, obligación – señaló Hontanares.

  • Cierto, pero no todos los policías demuestran su celo profesional, comisario – insistió el agregado.

  • Estaba en juego el prestigio de los Cuerpos de Seguridad y de todo nuestro Estado en general.

  • ¿Ivonne sigue aquí? - intervino Martínez.

  • No, ella y Aline se incorporaron a su nuevo destino hace un par de días.

  • Ya estarán disfrutando de las playas de Rio, exhibiendo esos cuerpazos que la Naturaleza les ha dado... ¡Ah! -comentó Martínez-. Creo que este año iré de vacaciones a ese maravilloso país.

Ahora, si me disculpan un momento, debo reunirme unos instantes con el embajador.

  • Así que se irá a Brasil. ¿Ha calculado el gasto que le supondrá trasladarse con su familia y permanecer una temporada en el país? - pregunto Hontanares a su ayudante.

  • No, no, comisario. Me voy yo solo. Aquella tierra es el paraíso para un hombre tan débil y necesitado como yo.

  • Necesitado ¿de qué?

  • De amor, comisario.

  • ¡No tiene remedio!

Monsieur Martel volvió con ellos.

  • Disculpen mi ausencia, pero tenía un asunto pendiente con mi superior.

  • No tiene que justificarse, monsieur Martel.

  • En reconocimiento por su actuación en este desagradable asunto, el embajador me ha facultado para entregarles un recuerdo como agradecimiento de nuestro pequeño, pero orgulloso, país.

Tras estas palabras extrajo dos cajitas rojas de un bolsillo de su chaqueta y se las entregó a ambos policías.

  • No es necesario, monsieur... - comenzó a decir Hontanares.

  • Es un detalle sin importancia.

Martínez abrió su estuche y descubrió una insignia de oro y brillantes que reproducía el escudo de Parisia en el que destacaban, como cabía esperar, las siluetas de Nôtre-Dame, la Torre Eiffel y el Arco del Triunfo.

  • ¡Muy honrado, monsieur!- admitió el agente.

  • Si me permiten – dijo el agregado cultural.

A continuación, tomó entre sus manos cada insignia y las prendió en el ojal de las chaquetas de los policías mediante un imperdible que tenían en su parte trasera. Después añadió:

  • También están invitados a pasar una semana en nuestra capital junto a sus familias con todos los gastos pagados. Sólo tendrán que decirme qué fechas eligen para conseguirles los billetes y reservarles un buen hotel, así como visitas guiadas a los principales monumentos de la ciudad.

  • ¡Es un honor para nosotros que aceptamos gustosos! - comentó Hontanares, mientras ofrecía su mano al agregado, quien se la estrechó con afabilidad.

  • Me adhiero al comisario – añadió Martínez.

  • Ahora que ha finalizado la investigación, ya podemos devolverle la espada - señaló Hontanares.

  • No es preciso, comisario. Le supongo informado de que es una copia más del original y ha cumplido perfectamente su misión de señuelo.

  • Cuando vaya a París, ¿dónde puedo ver la auténtica?

  • Pero... ¡si ya la ha visto! – comentó el agregado.

  • ¿Dónde?, ¿cuándo?

  • En la exposición.

  • ¿La auténtica?... ¿Está diciéndome que la verdadera espada de Roldán ha estado aquí siempre?

Ante la cara de incomprensión de ambos agentes, monsieur Martel respondió:

  • Desde el principio.

  • ¿Dónde?

  • En la vitrina identificada como espada de Du Guesclin.

  • ¿Ese arma tan cochambrosa es la genuina del legendario Roldán?

  • En efecto, comisario.

  • Pero... estaba a la vista, cualquiera podía haberla cogido.

  • Cualquiera que conociera su secreto. Por eso pusimos una copia más bruñida como señuelo.

  • ¡Muy ingenioso, desde luego! - admitió Hontanares.

  • Agradézcaselo a Allan Poe. Sacamos la estrategia de su cuento: “La Carta Robada”.

  • Se ve, pero no se ve.

  • En efecto, comisario.

  • ¡Chapeau, como dicen ustedes!

  • Au revoir, commisaire!

Los dos policías se despidieron del agregado cultural y regresaron al vehículo. Martínez condujo al comisario hasta su domicilio y, antes de separarse, le dijo:

  • Comuníqueme la fecha en que piensa ir a París para no coincidir allí. Ya le veo demasiado.

  • Descuide.

  • Transmita mis parabienes y mi más rendida admiración a la señorita Alphand.

  • De su parte – comentó Hontanares antes de entrar al portal.

Después, Martínez aceleró el vehículo hacia la Dirección General para entregar el Citröen Elysée. Al día siguiente volvería a su querido Departamento de Casos Archivados y a sus lecciones con la ingenua becaria Carol... ¡Oh, preciosa Carol, hecha de la materia de los sueños y los anhelos!

Por desgracia el coleccionista míster Ian Drinker se libró de la prisión, pues su abogado alegó que las grabaciones que le inculpaban habían sido obtenidas sin su permiso, por lo que se había invadido su intimidad, y la declaración de su guardaespaldas y las dos testigos podrían haberse obtenido bajo coacción (a pesar de las imágenes que presentó la policía en sentido contrario). Sensible a esa posibilidad, amparándose en la duda razonable, el juez encargado del caso anuló todas las pruebas contra él, exonerándole de toda responsabilidad en el asunto. En cuanto a Max, recibió la máxima pena recogida en el Código como asesino confeso de la pobre Reme.




FIN