<<EL NUEVO CHAFARDERO INDOMABLE
NÚMERO 178 ANNO VIII>>
PRIMERA PLANA
Popularmente conocida como “Silla Palpati”, cuya fotografía incluimos, parece que su verdadero nombre es “Sedia Stercoraria” o “Silla del Estiércol”. Utilizada en el Vaticano durante muchos años hasta su prohibición en 1552 durante el pontificado de Adriano VII, aunque existen imágenes de su uso en 1644 con Inocencio X como protagonista, su función era la siguiente: el Papa recién elegido se sentaba en ella sin ropa interior y un joven diácono o un cardenal se arrodillaba frente a él, metía una mano bajo el alba, la túnica blanca sacerdotal, y palpaba sus genitales para comprobar que era hombre y no mujer a fin de evitar una nueva Papisa Juana, la única mujer pontífice de la Historia, asesinada por la plebe tras quedarse embarazada. El “palpati”, el que palpa, tras comprobar la hombría papal, exclamaba la fórmula: “Duos habet et bene pendentes” (Tiene dos y cuelgan bien), que podía sustituirse por un sucinto: “Testículos habet” o simplemente “Habet!”.
Los responsables vaticanos siempre han tildado de leyenda esta ceremonia, aunque la citada silla puede contemplarse en los museos de san Pedro con el nombre ya señalado. En cualquier caso suponemos que el afortunado “palpati” debería cumplir algunas condiciones previas como tal vez ser familiar o conocido del pontífice o... tener las manos limpias y calientes.
También se afirma que los reyes británicos empleaban un asiento similar para que un sirviente les limpiase el ojete tras defecar gozosamente, aunque en este caso no hay constancia escrita o gráfica de la existencia de la silla.
¿QUÉ SUCEDIÓ EN ESTOS DÍAS?
- Sopa con gusanos en el menú de los trabajadores del Hospital de León.
- El cuadro "New York City 1" del pintor abstracto Piet Mondrian ha permanecido 75 años colgado al revés en el museo de arte contemporáneo de Düsseldorf. No entendemos cómo han podido confundirse.
- Traslados forzosos de sanitarios en Uber para cubrir las nuevas urgencias de la Comunidad de Madrid.
OLDIES
El desconocido, para mi, dúo Larkin Poe, formado por las hermanas Rebeca y Megan Lovell, nos presentan su tema "Strike Gold". Observen la curiosa forma de tocar la slide guitar.
https://www.youtube.com/watch?v=qPrIJQnoXTc
LITERALIA
LAS MUJERES
Desde que salimos del puerto de Iquitos, en el Perú, y avanzamos por el río Napo en la carabela “VIRGEN DE LA CARIDAD” bajo las órdenes de Francisco de Orellana, segundo de Pizarro, hemos encontrado inmensas nubes de mosquitos sanguinarios y enormes bancos de peces de sabor muy agradable que los nativos denominan caribes y nosotros, pirañas. Su voracidad es tan notable que Juan Facúndez perdió la mano derecha –y la jofaina-, mientras cogía agua del río para afeitarse. Algunas distracciones pueden resultar fatales. También nos hemos topado con varias tribus de indios pacíficos que nos han proporcionado frutas maduras y varios intérpretes para entendernos con otras tribus, dada la variedad lingüística que reina por estos parajes. Por el contrario, no hemos descubierto Eldorado ni otras ciudades maravillosas ni, por descontado, ninguna salida al mar. Los días se suceden monótonos, mientras navegamos vigilantes entre la tupida vegetación que, lujuriosa, invade ambas orillas.
Como encargado del timón, he podido seguir algunas conversaciones mantenidas entre la oficialidad. Recuerdo con especial agrado aquella ocasión en que el piloto Francisco de Osuna se aproximó al capitán y le informó de que, tras estudiar diferentes cartas marinas y efectuar complejas operaciones matemáticas propias de su oficio, podía asegurarle sin miedo a equivocarse que estábamos perdidos. Imperturbable, Don Francisco de Orellana respondió que “le parecía lógico, ya que las cartas marinas nunca han servido para la navegación fluvial”. Se odiaban fraternalmente desde que les enfrentó un asunto de faldas. Cabizbajo, el piloto volvió a sus cálculos y dejó de importunar a Su Excelencia. En otro momento, Calicán, uno de los traductores, le habló de la existencia, más allá del lejano horizonte, de un gran río que nadie había recorrido entero en el que vivían “las mujeres”. Al nombrarlas, tembló de miedo. El capitán decidió continuar con el mismo rumbo.
¡Ja, mujeres a mí! – exclamó Juan de Ibarra, calafate extremeño.
Entretanto, el licenciado Belarmino Dávila preguntó al indígena si había oído el nombre de Pantasilea. Presa de un pánico inexplicable, el pobre indio se lanzó al agua entre grandes alaridos; donde las pirañas lo recibieron con las fauces abiertas, por lo que sufrió muy poco.
A nuestra izquierda, dejamos un río de aguas tan oscuras que Su Excelencia, en un alarde de originalidad que le honra, bautizó como Río Negro. Tras enviar vigías a patrullar las riberas, decidió pasar la noche en aquellos contornos.
El nuevo día amaneció cálido y despejado. Aves ocultas inundaban el aire con sus trinos melodiosos. Algunas lagartijas enormes, que el licenciado Dávila denominó yacarés, abandonaron las orillas y se sumergieron en las aguas hasta que sólo resultaron visibles sus ojos redondeados. También escuchamos gritos y chillidos que asociamos con monos u otras bestias desconocidas; pero Bandán, otro intérprete, volvió a citar a “las mujeres”, a lo que respondimos con una carcajada general.
¡Ja, mujeres a nosotros!
Por un afluente lateral, surgieron cuatro o cinco canoas repletas de indios emplumados que cantaban, mientras bogaban. Cuando llegaron hasta la carabela, el cacique se dirigió a nuestro capitán con gran aparato de gestos. El traductor le comunicó que “eran umanas y que vivían en un poblado cercano llamado Conlapayara”. Añadió que “nos ofrecían su amistad y carne de cerdo recién curada”. Su Excelencia permitió subir a bordo a una pequeña comitiva para afianzar nuestros lazos y trocar sus viandas por baratijas toledanas. El jefe departía acaloradamente con el intérprete, que trasladaba su preocupación al capitán, cuando una flecha surgida de la espesura atravesó el pecho de Rafael de Lebrija, que cayó al suelo exánime. Bandán corrió a esconderse en la bodega, mientras gritaba: “¡Las mujeres, las mujeres!”. El cacique y su séquito saltaron a las embarcaciones y se alejaron a todo remo hacia la seguridad de sus chozas. En un momento, nos vimos rodeados de una docena de canoas ocupadas por mujeres semidesnudas y fuertemente armadas que disparaban sus arcos con mortífera precisión. El licenciado Berlarmino Dávila alertó a Su Excelencia sobre una singularidad común de nuestras atacantes: carecían de seno derecho como testimoniaba la terrible cicatriz que adornaba sus vigorosos cuerpos.
Igual que las amazonas del río Termodonte en Leucosiria – concluyó su explicación.
Impertérrito, nuestro capitán mandó virar la nave para refugiarnos en la orilla; pero allí nos recibieron con más flechas. Entretanto, algunas mujeres lograron subir a la carabela y apoderarse de numerosos marineros. Luego, desaparecieron tal y como habían llegado: de repente.
Su Excelencia bautizó el río en que nos encontrábamos como Amazonas y proseguimos el viaje, dando por desaparecidos a nuestros compañeros. El médico aprovechó la ocasión para curar a los innumerables heridos que nos habían causado “las mujeres”, mientras fray Ambrosio de Liébana consolaba a los desahuciados. Las siguientes jornadas transcurrieron muy tensas. Mientras seguíamos navegando despacio por el centro del cauce, Su Excelencia ordenó que dos grupos de soldados, con la pauta de disparar tres veces al menor incidente, reconocieran las riberas; aunque, según las mediciones de nuestro piloto, distasen once mil novecientas sesenta y dos varas entre sí.
Un atardecer especialmente caluroso escuchamos un arcabuzazo. El grupo del teniente Zamora nos hizo señas con una bandera blanca desde la orilla izquierda. Acerqué la carabela hasta ella y les recogimos junto a varios hombres prematuramente envejecidos que vestían igual que nosotros. ¿Alguna expedición perdida en el laberinto de la selva? Sin embargo, entre ellos reconocí a mi compadre Joselillo de Utrera. Por tanto, eran los compañeros que habían apresado “las mujeres”. ¿Cómo habían logrado escapar?, nos preguntamos toda la tripulación. Su Excelencia mandó dirigirnos hasta la otra orilla para coger al escuadrón que la reconocía. Luego, volvimos al centro del río y echamos el ancla. No nos moveríamos hasta saber qué había sucedido desde la desaparición de nuestros camaradas. El capitán nos congregó en el castillo de popa y esperamos con impaciencia el relato de nuestros colegas.
El alférez Álvaro Buendía, como autoridad superior de los evadidos, se puso en pie y tomó la palabra:
Antes de comenzar la narración de nuestras peripecias, quiero aclarar que las mujeres guerreras nos han tratado satisfactoriamente y que nunca hemos temido por nuestras vidas; aunque, si llegamos a permanecer más días entre ellas, no sé cómo hubiéramos acabado.
Algunos de sus acompañantes sonrieron cómplices tras sus frases. Pero... ¿cómo habían envejecido tan deprisa unos hombres que apenas rondaban los treinta años? ¿A qué misteriosos tormentos les habían sometido esas arpías? ¿Qué pretendían de ellos, si no era matarles o esclavizarles?
El oficial retomó la palabra y nos informó de que:
Con las manos atadas a la espalda y unidos por una soga enlazada a nuestros cuellos, atravesamos la selva hasta llegar a su poblado. Nos sorprendió no ver correr a ningún niño pequeño ni distinguir adolescentes o adultos. En un principio, pensamos que estarían cazando y, finalmente, que se trataba de caníbales especialmente aficionadas a la carne masculina; pero, aunque si les gustaba, no llegamos a sospechar sus auténticas preferencias. Nos encerraron en una gran choza y apostaron vigilancia permanente en su puerta. Tras ofrecernos toda clase de alimentos, zumos naturales e ingentes cantidades de agua dulce, nos dejaron solos. Bandán, que también había sido atrapado, nos sirvió de intérprete como cabía esperar. Por él, supimos que no eran antropófagas y que seríamos los protagonistas de una gran fiesta nocturna; por lo que nos aconsejó que comiéramos bastante, pues gastaríamos muchas energías. Calmamos el hambre con las viandas que nos habían suministrado; pues, aunque soldados, apreciamos la diversión. Pronto comenzamos a contar chistes verdes y chascarrillos sobre la hermosura y desnudez de “las mujeres” a pesar de su horrible mutilación. Juan Ibarra, aquí presente –el alférez señaló a un hombre consumido y pelicano que no recordaba en nada al fornido carpintero que todos habíamos conocido-, no cesaba de repetir: “¡Ja, todas las mujeres para nosotros!”, lamentará mientras viva tan inoportuna vena profética.
A media tarde, compareció ante nosotros la más bella entre ellas, que Bandán nos presentó como la reina Pantasilea y...
¿Visteis a Aquiles? – le interpeló el licenciado Belarmino Dávila.
Ni a su talón tampoco – le respondió, jocoso, Juanillo Bermúdez.
..., tras palparnos concienzudamente, señaló a José de Utrera. Bandán musitó un “¡No la defraudes por la cuenta que nos trae!”, antes de que tres mujeres fuertemente armadas le sacaran de la cabaña; a la vez que otra docena nos amenazaba con la punta de sus lanzas para frenar cualquier atisbo bélico por nuestra parte. A la soberana, le sucedieron otras mujeres en lo que resultó ser la selección de favoritos. Cuando nos dejaron nuevamente solos, y como no escuchamos gritos ni peticiones de auxilio de nuestros compañeros, nos tranquilizamos de nuevo. Hice un aparte con Bandán, que ha decidido volver a su tribu para contarles una experiencia tan insólita, y le interrogué sobre la ausencia de niños y hombres en la aldea. Me respondió que ahogaban a los recién nacidos y que los pocos adultos que sobrevivían trabajaban como esclavos en la recolección de alimentos y otras labores pesadas; pues se regían por un matriarcado estricto en el que los hombres eran considerados una especie inferior.
¿Qué se podía esperar de alguien que se corta una teta? Barbarie, barbarie y nada más que barbarie – interrumpió Juan Ibarra.
Tercera imaginaria – sentenció Su Excelencia.
Tras agradecerle sus informes –prosiguió el alférez-, comencé a sospechar la suerte que nos esperaba; pero no trasladé mis recelos a los hombres para evitar euforias prematuras.
¡Muy prudente, oficial! – comentó nuestro capitán.
Al llegar la noche, volvieron “las mujeres” y cada una se llevó a su elegido tras ponerle un cuchillo en el cuello. Ninguna escogió a Bandán, pues le consideraban algún tipo de animal. En resumidas cuentas, yacimos con ellas hasta el nuevo día sin parar un momento para recuperar fuerzas.
¡Cómo os habéis puesto, condenados! – exclamó Joseba de Hernani-. Llevamos meses sin oler una hembra.
Segunda imaginaria – sentenció Su Excelencia, que viajaba con su amante nativa.
Ajenas a nuestros ruegos y protestas, las mujeres parecían dominadas por un frenesí que no encontraba satisfacción definitiva. Incluso, algunas entraron a otras chozas para entregarse a otros hombres, pues los suyos ya estaban agotados.
Che passione! – intervino Gian Battista del Picciuolo, comerciante veneciano empeñado en abrir nuevas rutas para sus productos.
Cuando volvimos al exterior –insistió el oficial-, hartos y exhaustos, nos reunimos junto al fuego y nos miramos detenidamente: apenas nos reconocimos. En unas horas, parecíamos haber cumplido muchos años. El que llegó imberbe, terminó senil; tales habían sido los devastadores efectos de su furor desaforado. Reapareció la reina Pantasilea más hermosa que nunca junto a un demacrado José de Utrera. Tras exigir la presencia de Bandán para que realizara sus funciones –único motivo por el que le habían mantenido vivo-, le comunico que “nos devolvía la libertad y nos proporcionaría seguridad y alimentos hasta que nos reuniéramos con nuestros compañeros”. “Gracias a vuestra contribución”, prosiguió la soberana, “nuestra tribu tendrá una nueva descendencia y seguirá existiendo”. Las mujeres que nos acompañaban desaparecieron nada más avistar al teniente Zamora y su grupo. Aquí termina el relato.
Nos sumimos en un profundo silencio. Tras comprobar las secuelas que había provocado en nuestros amigos el trato con “las mujeres”, un miedo cerval se apoderó de todos nosotros. Tras pasear a todo lo largo del puente, Su Excelencia me ordenó:
- Timonel, sigue recto hasta el mar, esté donde esté, y reza, porque sólo encontremos hombres en nuestro camino. ¡Al menos, sabremos cómo defendernos!
CRÓNICA DE SOCIEDAD (urbi et orbi)
¿Qué es?
- El coro de la basílica de la Santísima Trinidad de Morella (Castellón) fue construido en el primer tercio del siglo XV sobre cuatro pilares anteriores. Obra del escultor morellano Antoni Sancho y el italiano Giuiseppe Belli, se asciende hasta él por una elegante escalera de caracol que rodea once columnas de diferente grosor.
- En la iglesia de la Santísima Trinidad de Marylebone puede contemplarse una estatua, obra del escultor Paul Fryer, que representa a Pateta o Príncipe de las Tinieblas.
- La catedral gótica de Colonia empezó a construirse el año 1248 para albergar los huesos de los Reyes Magos, custodiados en Milán hasta el saqueo de la ciudad por Federico Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, quien los entregó al arzobispo de la ciudad alemana Reinaldo de Dassel en 1154. Para contenerlos se encargó al orfebre Nicolás de Verdún la construcción de un relicario de madera recubierto con oro, plata, filigranas y mil piedras preciosas que terminó hacia 1225. Mide 200x110x153 cm y consta de tres sarcófagos, dos adosados entre sí y un tercero que descansa sobre las aristas superiores de ambos.
- La Inquisición gratificó la delación hasta extremos delirantes al perseguir la gastronomía de las religiones consideradas heréticas como el judaísmo y el Islam. Sirva de ejemplo el caso del plato judío llamado adafina, cuya preparación y/o consumo era suficiente para que el Santo Oficio incoase expediente por hereje a sus cocineros y comensales. Por fortuna, la Inquisición no pudo impedir que el humilde cocido permaneciese entre nosotros.
- El caracol de patas escamosas o volcánico vive en los respiraderos volcánicos más profundos del mar. Puede llegar a pesar medio kilogramo y es carnívoro. Su principal característica es que su caparazón está formado por tres capas: la más externa es de sulfuro de hierro, lo que le convierte en un caracol blindado; la intermedia es de perióstraco, un material orgánico común a otros moluscos, y la interior está compuesta de aragonito, un cristal de carbonato de calcio.
- Las Decretales de Gregorio IX o Decretales Smithfield es un manuscrito medieval elaborado en el sur de Francia entre 1300 y 1340. Incluye cartas papales, doctrinas y decretos eclesiales. Es famoso por la figura verde de grandes orejas ataviada con una saya que aparece en la página dedicada a Sansón y que recuerda a cierto personaje de una saga cinematográfica.
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