Dicen que estas fiestas -entrañables es el adjetivo oficial que las acompaña siempre- nos acercan a nuestros ausentes; algunos definitivos como mi padre, mi abuelo o Enriquito, que me llamaría el día de Navidad para preguntarme qué tal lo llevo y decirme que ha comprado, como todos los años, unos suculentos filetes de buey y que aquí, donde vivo y vivió, no sabemos comer carne. Luego pasaría a explicarme la diferencia entre choto y buey y el método perfecto para freírlo hasta su punto justo y sólo ese punto, porque sólo existe un punto justo como diría Cortázar, otro ausente.
Pertenezco a ese grupo de personas -al menos me tengo por tal- que odia estas fiestas por impuestas, por falsas, por mercantiles, por...que tal vez ya no soy un niño y han perdido toda su magia para mi. De hecho, hace mucho tiempo que sé quiénes son los Reyes Magos y Papa Noël me pilla demasiado lejos; aunque me hubiera gustado conocer a su reno Rudolph para preguntarle cómo enciende la nariz.
También están los ausentes geográficos con los que me une una amistad de muchos años (ante mi sorpresa, me siguen soportando); lo que demuestra, sin duda, su buen gusto. La lejanía y la ausencia son ambivalentes: pueden enfriar o fortalecer las relaciones, los afectos, el deseo de volver a verse; porque la necesidad continúa viva. En mi caso, he sido afortunado. Por tanto, para todos y todas, queridas amigas y amigos:
No hay comentarios:
Publicar un comentario