CANDIL LITERARIO Nº 21
CAPÍTULO XVIII
Ese día y el siguiente transcurrieron rutinarios, es
decir, Hontanares siguió leyendo la novela de Morgan Philbilly y
bebiendo Vichy Catalán, Régulo Carrasquilla siguió circulando con
su desprecio habitual por las normas de tráfico vigentes, Silvia
Alphand acudió a su trabajo y se desempeñó con eficiencia y
naturalidad y Martínez continuó vigilando el domicilio del
coleccionista y charlando con el portero del mismo hasta que el
miércoles por la tarde, alrededor de las cinco, mientras escuchaba
tranquilamente en un coche camuflado unos grandes éxitos de Tomás
de Antequera, vio salir del piso al guardaespaldas y subirse a un
taxi. Le siguió hasta la plaza de Santo Domingo, donde se apeó.
Martínez aparcó el vehículo y caminó tras a él a prudencial
distancia hasta que Max entró a un local de la calle Silva. Martínez
cruzó de acera y encendió un cigarrillo, mientras estudiaba la
zona; lo que le permitió descubrir dos cosas: una, el local se
llamaba “El Séptimo Cielo”, y dos, uno de los porteros era
conocido suyo. Cruzó la calle y su conocido, al verle, se hizo el
sueco como suele decirse; pero ya era tarde. Con un ligero movimiento
de cabeza, Martínez le indicó que le siguiese. Caminaron separados
unos pocos metros hasta una zapatería, donde se detuvieron y
hablaron, mientras fingían mirar el escaparate:
Narciso, ¿qué haces aquí? - preguntó el policía.
Trabajo aquí.
¿Lo sabe tu madre?
Ni lo sabe ni debe saberlo. Por favor te lo ruego, no
le digas nada, Martínez. Se moriría del disgusto....¡Ay , Dios
mío, qué desgracia más grande!... ¡Ay, Virgencita del Carmen, no
me delates!... ¡Ay, Santa Rita Bonita, protégeme de la tentación!
¡Calla y escucha!... Yo no te he visto y tú no me has
visto, pero necesito información sobre ese local. ¿Qué haces en
la puerta?
Soy uno de los porteros.
¿Es una discoteca, un bar de copas o de alterne...?
Eeeh..., un poco de todo.
Ha entrado un tipo al que estoy vigilando por algo que
no te importa, pero necesito saber lo que hace dentro.
¿Te refieres a “La vikinga”?
Que yo sepa se llama Max.
¿Era ese hombretón rubio y macizo que ha entrado hace
unos minutos? - le preguntó Narciso, mientras se relamía los
labios.
Ese mismo.
Es socio y cliente habitual.. Suele venir todos los
viernes e irse el domingo por la noche.
¿Cómo?... ¿Está dos días enteros ahí metido?
Eso he dicho.
¿Y qué hace?
Eeeh..., bueno...,
¡Narciso, no me calientes!... De momento, solo me
interesa conocer sus movimientos.
Me preocupa ese “de momento”.
Voy a entrar contigo y me vas a enseñar el ambiente.
Por supuesto no deben saber que soy policía, así que te inventas
algo para evitar las sospechas.
Creo que no es una buena idea.
¿Prefieres que haga una redada sin avisar?
Necesitarás alguna justificación.
¿Qué tal prostitución masculina y proxenetismo?
Bueno, pero prométeme por Santo Domingo Savio que no
comentarás nada de que lo veas y oigas con tu mujer. Ya sabes que
es amiga de mi madre.
¡Que sí, hombre, que sí!
Haremos lo siguiente: diré a Jimmy, el otro portero,
que eres un primo venido de provincias y que voy a enseñarte el
local.
Tú mismo.
Dicho y hecho. Cruzaron la entrada y avanzaron por un
pasillo estrecho y oscuro pintado de rojo pasión. Martínez se
sintió agredido. Luego descendieron por unas escaleras iluminadas
con lucecitas en los escalones hasta desembocar en una gran sala en
penumbra. Cuando Martínez se acostumbró a la escasa luz, distinguió
numerosas mesitas redondas vestidas con manteles blancos y una
lamparita de tulipa azul sobre ellos y dos sillas cada una, una
pequeña pista de baile central y redonda con una barra metálica en
medio que salía del techo y terminaba en el suelo. Tras ella, había
unas cortinas plateadas con estrellas doradas de cinco puntas. Una
barra atendida por cuatro camareros culturistas ataviados con
chalecos de cuero sin camisa y pajarita con lucecitas se extendía
tras las mesas. Le sorprendió que todos luciesen poblados bigotes.
Tras este conjunto, vislumbró una docena de sofás de cuero rojo
semicirculares con una mesa rectangular ante ellos y una lámpara
similar a las anteriores; aunque había más sombras que luces. Sobre
una tarima alargada que dominaba todo el escenario, descubrió unos
grandes ventanales negros que impedían ver lo que ocurría tras
ellos. Narciso y él se instalaron en una mesa a pie de pista. Se
acercó uno de los camareros y preguntó qué deseaban tomar como
cabía esperar. Martínez comprobó que llevaba zahones de cuero
negro. Martínez pidió un whisky doble y Narciso una manzanilla.
Cuando el mozo se retiró hacia la barra, el policía observó que
llevaba las nalgas al aire. De repente, numerosas lucecitas se
encendieron en el techo del local, varios focos iluminaron la pista
de baile y bajaron varias bolas llenas de espejitos que reflejaron y
dispersaron la luz. Los primeros acordes de “Bohemian Rhapsody”
comenzaron a escucharse, mientras se abrían las cortinas plateadas
y aparecía Marilyn Monroe, o alguien imitándola, con dos enormes
abanicos blancos de plumas de avestruz, que se puso a bailar al ritmo
de la melodía; mientras movía los pericones con picardía para
mostrar que estaba desnuda bajo ellos, pero sin enseñar ninguna
parte concreta de su cuerpo.
Este Chemita es genial.
¿Es un hombre?
¡Claro, cariño! - dijo Narciso.
No te pases, o te curro – le amenazó Martínez.
¡Qué bruto eres!
¡Y muy macho!... ¡Que te quede claro!
Bueno, bueno.
¿Que hay detrás de los cristales negros?
Son reservados a los que acceden los socios y sus
invitados.
¿Qué hacen allí?
De todo.
¿Puedes ser más explícito?
No quiero que me detengas.
Pues... hablaré con tu madre.
¡Traidor! -gritó Narciso-. Me diste tu palabra.
Pues... canta.
Puedes imaginártelo: drogas y sexo consentido.
¿Mi sospechoso también?
“La vikinga” es un asiduo. Como ya te dije, se pasa
todo el fin de semana aquí dentro.
¿También en los reservados?
Sólo en los reservados.
¿Cómo puedo acceder a ellos?
Con invitación de algún socio.
¿Puedes invitarme tú?
No, sólo soy un empleado.
¿Tenéis cámaras de vigilancia?
Claro.
Pero..., ¿funcionan?
Este es un negocio serio, Martínez.
Como las pompas fúnebres.... ¿Puedo verlas?
Solo el dueño tiene las llaves del cuarto donde se
graban las imágenes.
Vale. ¿Hay alguna pantalla dentro?
¡Claro!
Llévame allí.
¿Qué piensas hacer?
Entrar y ver imágenes de los reservados.
Si nos pillan, no lo contamos.
Sólo me interesa “La vikinga”. ¿Prefieres que
hable con tu madre?
¡Te odio, te odio y te odio!
Corta el rollo y vamos para allá.
Martínez se levantó, y, al girar la cabeza para ver
despedirse a Marilyn tras su actuación, distinguió a dos conocidas
sentadas en uno de los sofás semicirculares de cuero rojo.
Comprendió que el local era bisex. Siguió a Narciso hacia los
aseos, aunque doblaron a la izquierda antes de llegar a ellos. Se
detuvieron ante la única puerta que había en ese pasillo. Martínez
comprobó que había una cámara apagada colgada del techo. Preguntó
a su acompañante:
¿Por qué no funciona?
Se enciende automáticamente a las nueve en punto,
cuando empieza el jaleo. Hasta entonces no la creen necesaria. Las
parejas se enrollan en cualquier lugar, sobre todo si está oscuro o
apartado como esto.
Vigila, mientras abro la puerta.
Pero... ¡es un delito! No puedes entrar ahí sin
permiso.
¡Qué te den, Narciso!
¡Huy, qué cosas me dices!
Martínez y él pasaron a un cuarto pequeño en el que
había dos grabadoras digitales y una televisión plana sobre un
banco corrido. Dos sillas de madera completaban el conjunto. La
pantalla estaba dividida en cuatro zonas que correspondían a otras
tantas partes del local. Narciso le explicó que los reservados se
veían en la esquina superior derecha. Pulsó sobre ella y su imagen
ocupó todo el televisor, lo que permitió observar al policía a
varios individuos desnudos y semidesnudos esnifar una sustancia
blanca que supuso cocaína, y a otros, también ligeros de ropa,
abrazarse y acariciarse con gran interés como “La Vikinga”,
quien besaba en esos momentos a un joven moreno que, por su aspecto,
Martínez sospechó menor de edad. Otro hombre gordo y muy velludo
acariciaba las nalgas del joven rubio.
Ese es el dueño del local.
¿Cómo se llama?
Sebastián Carmona.
Ese nombre me suena – admitió Martínez.
Sale en televisión.
Creo que el moreno es menor. ¿Se prostituye o es
simple vicio?
Muchos son simples drogadictos que consiguen su dosis
de esa manera, pero unos pocos están enamorados de verdad.
¡Oh, qué romántico! -comentó Martínez-. Ya he
visto suficiente.
Volvieron a la sala principal. Ivonne y Aline se besaban
en un sofá de cuero semicircular, cuando Martínez abandonó el
local. Desde su coche, comunicó a Hontanares las novedades.
El día siguiente se reunió con el comisario en su
despacho. Cuando llegó Martínez, Hontanares se probaba el chaqué
frente un espejo de cuerpo entero ante la atenta mirada de Silvia
Alphand.
Estás muy elegante, Manuel – afirmó su compañera.
Un poco exagerado, ¿no cree? - inquirió Martínez.
Bueno..., ya le conoce.
Hontanares se colocó una perilla postiza y se alejó
unos pasos del cristal. Se miró de frente y de lado. Luego, se
acercó de nuevo al espejo.
Me veo perfecto – admitió el comisario.
Teniendo en cuenta su sentido del ridículo, ha tomado
peores decisiones – dijo su ayudante.
Yo también me alegro de verle – comentó Hontanares.
Cuando termine de admirarse, tenemos que hablar.
El comisario se desnudó tras el biombo, momento que
Silvia Alphand aprovechó para despedirse de ambos hombres tras
entregar al comisario una cajita plana en cuyo interior descubrió un
monóculo dorado.
¡Qué tengáis buen día!... Me marchó a cumplir con
el deber.
El comisario apareció vestido con un severo, pero
elegante, terno marrón caramelo que completaban una camisa gris
platino y una corbata azul maya. Se acomodó tras su mesa, mientras
Martinez se sentaba frente a él.
Cuénteme su aventura de ayer.
Estaba vigilando el domicilio del coleccionista, cuando
vi salir al guardaespaldas y subir a un taxi. Una corazonada me
instó a seguirle. Se apeó en Santo Domingo y entró a un local de
la cercana calle de Silva, donde le conocen como “La Vikinga”.
¡Nos ha salido bujarrón, comisario!
¿Bujaqué?
Lila, mariposón, alegre, gay... ¿Quiere que siga?
Lo he pillado.
El negocio pertenece a un tal Sebastián Carmona, que
sale en televisión según me dijo mi contacto.
Conoce usted a gente de todos los mundos – señaló
el comisario.
Coincidió que uno de los porteros era mi vecino y pude
chan... convencerle para que me mostrase el interior.
¿Y qué vio?
Una pista de baile donde danzan travestís, varias
mesas a su alrededor, una gran barra atendida por cuatro camareros
cachas con el culo al aire....,
¿Cómo ha dicho?
Pues eso, que usan zahones, esas prendas de cuero que
se ponen los jinetes sobre los pantalones; pero estos no llevaban .
¿Qué no llevaban?
Pantalones. Ya le dije que lucían el trasero. Quizá
fuese un reclamo o una invitación.
¿Una invitación a qué?
Preguntéselo a ella. Es usted un niño demasiado
grande para mi. Prosigo. También había varios sofás
semicirculares de cuero rojo en penumbra donde las parejas tomaban
algo y se esparcían.
Sana costumbre el esparcimiento.
Desde luego, comisario. Pero lo que más me interesó
fue una serie de reservados de cristales oscuros a los que sólo
pueden acceder los socios como... nuestro guardaespaldas.
¿Y qué hacen allí?
Para ser policía, tiene poca imaginación. ¿Qué cree
usted que hacen?
¿Ver partidos de fútbol, jugar al póquer, hacer
apuestas ilegales...?
Exacto.... ¡Drogarse y copular!
¿Cómo ha dicho?
Convencí a mi contacto para que me dejase ver las
imágenes que graban las cámaras instaladas en el local. Aunque fue
reticente en un principio, logré convencerle con mis habituales
dotes de persuasión.
Espero que sean dotes legales.
Labia y paciencia, comisario. Nada más. El caso es que
pude ver al guardaespaldas en plena faena con un joven que considero
menor de edad. Es decir, podríamos hacer una redada en el local y
cerrarlo por prostitución de menores y consumo de estupefacientes.
Las imágenes grabadas serán prueba suficiente.
¿Dónde visionó usted las cámaras?
En el cuarto donde tienen las grabadoras y las
pantallas.
¿Y cómo entró en él?
Por la puerta.
¡Muy gracioso!... Quiero decir: ¿cómo logró
abrirla?, ¿Igual que la vivienda del banco?
Pero... ¡no podía desaprovechar la oportunidad de
encontrar pruebas contra el guardaespaldas!
Pruebas que un juez desestimará al ser obtenidas
ilegalmente.
¡Quieto, parao!... Ilegal lo que hice yo, pero, si las
requisamos con una orden, no podrá desestimarlas.
Hontanares permaneció callado unos segundos. Después
dijo:
Estoy pensando en la conveniencia de detenerle o no. Si
lo apresamos, podría alertar al coleccionista y estropear nuestro
plan.
Pero... abusan de menores y se drogan, comisario.
Como supongo que ocurrirá en otros muchos locales de
la ciudad.
Que no nos interesan de momento.
Cierto, pero... quizá se quedase todo en una multa y
el cierre temporal del establecimiento y yo quiero al pez gordo.
Y yo, al asesino de mi Reme.
Haremos lo siguiente: nos dividiremos. Usted se
centrará en el guardaespaldas y yo seguiré con el coleccionista,
mientras dos agentes se reparten la vigilancia de este último y el
técnico de sonido permanece a la escucha en el piso franco.
¿Y quién hará de su conductor?
Odio lo que voy a decir, pero tendrá que ser el
taxista.
Usted manda, aunque creo que deberíamos trincarle
ahora y hacerle cantar.
Ya tendrá tiempo de ajustar cuentas, Martínez.
También vi a la Relaciones Públicas de la embajada.
Eso sí que es una sorpresa. ¿Qué hacía allí?
Besar y abrazar a otra mujer muy parecida a ella que
también vi por la delegación.
¡Una tarde completa la suya! - afirmó Hontanares.
Más intensa de lo previsto.
Tras una nueva visita de Martínez al domicilio del
taxista, Régulo pasó a recoger el Volkswagen Passat al garaje
policial y a Hontanares en la puerta de la Dirección General por
este orden; aunque, al ver intentar subir al vehículo a un individuo
muy atildado con medallas y perilla que no conocía, se produjo la
siguiente escena:
Oiga usted, no puede subir. Estoy esperando a un
comisario – gritó Régulo Carrasquilla.
Soy yo, señor Taleguilla.
¿Usted?... Sigue tan majara como siempre. Martínez no
me dijo nada de que vendría disfrazado.
Pues ya lo sabe. Desde este momento, y hasta nueva
orden, para usted soy el “señor vizconde” y así debe llamarme
en todo momento para no destapar la investigación. P
¿Vizconde?... ¡Anda que no vuela usted alto ni ná!
Arranque de una vez. Tengo una cita dentro de media
hora.
¿Adónde vamos?
A la calle de la Constancia nº 22. ¿No lo recuerda?
No he estado en ese lugar nunca en mi vida.
Pues ha hecho vigilancia más de una vez.
¡Ah, ya caigo!
Tendrá que esperarme para llevarme a mi domicilio.
¿Tardará mucho?
Depende de lo que se alargue la partida.
¿Partida?... ¿Tiene que vestirse como un mamarracho
para jugar a las cartas?
Primero: estoy representando un papel en el curso de
una investigación para detener a un peligroso delincuente; segundo,
no tengo que darle explicaciones; tercero, usted se ha ofrecido a
colaborar con la policía a cambio de cierta compensación
económica; cuarto, eso implica ponerse bajo mis órdenes y
necesidades; quinto, mientras dure la investigación, usted se
llama Faustino.
¿Y qué hago mientras usted se divierte?
No me divierto, trabajo. ¿Acaso pretende que me
presente en casa del sospechoso y le diga: “¡Hola!, ¿cómo está
usted? Soy el comisario Hontanares y vengo a detenerle”.
Desde luego que no, pero siempre habrá un término
medio en el que usted no haga el ridículo.
Arranque de una vez y lléveme a mi destino sin
provocar ningún accidente.
A sus órdenes.
Y recuerde que nadie debe conocer mi verdadera
identidad.
Sin más discusiones, llegaron a su destino. Régulo se
apeó del vehículo y corrió para abrir la portezuela derecha
trasera para que el comisario-vizconde saliera del auto y se
dirigiera hacia el portal del número 22. Se presentó ante Teodoro,
el portero, quien le miró de arriba a abajo, y, luego, le indicó el
piso del coleccionista; aunque Hontanares ya lo sabía, pero... debía
fingir. En el ascensor pulsó el gemelo derecho, y dijo.
Padilla, ¿está ahí? ¿me recibe bien?.
El comisario solo escuchó música a todo volumen por
el pinganillo que llevaba dentro de su oído izquierdo -pues Padilla
le había convencido de la conveniencia de su empleo para poder
comunicarse entre ellos en caso de necesidad-. Insistió en su
pregunta:
- ¿Me recibe usted?
¡Dabuti, colega! -respondió Padilla-. ¡Qué bien
suenan los Clash en este equipo!
Céntrese en su cometido. Me dispongo a entrar al
domicilio del sospechoso. Manténgase a la escucha.
Señor, sí, señor – comentó el Teleco.
Hontanares pulsó el timbre. Le abrió el coleccionista,
embutido en un cómodo traje verde de tweed que completaba con una
camisa color hueso y un pañuelo de seda estampado, al que reconoció
por la descripción que le había hecho Martínez.
¡Bienvenido a mi humilde morada, señor vizconde! La
señorita Alphand me ha dado las mejores referencias de usted.
Una mujer admirable, sin duda – afirmó el aludido.
Esperaba que viniese con usted para presentarnos.
Telefoneó a mi residencia para disculparse por un
imprevisto que la impediría acompañarme.
¡Una lástima!... Conozco pocas mujeres tan
interesantes como ella. Pero pase y le presento a nuestros
compañeros de partida.
Le sigo.
Avanzaron por un pasillo decorado con cuadros
impresionistas y puntillistas hasta desembocar en un amplio salón en
el que esperaban tres hombres maduros entre cincuenta y sesenta años,
según los cálculos del comisario-vizconde, que bebían whisky en
vasos de cristal tallado y dirigieron sus miradas hacia ellos. El
coleccionista señaló al que estaba a su derecha y dijo:
Estimado vizconde, le presento a Jacinto Valcárcel,
directivo de una multinacional.
¡Encantado! - dijo Hontanares, mientras se ajustaba el
monóculo y estrechaban las manos.
Después, el coleccionista nombró al hombre situado
frente a él:
Santiago Rocamora, ingeniero industrial y alto
ejecutivo del automóvil.
¡Encantado!
Y..., a mi izquierda, Pablo Villadiego, consejero
delegado de una eléctrica.
¡Encantado!
¿Quiere beber algo? - inquirió el coleccionista.
Hontanares estuvo a punto de responder “Vichy
Catalán”, pero se contuvo por miedo a delatarse y respondió:
Un poco de vino, por favor.
¿Rueda, Rioja, Somontano, Cariñena, Bierzo, Méntrida,
Valdepeñas, Penedés, Toro, Ribeira Sacra, Valdeorras, Madrid,
Burdeos, Borgoña, Chianti...?
Veo que está usted bien surtido – comentó
Hontanares.
Yo quiero un cubata, colega – escuchó decir al
Teleco por el pinganillo.
En realidad, no tengo tantos en casa, pero hay una
bodega cercana donde puedo conseguirlos – aclaró el
coleccionista.
Últimamente disfruto mucho con Emilio Moro.
¡Buena elección!... ¿Quiere picar algo? - ofreció
el coleccionista, señalando varias bandejas con canapés fríos y
calientes, salmón ahumado con alcaparras, caviar, gambas y ostras.
El coleccionista descorchó una botella con la etiqueta
“Emilio Moro 2016” y llenó una copa que ofreció a Hontanares,
quien saboreaba un canapé de caviar y mantequilla.
Guárdame algo, comisario – dijo el Teleco por el
auricular.
La señorita Alphand me dijo que posee usted extensos
latifundios y bienes raíces.
Extensos, extensos... No diría tanto.
Aquí jugamos sin límite – intervino Villadiego, el
consejero delegado.
Hontanares comenzó a sudar y preguntarse si sería
suficiente su curso online de póquer para salir del apuro sin
arruinar al Cuerpo de Policía.
¿Nos sentamos a la mesa? Hoy tengo un poco de prisa –
señaló el ingeniero Rocamora.
¿Tienes algún lío? - bromeó el directivo Valcárcel.
No, es que llega una sobrina mía a Barajas a las doce
y debo recogerla.
¿Ahora se llaman sobrinas?
¡Vale, me has pillado!... Voy a casa de mi secretaria.
¿Y tu mujer?
Bien, gracias.
Aburrido de esperar en el coche, Régulo cruzó a la
otra acera, entró al bar donde jugó la partida de dominó y pidió
una ración de oreja y un chato de vino. En una mesa descubrió
fumando a Leandro, el parao al que subcontrató la vigilancia del
coleccionista ante la indignación de Martínez.
¿Puedo sentarme? - dijo el taxista.
Colega, yo te conozco – comentó Leandro.
¡Claro!.... Soy Régulo. Nos conocimos vigilando el
portal de enfrente.
¡Dabuti, tío!... ¿Puedo pinchar? No he cenado
todavía.
Está bien.
¿Qué haces por aquí a estas horas?
Estoy en una misión secreta de la que no puedo
hablarte.
¡Jo, qué suerte, tío!
No te creas, es un oficio muy ingrato. Trabajas sin
horario fijo por un sueldo de hambre.
Pero duermes en tu cama y tal vez acompañado.
En eso tienes razón. Mi Rita es muy cariñosa. Y tú,
¿dónde te empiltras?
Llevo días sobando en una furgoneta abandonada. Mi
parienta no me quiere en casa.
¿Tu parienta?... La última vez que hablamos dijiste
que estabas soltero y sin compromiso.
¿Ah, sí, tío?... ¡Joder, qué bueno es este
costo!... Ya estoy alucinando.
Régulo pidió otro chato de vino, mientras se levantaba
de la mesa que compartía con Leandro, y se acercó a otra donde
cuatro parroquianos jugaban al mus. Siguió la partida unos minutos
hasta que el dueño anunció que comenzaba el fútbol. Entonces, el
taxista se acomodó en una silla frente al televisor dispuesto a ver
el enésimo partido del siglo entre Madrid y Barcelona.
En esos instantes, Martínez conducía el Citröen
Elysée Cuesta de San Vicente abajo tras un taxi en el que viajaban
el guardaespaldas, Ivonne y Aline. Los había visto salir de “El
Séptimo Cielo” muy alegres y agarrados por la cintura, mientras
vigilaba el local. Muy sorprendido, pues ignoraba que se conocieran,
los vio parar el taxi, instalarse en su interior y avanzar Gran Vía
abajo. Consciente de que no podía contactar con Hontanares, al que
imaginaba sudando la gota gorda con las cartas en la mano, decidió
seguirles para descubrir su destino. Cruzaron el río y siguieron por
la Ribera del Manzanares hasta una antigua colonia de tranviarios
conocida como “Los hoteles”. Se apearon frente a una casita de
una sola planta con jardín delantero en la calle de la Península a
escasos metros del cauce del aprendiz de río. Martínez aparcó el
coche enfrente y apagó el motor. Conocía la zona bastante bien,
pues unos tíos suyos habían vivido por allí y había pasado con
ellos algunas tardes-noches de verano en el merendero que había por
entonces; donde los vecinos jugaban al dominó, las cartas y la rana
y cenaban tortilla de patata y filetes empanados regados con un
porrón de vino con casera muy frío. Fueron tiempos más inocentes
que los actuales, donde todo era placer y diversión. Encendió un
cigarrillo. Luego cruzó la calle y se acercó al hotelito, protegido
por un muro blanco de un metro y medio de altura. Pegó la oreja a la
puerta metálica enrejada que dividía en dos tramos la tapia. No
escuchó pasos o algún otro ruido, por lo que concluyó que no había
ningún perro detrás. Se impulsó con las dos manos sobre el murete
y saltó al interior. Permaneció unos instantes agachado y en
silencio. Nadie salió del interior. Una ventana estaba encendida.
Miró a través del cristal y observó una salita amueblada con un
sofá marrón de tres cuerpos, chimenea francesa apagada, una butaca
del mismo color que el sillón, una mesa baja con un cenicero y
varias revistas y una lámpara de pie en forma de genio saliendo de
la base. Ivonne y Aline se besaban y acariciaban sentadas en el sofá.
El guardaespaldas apareció de repente con tres vasos de un líquido
que supuso whisky por su color. Luego se sentó junto a Aline y
comenzó a besuquearle el cuello, mientras recorría su espalda con
las manos. La joven se volvió hacia él y le ofreció su boca.
Martínez estaba muy sorprendido. Se debatía entre colarse en la
casa y unirse al trío para disfrutar por fin el hermoso cuerpo de
Ivonne, o mantener la vigilancia como hasta entonces. De repente,
sonó su teléfono, pues había olvidado ponerlo en silencio. Era su
mujer.
¿Qué quieres? - inquirió en voz baja.
¿Vas a venir a cenar o te la dejo dentro del
microondas?
Estoy trabajando.
¡A mi con esos humos no me hables!
Ahora no puedo seguir.
Entonces, ¿no vienes a cenar?
No.
¿Y a dormir?
No lo sé.
Te extraño mucho.
Ya sé yo lo que añoras. ¡Adiós!
Terminó la comunicación y volvió a mirar por la
ventana, en el preciso momento en que el guardaespaldas se dirigía
hacia ella para abrirla. Por lo visto tenían calor, aunque la
chimenea estaba apagada y corría una ligera brisa que enfriaba el
ambiente. Gracias a esta maniobra, Martínez pudo escuchar lo que
hablaban.
Sois preciosas y muy parecidas – dijo el
guardaespaldas.
Somos hijas del mismo padre, pero distinta madre –
señaló Ivonne.
Tienes una casa muy bonita – dijo Aline, mientras le
abrazaba.
Es alquilada.
Y muy tranquila -añadió Ivonne-. ¿Traes aquí a tus
conquistas?
Alguna vez.
Como te hemos visto siempre en el “Séptimo Cielo”,
creíamos que sólo te gustaban los jovencitos – afirmó su amiga.
Le doy a la carne y al pescado. No hay que
desaprovechar oportunidades – añadió el guardaespaldas sin dejar
de acariciarla.
Con el cuerpo que te gastas, no tendrás problemas para
encontrar compañía.
No me quejo.
Tenemos que proponerte un negocio – dijo Ivonne.
¿Vosotras?
Abandonamos el país en unos días y nos hemos enterado
de que trabajas para un coleccionista de arte – prosiguió la
joven.
¿Habéis preguntado en el local? - interrogó el
guardaespaldas, mientras le quitaba la blusa a Aline.
Nos gustan los hombres hermosos como tú de vez en
cuando – respondió ella-, pero no buscábamos ninguna información
personal.
Tendré que castigaros por invadir mi intimidad.
Martínez se palpó el revólver que llevaba junto a la
axila izquierda, mientras seguía escuchando.
Necesitamos deshacernos de cierto objeto que podría
interesar a tu jefe.
¿De qué se trata?
De una espada antigua – respondió Ivonne.
¿Cómo la habéis conseguido?
En realidad es una réplica - respondió Aline.
¡Un momento! -dijo el guardaespaldas-. ¿No habrá
estado expuesta en el Museo Arqueológico?
Sí, pero la nuestra es una copia que el embajador nos
regaló como a los demás empleados de la delegación – explicó
Aline.´
¿Cómo?... Pero... si la habían robado – comentó
el guardaespaldas.
Era otra copia – señaló Ivonne.
¡Ya lo sé! - exclamó el guardaespaldas.
Al poner en circulación varias copias de la espada de
Roldán, Martínez comprendió que había en marcha una maniobra de
despiste.
¿Cómo puedes saberlo? No estaba informada ni la
policía – preguntó Ivonne.
Porque..., no puedo responderte – remató Max.
Hacer muchas copias fue una idea genial - señaló
Aline.
Y retorcida – añadió su hermanastra.
Entonces, las dos mujeres se abalanzaron sobre Max y
besaron y acariciaron con mortífera precisión.
¡No sigáis!... ¡No aguanto más!... ¡Por favor!
Pararemos, cuando nos respondas.
¡Está bien!... Mi jefe, un coleccionista de arte como
habéis dicho, encargo el robo a un ladrón que le entregó la
espada el día siguiente de su desaparición.
Pero... ¿cómo?... ¿quién?
Trabajaba de camarera en la cafetería del museo y ya
sabéis, o deberías saber, que se produjo un apagón, momento que
ella aprovechó para anular la alarma y sustraer el arma.
¡Qué teatral! - comentó Aline.
Mi jefe encargó un estudio sobre la autenticidad de la
espada que demostró su falsedad. Se sintió estafado por la
ladrona, aunque ella desconocía el fraude según me confesó en su
domicilio, y me ordenó recuperar el dinero que había pagado, que
encontré en su casa, y deshacerme de ella.
¿Has matado a una mujer? -gritó Ivonne-. ¿Qué clase
de monstruo eres?
Sólo un buen empleado.
Será mejor que nos vayamos -intervino Aline-.
Cogeremos un taxi.
Habla con tu jefe sobre nuestro negocio. El próximo
viernes nos das la respuesta en el local.
¿Cuánto pedís?
Diez mil euros.
¿Por una copia?
Por un arma legendaria.
No creo. Ya os he comentado su reacción al descubrir
que la otra era una copia. Él sólo quiere originales.
¿No es mejor una buena copia que nada? – comentó
Aline.
De acuerdo, hablaré con él. Ahora...,¿queréis pasar
al dormitorio como habíamos quedado?
Martínez los vio levantarse y salir de la estancia.
Luego avanzó por la fachada hasta otra parte del hotelito que
correspondía a una alcoba, donde las dos jóvenes y el
guardaespaldas volvieron a
besarse; mientras se desnudaban entre ellos. Después,
cayeron sobre la cama. Allí no tenía ya nada que hacer. Martínez
volvió a saltar la tapia. Cruzó la calle. Entró al vehículo y
encendió otro cigarrillo. Habían pasado dos horas y media que le
habían parecido un instante; aunque había confirmado que el
guardaespaldas había matado a su querida Reme, ladrona pero víctima
inocente de un ardid, y que Ivonne era una viciosa de campeonato,
algo que le hizo desearla más.
Permaneció dentro del vehículo, fumando y pensando el
siguiente paso. Sobre la medianoche, regresó al chalet y volvió a
saltar el muro. Forzó la puerta principal con una ganzúa y avanzó
por la vivienda, alumbrándose con la luz del flash de su teléfono.
En el dormitorio reposaban los tres cuerpos tras el amor. Ambas
mujeres eran realmente parecidas y... ¡muy excitantes!. En un cajón
de la mesilla encontró fotografías del guardaespaldas con numerosos
adolescentes, entre ellos el joven moreno que vio en “El Séptimo
Cielo”. Estuvo tentado de despertarle y detenerle allí mismo por
estupro, pero pensó que podía perjudicar la investigación; así
que se guardó las fotos en un bolsillo de la chaqueta y, luego, le
golpeó en la cabeza varias veces con una cachiporra. Después
abandonó la vivienda.
Arrancó el vehículo, maniobró marcha atrás y condujo
por calles silenciosas hasta su domicilio, donde encontró un plato
con pimientos asados en el microondas y un poco de queso sobre la
mesa. Inapetente, apuró un vaso de vino, se desnudó y se acostó
junto a su mujer, quien, entre sueños, o eso creyó él, dijo:
- Me apetecen churros.
Entretanto, Hontanares perdía ya unos dos mil euros.
Con una escalera de color en sus manos, jugada que debía desconocer
o parecerle poco importante, decidió enfriar la partida.
Espero, míster Drinker, que me muestre su colección
en algún momento.
Será un honor, vizconde, pero en casa sólo guardo
pequeñas piezas. Las grandes están almacenadas en un trastero.
¿Ustedes... vosotros también sois coleccionistas?
Sí..., de mujeres – respondió Jacinto Valcárcel,
el directivo.
Y yo... de deportivos: tres Ferraris y dos Lamborghinis
– añadió Santiago Rocamora, el ingeniero.
Lo mío son los soldaditos de plomo -afirmó Pablo
Villadiego, el consejero delegado-. Ahora mismo tengo montada la
batalla de Waterloo en una habitación de mi casa.
¿Con Napoleón y todo? - inquirió Hontanares.
Y el duque de Wellington y... 77500 soldados franceses
con sus 246 cañones más los 122.200 hombres con sus 156 cañones
de los aliados británicos y prusianos.
¿Cuánto mide la habitación? - preguntó un
impresionado Hontanares.
Ehh... nunca la he calculado, pero es una afición
apasionante.
Por cierto, ¿habéis visitado la exposición de armas
del Museo Arqueológico? Había piezas muy interesantes para un
coleccionista – señalo el comisario-vizconde.
No he podido por el trabajo – respondió Jacinto
Valcárcel.
Ni yo – admitió Santiago Rocamora.
Yo tampoco. Las estrategias requieren todo mi tiempo
libre – reconoció Pablo Villadiego.
¿Y usted, míster Drinker? - insistió Hontanares.
Pensaba acudir, pero surgieron unos asuntos urgentes
que debí atender en mi país.
Yo sí estuve -comentó el vizconde-. La espada de
Roldan era magnífica, una pieza digna de cualquier colección que
se precie. ¡Una lástima que no la vendan!
Tengo entendido que la robaron – intervino Santiago
Rocamora.
Sí, pero la policía logró recuperarla – añadió
Hontanares.
¿Cómo lo sabe, vizconde? Creo que la prensa no
publicó nada sobre el asunto 2- señaló míster Drinker.
Eeeh... Debí escucharlo en algún lugar, aunque ahora
no recuerdo.
Never mind the bollocks – gritó Padilla por el
pinganillo.
En cualquier caso la exposición se reabrió días
después del atraco con una copia de la espada sustraída tan buena
que nadie notó la diferencia – prosiguió Hontanares.
Insisto, señor vizconde, ¿cómo conoce este detalle?
- preguntó el anfitrión.
Eeh... Creo recordar que pusieron un cartel informando
de este hecho en el que se disculpaban por exponer una réplica y lo
justificaban como la única manera de mantener abierta la muestra
para satisfacer la gran expectación producida.
El coleccionista apuró su whisky de un trago, se
levantó y volvió a llenar el vaso. Después, volvió a sentarse y
dijo:
¿Seguimos jugando?
Voy con cien – afirmó Jacinto Valcárcel.
Y cien más – dijo Pablo Villadiego.
Tendrán que ser trescientos – señaló el
coleccionista.
Yo quiero tres cartas – intervino el vizconde.
Durante las apuestas no se pueden cambiar las cartas –
comentó un sorprendido Santiago Rocamora.
¡Perdón!... Estaba distraído.
¿Iguala la apuesta o se retira? - inquirió el
coleccionista.
Eeeeh... Creo que no voy – dijo Hontanares, dejando
sus cartas sobre la mesa.
Escalera de color – señaló Rocamora, mostrando sus
naipes a los demás.
Eeeh... Yo tenía... - comenzó a decir Hontanares,
pero se contuvo para no descubrir a los demás su desconocimiento
del juego.
Full de reyes sietes – afirmó Villadiego.
Póquer de cincos – presentó Valcárcel.
Póquer de damas – remató el coleccionista, mientras
recogía las apuestas.
No puedo creer que un coleccionista tan reconocido como
usted haya dejado pasar la oportunidad de hacerse con una pieza como
la espada de Roldán – señaló Hontanares.
Como ya dije, me surgieron asuntos más importantes.
Además supongo que las autoridades del país propietario no
venderían fácilmente un símbolo nacional como ese arma.
Ya sabes, Ian, todo es negociable.
Cierto, pero... no creo que compense pagar un precio
demasiado alto por un objeto tan... peculiar. Los gastos se disparan
si tenemos en cuenta los sistemas de seguridad que deberíamos
instalar para evitar que nos lo robasen – afirmó el
coleccionista.
Ese es otro sistema para conseguirlo – comentó el
comisario-vizconde.
¿Cuál?... ¿Robarlo? - se interesó Rocamora.
No sería la primera vez que un coleccionista privado
contrata a un ladrón o mata para hacerse con un objeto que no puede
conseguir de otra manera - añadió Hontanares.
¿Usted lo haría? - se interesó Villadiego.
Aún tengo escrúpulos -respondió el comisario-.
Además, mis posibilidades económicas son demasiado modestas como
para aspirar a piezas tan notables.
Que se quema, fuego, que se quema – escuchó decir a
Padilla por el pinganillo.
¿Tu robarías para conseguir un objeto único, Ian? -
le preguntó Rocamora.
El aludido volvió a vaciar su vaso de un trago,
levantarse y servirse nuevas dosis de whisky. Luego, recuperado su
lugar en la mesa, dijo:
Régulo gritaba enfervorecido ante el repaso que los
madridistas estaban dando a los culés, ajeno a cuanto le rodeaba. En
el segundo piso del edificio de enfrente, el vizconde de Martino ganó
varias manos seguidas, con lo que recuperó su maltrecha economía, y
logró una invitación de su anfitrión para ver las grandes piezas
de su colección; pero no volvieron a hablar de la espada. Sin
embargo, al abandonar el piso sobre la medianoche, la cámara de su
gemelo izquierdo grabó algo que no él no vio.
Cuando el comisario volvió a la calle, Régulo no
estaba cerca o dentro del vehículo; pero sus gritos, cantando un
nuevo gol, le dirigieron hacia el bar de enfrente; donde el taxista,
con una copa en la mano, cantaba y bailaba feliz por el gran juego
del equipo de sus amores.
Como otras mañanas, Martínez llegó al despacho de
Hontanares. El comisario estaba tumbado en su diván, mirando al
techo.
Buenos días, comisario, ¿pensando cómo llegar a fin
de mes como muchos compatriotas?
¿Cómo dice?... Por fortuna, Silvia y yo no pasamos
apuros económicos.
Con el sueldazo que se gasta, ¡no me extraña! -
comentó Martínez.
El correspondiente a mi cargo y antigüedad.
Me gustaría saber quién y cómo decide los salarios
de la gente; porque, desde luego, no se basan en sus méritos y
capacidades.
Creo que están relacionados con los estudios y títulos
académicos de cada uno.
Claro, por eso este es el país del enchufe y el
amiguismo.
Ese es otro tema que usted y yo no podemos solucionar.
Con esas costumbres nunca seremos un país serio y
moderno. Seguimos con la picaresca como en el siglo XVI.
Se ha levantado usted encantador.
Es que... lee uno la prensa y se enciende... No hay más
que violencia, miseria, abusos, clasismo, desprecios...
Lea la prensa deportiva. Es una ficción que entusiasma
a la gente.
¡Lo que usted diga!
Lo que digo es que han surgido novedades en la
investigación que debemos comentar.
¿Qué tal la partida?
¡Horrible!... Nunca imaginé que el póquer fuera tan
complicado.
¿Ganó o perdió?
Perdí unos ochocientos euros, pero llegué a perder
bastantes más. ¿Usted sabía que una escalera de color era una
buena jugada?
¡Pues claro!
Yo no. El tutorial que seguí no citaba escaleras,
escalones o escalinatas.
¡Magnífico!
Creo que nunca he sudado tanto en mi vida.
¿Qué ha averiguado?
Que nuestro sospechoso bebía con más frecuencia e
intensidad, cuando se hablaba de la espada, de robar o de matar. Es
evidente que sabe algo.
Como suponíamos.
He quedado con él para que me enseñe la colección
que guarda en un trastero de la ciudad. ¿Y usted qué me cuenta?
El guardaespaldas, la Relaciones Públicas y otra
empleada de la embajada, que resultó ser su hermanastra, subieron a
un taxi a la puerta del local gay que los llevó hasta un hotelito
en la ribera del Manzanares que había alquilado él. Iban
dispuestos a pasarlo bien juntos.
¿Puede ser más explícito?
¿Más?... ¿Para qué quiere la imaginación?
Hay demasiadas posibilidades en la expresión “pasarlo
bien”
¿Ah, sí?... Para mi sólo hay una.
Continúe.
Se instalaron en el salón y, gracias a que el
guardaespaldas abrió la ventana para refrescar la habitación, pude
escucharle admitir que su jefe contrató a Reme para robar la espada
y que le ordenó matarla cuando descubrió que era falsa.
Por supuesto, no lo grabó.
No podía suponer que cantaría.
¿Y por qué lo admitió ante unas desconocidas?
No tanto. Se conocen del local. Ellas le han ofrecido
comprar una copia de la espada, porque, según dijeron, se marchan a
otro destino diplomático. Amenizaron su conversación con besos y
caricias hasta que pasaron al dormitorio, donde remataron la faena.
¿Y cómo tenían esa copia?
Dijeron que el embajador había regalado una a cada
empleado de la delegación.
¿También les gustan los toros?
A veces me desespera usted, comisario. ¿Qué toros ni
que niño muerto?... Se acostaron juntos.
¡Ah!... Una escena perturbadora.
¡Son tan hermosas! - comentó Martínez entre
suspiros.
Seguimos sin pruebas físicas o una declaración que
incriminen al coleccionista y a su guardaespaldas.
Encontré numerosas fotografías de este último
manteniendo relaciones sexuales con menores. Podemos detenerle por
ese lado y luego apretarle las clavijas.
Proceda.
Cuando Martínez se disponía a salir hacia el domicilio
del coleccionista, sonó el teléfono del despacho de Hontanares.
“Intensities in 10 cities” a todo volumen sonó por
el auricular del teléfono, lo que obligó al comisario a apartarlo
de su oído.
Aquí el Teleco.
Hontanares al aparato.
Creo que debería bajar a ver algo que grabó ayer con
su cámara del gemelo.
¿Cómo dice?... No le oigo con ese ruido.
¡Yeeaaah! - gritó el Teleco.
Este hombre está loco – señaló Hontanares, mientra
pasaba el teléfono a su ayudante.
¿Qué pasa, Padilla?
Colega, ¿cómo lo llevas?
Tío, ¿qué ese ruido?
Ted Nugent a tope – respondió el Teleco.
¿Tienes algo para nosotros?
Creo que sí. Bajad a verlo.
¡Hasta ahora!
Martínez colgó. Luego dijo al comisario.
Descendieron en el ascensor hasta el despacho del
Teleco, al que encontraron sentado en su pupitre de trabajo
manipulando la emisora de un coche patrulla, mientras Led Zeppelin
sonaba en la estancia.
Se levantó, pausó la música, y se dirigió hacia un
ordenador portátil al que conectó el gemelo mediante un puerto USB,
cuya existencia desconocían ambos policías. El Teleco seleccionó
un archivo, pinchó sobre él con el cursor del ratón y los tres
pudieron ver el interior de la vivienda del coleccionista, su cara y
las de los otros tres jugadores habituales. El Teleco les explicó
que la grabación de la partida duraba dos horas y que no había nada
reseñable en ese tiempo -aparte de un tipo con perilla que jugaba
fatal al póquer-, por lo que avanzó el vídeo hasta que el
comisario se despedía de su anfitrión. Por accidente, pues
Hontanares admitió no recordar ese detalle, había filmado una
pequeña fotografía en la que aparecía el coleccionista blandiendo
la espada robada en una estancia de cristales oscuros.
Es “El Séptimo Cielo” - exclamó Martínez.
Fue una suerte que Martínez me describiese a los
sospechosos para que, al verla, comprendiese la importancia de la
foto – afirmó con coherencia el Teleco.
Pero, ¿por qué tenía en su domicilio una imagen que
podía incriminarle? No tiene sentido – comentó Hontanares-
Quizá porque nunca imaginó que la policía estuviese
compartiendo una partida de cartas con él - respondió Martínez.
¡Puede ser!... ¡Muchas gracias, señor Padilla! - se
despidió Hontanares.
Ahora ya tenemos una prueba que los relaciona. ¡Por
fin algo sólido! - insistió Martínez.
¿Está seguro de que se trata del local que frecuenta
el guardaespaldas? - inquirió el comisario.
¿Puedes imprimirme esta imagen? - dijo Martínez al
Teleco.
¡Sin problemas!
Pulsó el ratón e, instantes después, una impresora a
color reprodujo la fotografía.
Se la mostraré a mi contacto en el local para que lo
confirme. Si lo reconoce, podremos actuar – afirmó el policía.
Hablaré con Aquél jr para que consiga una orden
judicial que nos permita clausurar el local. Luego se acerca esta
tarde, lo cierra y detiene a su contacto y al dueño del mismo.
¿También a mi contacto?
Para evitar que sospechen de él.
Esta es una de esas raras veces en que estoy de acuerdo
con usted – admitió Martínez.
Ahora vamos a la embajada para hablar con la Relaciones
Públicas y su amiga.
Hermanastra, comisario.
¡Lo que usted diga!
Martínez aparcó el Citröen Elysée en la puerta de la
delegación. Nada más entrar preguntaron por monsieur Martel, el
agregado cultural. Se reunieron con él en su despacho y le
comentaron el asunto de las copias de la espada de Roldán. Monsieur
Martel afirmó que fue una estrategia diplomática para confundir a
los posibles ladrones, pues, al existir varias espadas, no sabrían
con certeza nunca cuál era la auténtica. Los policías alabaron la
sagacidad de la medida, aunque Martínez concluyó que un posible
ladrón robaría siempre el arma expuesta; luego... Después,
Hontanares le comunicó que habían obtenido nuevas informaciones que
involucraban a dos empleadas de la legación y que deseaba hablar con
ellas. Algo sorprendido, el agregado preguntó sus nombres. Al
escucharlos, aumentó su perplejidad. Luego, descolgó el teléfono
que había sobre su mesa y dijo:
Después colgó el aparato y esperaron la llegada de
las mujeres. Cuando se presentaron cogidas de la mano, se
sorprendieron al ver a los agentes. Monsieur Martel las invitó a
sentarse y, luego, dijo:
¿Habéis cometido algún delito? Nuestro amigos
policías quieren hablar con vosotras.
Ninguno que sepamos – respondieron al unisono.
Proceda, comisario. Me ausentaré unos minutos para que
actúe con más libertad.
¡Gracias! -comentó Hontanares-. Bien, señoritas,
hemos tenido conocimiento de que ustedes frecuentan un local de
dudosa reputación y que se han reunido con uno de sus clientes en
un hotelito cercano al río.
¿Dudosa reputación? - inquirió Ivonne-. ¿Se refiere
a “El Séptimo Cielo”? Es un negocio legal.
En el que se abusa y prostituye a menores – añadió
Martínez.
No sabíamos nada – señaló Aline.
¿Tampoco se lo dijo Max durante su estancia en el
hotel? - insistió el agente.
No recuerdo -contestó la joven-. ¿Y tú, Ivonne?
Estaba ocupada en otras actividades como para prestarle
atención. Me interesaban otras partes de su anatomía.
El comisario carraspeó unos instantes. Luego,
prosiguió.
El tema del local es secundario en el caso. Lo que nos
interesa es cómo conocieron a Max y cómo supieron que estaba
interesado en la espada.
¿Es verdad que os vais del país? - intervino
Martínez.
¿Cómo lo saben? Estábamos los tres solos en la
casita – respondió Aline.
Tenemos nuestros métodos, señorita – comentó
Hontanares.
¿Nos pusieron un micrófono? ¿A Max?
Secreto de sumario, señorita – insistió el
comisario.
¿Os vais de verdad? - reiteró Martínez.
Nos trasladan a Río de Janeiro.
¿Puedo ir con vosotras? - preguntó el agente
¡Martínez, repórtese!
Le he dicho muchas veces que soy muy débil y
ellas...¡tan hermosas!
Estamos investigando un crimen, ¿recuerda?... En fin,
señoritas, ¿qué me contestan?
Nos conocimos en “El Séptimo Cielo”. Max es muy
atractivo y nos interesamos por él. Ya sabe que el físico suele
ser el primer motivo para acercarnos a una persona. El deseo de
posesión es un móvil muy fuerte, la conquista, la sumisión, la...
dominación por el placer – respondió Ivonne.
¡Quiero ser tu víctima! - afirmó Martínez.
¡Ya está bien! -estalló Hontanares-. O se controla,
o prescindiré de usted.
¿Y qué haría sin mi?
Lo que he hecho siempre: resolver los casos.
¡Venga ya!
Martínez, ¡se lo advierto!
Un amigo común nos presentó a Max y...¡nos gustamos
enseguida! -prosiguió Aline-. Al principio nos veíamos en los
reservados del local y es cierto que presenciamos relaciones
homosexuales, pero nunca preguntamos la edad de los amantes. Además
tanto Max como nosotras somos bisexuales. También es cierto que
había cocaína y otras sustancias, pero nosotras nunca las hemos
tomado. Estamos enamoradas, comisario, y no haríamos nada que
pudiera separarnos.
Me perturban sus palabras – admitió Hontanares.
¡Es un carca! - comentó Martínez.
Hontanares le dirigió una mirada fulminante que
envalentonó a su ayudante, perdido en una inmensa cama entre los
hermosos cuerpos de ambas jóvenes.
Según fuimos conociéndonos, aumentó el grado de
nuestra intimidad como puede suponer; lo que nos permitió conocer
que era el chófer y guardaespaldas de un coleccionista de arte que
estaba interesado en la espada de Roldán. Cuando nos comunicaron el
próximo traslado a otro destino, decidimos ofrecerle la copia de la
espada que nos regaló el embajador para sacar un dinero extra –
continuó Ivonne.
¿Cómo llegaron al hotelito?
Una tarde en que estaba muy puesto, le preguntamos si
conocía algún lugar más tranquilo donde pudiéramos estar los
tres juntos sin mirones – prosiguió Aline.
Max no pudo o supo resistirse – completó su amada.
Pero, ¿no se acostaba con efebos? - se interesó
Hontanares.
¿Con quién? - preguntó Martínez.
Mancebo o adolescente de belleza afeminada – aclaró
el comisario.
¿No puede utilizar palabras que conozcamos todos? -
inquirió su ayudante.
Desconozco la extensión de su vocabulario, aunque
visto lo visto no parece muy amplio.
Las dos mujeres se miraron perplejas, mientras se
preguntaban cómo podían trabajar juntas dos personas tan
diferentes. Aline prosiguió con el relato.
Max nos habló de una casita que había alquilado en
una zona tranquila de la ciudad y nos invitó a ir. Cogimos un taxi
en la puerta del local y fuimos hasta allí. Nos encantó el lugar
por su paz y silencio.
Y yo las seguí discretamente hasta allí – intervino
Martínez.
Esa información no era necesaria - le amonestó
Hontanares.
¿También va a controlar lo que digo o puedo decir?
¡En efecto!... Recuerde que soy su superior.
¡Como para olvidarlo!
¿Qué sucedió en el hotelito?
Nada especial: le ofrecimos la espada, pero se mostró
reacio a la operación. Entonces nos contó que su jefe había
encargado el robo de la espada de la exposición a una ladrona y
que, cuando descubrió que era falsa, le ordenó matarla. ¿Puede
creérselo? - preguntó Aline.
Nos asustamos un poco al descubrir que estábamos con
un asesino, pero prometió hablar con su jefe y... luego nos
enrollamos y nos olvidamos de todo. A la mañana siguiente... -
continuó Ivonne.
¿Qué ocurrió a la mañana siguiente? - interrogó
Hontanares.
Volvimos a enrollarnos -respondió Aline-. ¡Es un
amante magnífico!
Paciente, atento y... - completó Ivonne, mientras
sonreía y besaba a su amada.
Por favor, señoritas... - señaló Hontanares.
¡Pardon, mon commisaire!.... La imaginación es un
poderoso afrodisíaco – admitió la joven.
¡Y la memoria! - añadió Aline.
¿Tienen algo más que decirnos?
Sólo que estamos esperando su respuesta para rematar
la venta.
Redacten una declaración completa y la firman.
Después, pueden regresar a sus quehaceres habituales.
¿No estamos detenidas?
No han cometido ningún delito, ¿verdad, Martínez?
No, comisario; pero yo infringiría todo el Código
Penal por ellas.
Mientras escriben su declaración, mi ayudante y yo
saldremos del despacho. Nos avisan, cuando hayan terminado y... no
olviden firmarla.
¿Detendrán a Max?
Y a su jefe. Por eso necesitamos su confesión.
¿No podría acompañaros a Brasil? -inquirió
Martínez-. Es un país que no conozco.
Eres un encanto, pero... no intimamos con señores
mayores – aclaró Aline.
Ofendido, Martínez salió del despacho dando un
portazo. La joven había herido su orgullo varonil. ¿Señor
mayor?... ¿Dónde estaba el señor mayor? Cuarentón en todo caso.
Un hombre en su sazón, experto, conocedor de los deseos y
necesidades de una mujer. ¡Señor mayor!... ¡Qué atrevimiento!
Minutos después, las dos jóvenes, cogidas de la mano,
se reunieron con ellos y les entregaron sus declaraciones. Luego, se
despidieron y prosiguieron sus trabajos. Los policías subieron al
coche, en el que permanecieron unos instantes organizando sus
siguientes pasos.
Volvemos a la Dirección General, donde recogeré la
orden judicial que nos permita clausurar el local, al que acudirá
esta tarde y detendrá a Max y su contacto.
¿Y si no está?
Aquél jr ya me ha informado de que ha recibido la
orden del juez.
Me refería al guardaespaldas – dijo Martínez.
Iremos al domicilio del coleccionista y arrestaremos a
los dos. Con la confesión de las señoritas y las demás pruebas,
tenemos suficiente.
¿Qué hago entretanto?
¿Tiene el teléfono de su contacto?
Sí.
¿Cree que debe avisarle de la redada?
No, actuará con más naturalidad.
Pero... es su vecino.
A ese respecto, la única preocupación consiste en
evitar que su madre se entere de las actividades de su hijo.
Lo dejo en sus manos. Arranque.
Alrededor de las nueve de la tarde del mismo día,
Martínez, a bordo del Citröen Elysée, cinco furgones policiales y
varios coches-patrulla con las sirenas apagadas se detuvieron a lo
largo de la acera de “El Séptimo Cielo”. El policía caminó
hasta la entrada del local y preguntó a su vecino Narciso si estaba
dentro “La Vikinga”. Tras responderle afirmativamente, le esposó
y ordenó al otro portero que no se moviera. Lloroso, temblón,
Narciso le preguntaba sin parar: “¿Por qué me haces esto?... Mi
madre palma si se entera”. Sin responderle, Martínez avisó a los
demás policías. Cuando llegaron a su altura, ordenó que detuvieran
a todas las personas que hubiera dentro del establecimiento y que, a
continuación, lo precintaran. Introdujo a Narciso en el Citröen y
se trasladaron hasta la Dirección General. Entraron a una Sala de
Interrogatorios en el sótano del edificio. El policía apagó el
micrófono y la cámara antes de dirigirse a su vecino.
Escúchame, Narciso, te he detenido para evitar que
supieran que nos conocíamos.
Entonces, ¿puedo irme a casa?
Sí. El local permanecerá cerrado una buena temporada,
así que tendrás que buscarte otro trabajo entretanto.
¡Tranqui! No me faltará curro. Soy muy conocido en el
ambiente.
¿Estaba el dueño del establecimiento?
Yo no le he visto entrar.
Entonces, oyeron grandes voces y alboroto. Martínez
salió del cuarto y vio a un hombre gordo y calvo, ataviado con un
traje azul eléctrico y camisa rosa con chorreras protestar y
manotear, mientras un agente le conducía al sótano, a la Sala de
Huellas y Fichaje. Martínez detuvo a su compañero y preguntó al
detenido:
¿Por qué se queja? - preguntó Martínez.
Soy Sebastián Carmona, una estrella televisiva. Esto
es un atropello. Mi abogado les presentará una demanda.
Disculpa, compañero. Quisiera hablar con él antes de
ficharle.
Vale, pero la detención es mía – señaló el otro
policía.
Por supuesto... ¿Cómo te llamas?
Ezquerro.
Cogió del brazo al detenido y le introdujo en otra sala
de interrogatorio. Le sentó en una silla y se acomodó frente a él,
al otro lado de la única mesa que había en la estancia. Entretanto,
Narciso salía de la sala contigua y abandonaba la Dirección
General.
¿Por qué dice usted que es un atropello? Le han
detenido en un local sospechoso de prostitución y consumo de
estupefacientes.
Mi local es un templo de la decencia, agente.
Las imágenes que obran en nuestro poder afirman lo
contrario. De hecho, vamos a acusarle de proxenetismo, narcotráfico
y complicidad en asesinato.
¿Se ha vuelto loco?
Como dueño del establecimiento, usted es el máximo
responsable de lo que ocurra en su interior.
¿No pretenderá que controle a todos mi clientes?
Entonces, ¿para qué tiene cámaras de vigilancia?
Eeeh... Para evitar visitas desagradables.
Luego, esconde algo que no deseaba fuera conocido.
Bueno, agente, mi local ofrece esparcimiento a personas
algo marginadas en la sociedad y a personalidades públicas famosas
que buscan un poco de intimidad.
Y en el que se prostituye a menores de edad y se
consume farlopa.
Yo no sé nada sobre ese asunto.
Como dije antes, las imágenes le desmienten. Espero
que tenga un buen abogado, porque le espera una buena temporada en
el talego y su establecimiento permanecerá cerrado mucho tiempo.
Pero... ¡yo tengo un prestigio que...!
Ahora tiene un marrón que su fama no podrá ocultar.
Yo..., yo...
Levántese.
Salieron de la sala y se dirigieron hacia la citada Sala
de Huellas y Fichaje, donde se lo entregó al agente Ezquerro. Luego
se acercó a la mesa del Teniente Regal y le preguntó el paradero de
Maximilien Osterreich. El oficial consultó el Libro de Entrada y,
luego, respondió:
Celda 23.
¡Gracias, teniente!
Martínez se dirigió hacia allí, se identificó ante
el sargento Lema y le comunicó que deseaba hablar con el detenido de
la celda 23. Mientras lo traían, telefoneó al despacho de
Hontanares para informarle de las novedades; pero no respondió
nadie. Entonces, marcó el número de su móvil.
Diga. Comi...Vizconde de Martino al habla.
Soy Martínez. Tengo la mercancía.
Es mi edecán –comentó Hontanares al coleccionista.
Luego dijo a su ayudante: Estoy con míster Drinker, visitando su
magnífica colección de arte.
Interrogaré al guardaespaldas en su ausencia.
¡Muy bien! Proceda.
Nada más colgar, observó a Max esposado y con un ojo
morado. Sospechó que se había resistido a la detención.
¿Dónde puedo interrogarle?
Firma en el libro con tu nombre y número de empleado
–comentó el sargento-. Luego, puedes utilizar el despacho del
médico. Por las tarde esta vacío – añadió, señalando un
cuarto situado a su izquierda.
Seré breve.
Tómate el tiempo que necesites. Este pollo no irá a
ningún sitio – comentó el suboficial.
Martínez y el guardaespaldas entraron al cuarto y,
como antes, se sentaron frente a frente separados por una mesa y un
micrófono.
Te preguntarás qué haces aquí y, como soy muy
amable, voy a explicártelo.
Le escucho.
Soy el sargento Martínez. Estás detenido por estupro,
prostitución de menores, consumo de estupefacientes y... asesinato.
Yo no he matado a nadie – afirmó el guardaespaldas
con tranquilidad.
Tienes un problema, Max. Tenemos las declaraciones de
dos testigos que afirman lo contrario.
¡Mienten!... Yo no he matado a nadie.
¡Mientes tú! -afirmó Martínez, elevando el tono de
su voz-. Le clavaste en el pecho una espada a la pobre Reme.
Tendrá que demostrarlo.
Encontramos tus huellas en la empuñadura y, como ya te
dije, tú reconociste ante las testigos que la mataste por orden de
tu jefe, el coleccionista que encargó a Reme el robo de la espada
en la exposición, cuando comprobó que era falsa.
¡Esas putas bolleras! - exclamó el guardaespaldas.
Te va a caer la perpetua por ser muy torpe. Reme era
una ladrona, cierto, pero no merecía una muerte semejante.
Quiero hacer un trato.
¿Qué puedes ofrecerme que no sepamos ya?
Les entregaré a mi jefe.
Espera un momento.
Martínez salió del cuarto para pedir papel y un
bolígrafo al sargento Lema. Después, regresó con varios folios y
un Bic azul punta normal.
Después le dejó solo. Encendió un cigarrillo y se
sentó junto al sargento, quien le dijo:
Tengo entendido que trabajas con Hontanares.
Sí.
Dicen que está como una chota.
Es algo peculiar desde luego, pero un buen policía.
¿Es afeminado?
En absoluto. Tiene una novia preciosa.
Como le gusta disfrazarse, se rumorea que...
Considera que le ayuda a resolver las investigaciones.
Reconozco que es algo excéntrico, pero confunde a los sospechosos;
lo que nos concede cierta ventaja.
¿Y ese guaperas qué ha hecho?
Cargarse a una buena amiga. Espero que se pudra en
chirona.
Pues ya se ha cansado de escribir – afirmó el
sargento Lema tras comprobarlo en la pantalla colgada en una pared
que mostraba el interior de todos los despachos.
¡Gracias!
Martínez se reunió con Max, leyó la declaración y,
después, salieron juntos. Se lo devolvió al sargento, guardó la
confesión en un bolsillo de su chaqueta y subió al despacho del
comisario, donde la depositó sobre su mesa. Luego, abandonó la
Dirección General rumbo a su domicilio, donde aparcó frente a su
casa, entró al bar “LOS CURDOS“, donde su familia solía
celebrar las grandes efemérides, y telefoneó a su mujer para cenar
juntos. Casi se desmaya del susto.
Cuando Hontanares entró a su despacho la mañana
siguiente, encontró la declaración del guardaespaldas sobre su
mesa. Poco después, Martínez se reunió con él y le informó de lo
sucedido la tarde anterior.
¿La ha leído ya?
Por encima.
Con esto tenemos suficiente para detener al
coleccionista -afirmó Martínez-. Por cierto, ¿qué tal la visita
a su museo particular?
Supongo que bien, pero, al no ser un especialista en la
materia, no estoy muy seguro de lo que he visto; aunque ha invertido
un dineral en arte: cuadros de Picasso, Cezanne, Manet, Pisarro, el
Aduanero y Van Gogh, esculturas clásicas y modernas, pergaminos,
papiros, tres huevos de Fabergé, mapas antiguos, la panoplia
completa del Gran Capitán según me dijo, un libro de poemas de
Góngora editado en Valladolid, lo que me sorprendió, pues tengo
entendido que no publicó nada en vida...,
Una colección muy variada por lo que parece – apuntó
Martínez.
Variopinta y dispersa desde luego – completó
Hontanares.
¿Insistió con la espada?
Sí, pero zanjó el tema con un “No siempre se
realizan los deseos”.
¿Vamos por él?
Espéreme aquí, mientras informo a Aquél jr.
¿No espera a la detención del principal sospechoso?
Supongo que, por su situación económica, el
coleccionista tendrá buenos abogados y quizá algún conocimiento
en instancias superiores; por eso quiero informar a Aquél jr para
que pueda cubrirnos las espaldas en caso de necesidad.
Me sorprende su prudencia, comisario.
A mi también. Debe ser la buena influencia de Silvia.
No la deje escapar.
Cuando termine este caso, cogeré unos días libres
para hacer un viaje juntos sin... teléfonos.
Yo volveré a mi añorado destino en Casos Archivados.
¿No se aburre allí? ¿No extraña la acción de cada
día?
¡En absoluto!... Además me espera Carol.
¿Carol?... ¿Quién es?
Una becaria preciosa e inocente que el Jefe del
Departamento, don Julián, ha puesto bajo mi tutela..
¡Ah!, ¿es usted su instructor?
Como ya he dicho, el responsable considera que un
veterano como yo es la persona idónea para instruirla.
No había podido encontrar mejor profesor. ¿Es
aplicada?
Aplicada, rubia, tímida, sinuosa..., aunque demasiado
seria para tener solo diecinueve años.
Bueno, espero que haga de ella una buena profesional.
Pondré todo mi empeño en ello, comisario.
Vaya a por el coche, mientras hablo con Aquél jr.
Estimo que será una conversación corta.
Diez minutos después, Hontanares subía al Citröen
Elysée. Martínez condujo hasta la calle de la Constancia 22 sin
prisas, relajado, alegre, satisfecho por haber solucionado otro nuevo
caso y por haber expiado de alguna manera la cruel muerte de Reme.
Aparcó el coche frente al portal. Luego, saludó a Teodoro, mientras
le presentaba al comisario. El conserje le miró de arriba a abajo y,
después, preguntó:
¿Usted no habrá llevado perilla por casualidad?
Nunca – respondió tajante Hontanares.
Es que... me recuerda usted a un individuo muy extraño
que visitó a míster Drinker hace unos días.
Se confunde usted.
No es por discutir, pero tengo buena fotogenia –
insistió el portero.
¿Querrá usted decir que tiene memoria fotográfica? -
le corrigió Hontanares.
Pues lo que he dicho yo.
En fin, ¿está en su domicilio míster Drinker? -
preguntó el comisario.
Supongo que sí, porque yo no lo he visto salir.
¿Y Max?
No lo veo desde ayer.
Espéreme aquí, Martínez, mientras hablo con el
coleccionista.
¿No quiere que le acompañe?
Prefiero que se quede con él para que no le advierta.
Como quiera, pero avíseme al menor problema.
Hontanares subió en el ascensor hasta el domicilio del
coleccionista. Pulsó el timbre y, cuando Ian Drinker abrió la
puerta, Hontanares le mostró la placa, y dijo aquello de:
El coleccionista le miraba perplejo, cuando le preguntó:
¿Usted no llevaba perilla antes?
No, me confunde con otra persona.
Me recuerda usted mucho a cierto noble que he conocido
estos días.
Lamento defraudarle, pero soy un probo funcionario
público.
En fin, ¿decía usted?
Que queda detenido por...
Sí, sí, ya le oído. ¿Supongo que podrá demostrar
sus acusaciones?
Con la declaración firmada de su guardaespaldas y
ejecutor del asesinato, tengo suficiente.
Mi abogado tendrá que estudiarla. Habrán golpeado y
torturado al pobre Max para arrancarle esa confesión.
No crea. Decidió colaborar voluntariamente para
disminuir su condena.
Asshole pussy!
Tengo un coche esperando abajo...
¿Puedo recoger la chaqueta?
¡Claro!
Después el coleccionista le ofreció las muñecas para
que le pusiese las esposas, pero Hontanares señaló que no eran
necesarias, no quería asustar a sus vecinos y confiaba en su
sensatez; aunque, en realidad, había olvidado pedírselas a
Martínez.
Salieron al vestíbulo del edificio, donde Teodoro y
Martínez hablaban animadamente de la última jornada de Liga. El
portero saludó al coleccionista con un ligero movimiento de cabeza.
Luego acompañó al grupo hasta la calle, donde los policías y el
detenido subieron al Citröen y se trasladaron hasta la Dirección
General. Martínez acompañó a míster Drinker a la Sala de Huellas
y Fichaje, donde, tras firmar en el Libro de Entrada, lo condujo
hasta una celda. Antes de irse, el coleccionista le preguntó:
¿No me interrogan?
Ya sabemos todo lo que necesitamos -respondió
Martínez-. Podrá hablar con su abogado en pocos minutos. Luego, si
tiene alguna novedad que pueda mejorar su situación, diga a mis
compañeros que desea hablar con el comisario Hontanares.
¿Y en caso contrario?
Pues... ya se lo explicará su abogado.
Martínez se reunió con el comisario en su despacho.
Ya está encerrado. ¿Ahora qué hacemos?
Nada. Esta tarde iremos a la embajada para comunicar a
míster Martel el fin de la investigación y nos separaremos hasta
un nuevo caso, si se produce.
Sobre las cinco y media de la tarde, Martínez aparcaba
el Citróen Elysée en la puerta de la legación. El comisario
Hontanares y él se reunieron con el agregado cultural y le
informaron de:
Monsieur Martel -dijo el comisario-, hemos venido a
informarle, tal y como le había prometido, de que hemos detenido al
organizador del robo de la espada de Roldán y a su guardaespaldas.
Me complace oírlo. Les agradezco su tenacidad y
dedicación a la defensa de la ley y el orden.
Es mi, nuestra, obligación – señaló Hontanares.
Cierto, pero no todos los policías demuestran su celo
profesional, comisario – insistió el agregado.
Estaba en juego el prestigio de los Cuerpos de
Seguridad y de todo nuestro Estado en general.
¿Ivonne sigue aquí? - intervino Martínez.
No, ella y Aline se incorporaron a su nuevo destino
hace un par de días.
Ya estarán disfrutando de las playas de Rio,
exhibiendo esos cuerpazos que la Naturaleza les ha dado... ¡Ah!
-comentó Martínez-. Creo que este año iré de vacaciones a ese
maravilloso país.
Ahora, si me disculpan un momento, debo reunirme unos
instantes con el embajador.
Así que se irá a Brasil. ¿Ha calculado el gasto que
le supondrá trasladarse con su familia y permanecer una temporada
en el país? - pregunto Hontanares a su ayudante.
No, no, comisario. Me voy yo solo. Aquella tierra es el
paraíso para un hombre tan débil y necesitado como yo.
Necesitado ¿de qué?
De amor, comisario.
¡No tiene remedio!
Monsieur Martel volvió con ellos.
Disculpen mi ausencia, pero tenía un asunto pendiente
con mi superior.
No tiene que justificarse, monsieur Martel.
En reconocimiento por su actuación en este
desagradable asunto, el embajador me ha facultado para entregarles
un recuerdo como agradecimiento de nuestro pequeño, pero orgulloso,
país.
Tras estas palabras extrajo dos cajitas rojas de un
bolsillo de su chaqueta y se las entregó a ambos policías.
Martínez abrió su estuche y descubrió una insignia de
oro y brillantes que reproducía el escudo de Parisia en el que
destacaban, como cabía esperar, las siluetas de Nôtre-Dame, la
Torre Eiffel y el Arco del Triunfo.
A continuación, tomó entre sus manos cada insignia y
las prendió en el ojal de las chaquetas de los policías mediante un
imperdible que tenían en su parte trasera. Después añadió:
También están invitados a pasar una semana en nuestra
capital junto a sus familias con todos los gastos pagados. Sólo
tendrán que decirme qué fechas eligen para conseguirles los
billetes y reservarles un buen hotel, así como visitas guiadas a
los principales monumentos de la ciudad.
¡Es un honor para nosotros que aceptamos gustosos! -
comentó Hontanares, mientras ofrecía su mano al agregado, quien se
la estrechó con afabilidad.
Me adhiero al comisario – añadió Martínez.
Ahora que ha finalizado la investigación, ya podemos
devolverle la espada - señaló Hontanares.
No es preciso, comisario. Le supongo informado de que
es una copia más del original y ha cumplido perfectamente su misión
de señuelo.
Cuando vaya a París, ¿dónde puedo ver la auténtica?
Pero... ¡si ya la ha visto! – comentó el agregado.
¿Dónde?, ¿cuándo?
En la exposición.
¿La auténtica?... ¿Está diciéndome que la
verdadera espada de Roldán ha estado aquí siempre?
Ante la cara de incomprensión de ambos agentes,
monsieur Martel respondió:
Desde el principio.
¿Dónde?
En la vitrina identificada como espada de Du Guesclin.
¿Ese arma tan cochambrosa es la genuina del legendario
Roldán?
En efecto, comisario.
Pero... estaba a la vista, cualquiera podía haberla
cogido.
Cualquiera que conociera su secreto. Por eso pusimos
una copia más bruñida como señuelo.
¡Muy ingenioso, desde luego! - admitió Hontanares.
Agradézcaselo a Allan Poe. Sacamos la estrategia de su
cuento: “La Carta Robada”.
Se ve, pero no se ve.
En efecto, comisario.
¡Chapeau, como dicen ustedes!
Au revoir, commisaire!
Los dos policías se despidieron del agregado cultural y
regresaron al vehículo. Martínez condujo al comisario hasta su
domicilio y, antes de separarse, le dijo:
Comuníqueme la fecha en que piensa ir a París para no
coincidir allí. Ya le veo demasiado.
Descuide.
Transmita mis parabienes y mi más rendida admiración
a la señorita Alphand.
De su parte – comentó Hontanares antes de entrar al
portal.
Después, Martínez aceleró el vehículo hacia la
Dirección General para entregar el Citröen Elysée. Al día
siguiente volvería a su querido Departamento de Casos Archivados y a
sus lecciones con la ingenua becaria Carol... ¡Oh, preciosa Carol,
hecha de la materia de los sueños y los anhelos!
Por desgracia el coleccionista míster Ian Drinker se
libró de la prisión, pues su abogado alegó que las grabaciones
que le inculpaban habían sido obtenidas sin su permiso, por lo que
se había invadido su intimidad, y la declaración de su
guardaespaldas y las dos testigos podrían haberse obtenido bajo
coacción (a pesar de las imágenes que presentó la policía en
sentido contrario). Sensible a esa posibilidad, amparándose en la
duda razonable, el juez encargado del caso anuló todas las pruebas
contra él, exonerándole de toda responsabilidad en el asunto. En
cuanto a Max, recibió la máxima pena recogida en el Código como
asesino confeso de la pobre Reme.
FIN