miércoles, 19 de octubre de 2022

chafardero 176

<<EL NUEVO CHAFARDERO INDOMABLE

NÚMERO  176  ANNO VIII>>






PRIMERA PLANA

Dice el señor presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), ese “pobrecito” que hace unos años ganaba medio millón de euros anuales, que “hablar de ricos y pobres radicaliza la sociedad”. Desde su punto de vista debe ser mejor maquillar la realidad para impedir que algún pobre se ofenda y termine agrediendo a un rico, a un elegido de los dioses; preferible hablar de no ricos y no pobres, no deshauciados, no colas del hambre, o no parados de larga duración por ejemplo. Por contra, invertir en gobiernos favorables a los intereses empresariales, aunque no coincidan con los generales, evadir capital al extranjero y pagar salarios bajos y los menos impuestos posibles es patriotismo; nunca insolidaridad o egoísmo. Tampoco es responsabilidad suya que los altos ejecutivos de las empresas cobren cincuenta o sesenta veces más que esos trabajadores rasos a los que no pueden subir el sueldo o mejorar el salario mínimo, porque “es malo para el país”; ergo los trabajadores no pertenecen al país, ergo el país sólo lo forman los ricos, poderosos e influyentes. Entonces, ¿los demás en que categoría estamos incluidos? Tal vez en la de “males necesarios” -pues las empresas siempre necesitarán, hasta que los robots la sustituyan, mano de obra lo más barata y desamparada posible- que no comprenden el justo reparto de papeles en la sociedad y la perfecta jerarquía estratificada que permite el buen funcionamiento del sistema en la que cada cual nace, crece y se desarrolla en un nivel cerrado que, salvo excepciones, nunca podrá superar, porque “sería malo para el país”.

También afirmó el citado ejecutivo que “vivimos una época de crisis y no es momento de que el actual gobierno les suba los impuestos -nunca es buen momento según los empresarios, ni justo salir de dicha crisis entre todos y no gracias a la “mayoría pobre”-, sino que debe ayudar a las industrias; porque muchas pequeñas y medianas empresas -suponemos que no se refiere a la estatura de sus dueños- podrían verse abocadas al cierre y al consiguiente despido de la plantilla”.

Es decir, el señor Garamendi -y sus representados- pretende que todo siga igual, que los ciudadanos “pobres” financien las empresas y sus pérdidas, mientras los empresarios y los accionistas se reparten los beneficios por “el bien del país”; que no haya incrementos fiscales y se les permita distraer algún euro que otro de vez en cuando. De lo contrario, reinarían el caos más absoluto y la radicalización social, la absurda pretensión de que somos todos iguales -ni ricos ni pobres- y tenemos los mismos derechos, con lo que la economía -lo único importante- empeoraría y perjudicaría los balances empresariales y, por ende, las condiciones sociolaborales.

Es decir, un asunto es vivir en democracia y disfrutar cierto grado de libertad y otro muy distinto pretender la desaparición de las clases sociales y las obligaciones que las bajas tienen con las más altas.

¡No lo permita Dios!



¿QUÉ SUCEDIÓ EN ESTOS DÍAS?

- Una exposición en conmemoración de la festividad de la Guardia Civil en León califica como "sublevados" a los guerrilleros antifranquistas.

- Multa de 240 € a un camionero por "rascarse la espalda con un tenedor, mientras conducía".

- Una mujer gana 20000 dólares al mes vendiendo fotos de sus axilas sin depilar.

- Libertad de expresión:


 - Vox solicita la condición de "bien de interés cultural" para los símbolos de la dictadura franquista.
- Detenido por rajar la rueda de un autobús al que pretendía subir sin mascarilla.
- Cientos de personas se manifiestan en Nueva York con la denuncia de que: "Los pájaros no existen. Son drones teledirigidos".




OLDIES

"Brown eyed girl" es un clásico del grandioso Van Morrison de su primera etapa grabada en 1967. 

https://www.youtube.com/watch?v=kqXSBe-qMGo




LITERALIA



PANDORA



Chet Baker y Bill Evans, “September Song”, en el reproductor de compactos. Ambiente melancólico. Spleen, como decía Baudelaire tras la visita de su mulata preferida. Chet Baker, desdentado por una brutal paliza. Chet Baker, trabajando en una gasolinera olvidado por todos. Chet Baker, aprendiendo a tocar la trompeta de nuevo tras la agresión, a crear atmósferas desnudas para almas sensibles quizá sin esperanzas.

Me llamo José García. Gano el sueldo mínimo interprofesional y debo ser feliz, porque tengo edad suficiente para saber lo que quiero y me pertenece, lo que deseo y necesito, como... mi amada, nuestro pequeño piso, el utilitario, algunos amigos, mi tierra..., que nunca ha marchado mejor, según dicen; aunque nadie diga hacia dónde, si marchamos todos o si debemos marchar todos sus habitantes, pues, si vivimos en democracia, ¿puede haber diferencias sociales, laborales, culturales, raciales o económicas? ¿Se trata, por el contrario, de otro nombre de la necesaria estabilidad política que permite enriquecerse a los ya adinerados? Dicha estabilidad, ¿supone la permanencia de la jerarquía, el chantaje, el abuso y el clasismo? ¿Cambiar para no cambiar? Mi amada ha conseguido un contrato de seis meses en un gran hospital. Tiene turnos semanales y apenas distingue la hora en que vive, pero trabaja con enfermos y se siente útil para los demás. También, ha logrado erradicar el fantasma por una temporada y... hay que aprovechar las buenas rachas, vivir al día o... ¿era al minuto? Ella es muy vital, alegre, optimista; aunque no tenga verdaderos motivos para serlo. Siempre dice que vendrán tiempos mejores, que la suerte no puede olvidarse de nosotros. Pero, para recordarte, ha tenido que conocerte antes, respondo yo. Es tan comprensiva que soporta con estoica resignación mis neuras y mis prontos de mal genio, irracionales casi siempre. Acepta mis quejas, porque soy el hombre que la protege y defiende de los peligros del mundo. ¿Yo? ¿Acaso comprendo sus llantos ocasionales? ¿Su rabia malcontenida? ¿Sus deseos de licenciarse en Historia, aunque considere que apenas tiene salidas profesionales? ¿Entiendo sus ambiciones, tan dignas de realizarse como las mías, o le presento mi rostro más amable para que no se sienta una pobre desamparada? ¿Soy consciente de que podemos ser la causa del fracaso de la persona que más nos importa? ¿Nos amamos por costumbre, por miedo a perder alguna última oportunidad? ¿Mientras hay vida, podemos liberar la esperanza que se quedó en la Caja de Pandora para que nos muestre el camino hacia alguna certeza? ¿Nos permitiría superar la cruel realidad en todo momento?

Canción de septiembre”. El batería desliza las escobillas por el parche de la caja. El contrabajo rellena huecos con precisión matemática. La guitarra se reduce a un rasgueo casi imperceptible. Estoy tumbado en la cama, fumando un cigarrillo. Cuando ella entre en casa, tendré que vestirme, darle un beso de bienvenida/despedida, coger de su mano las llaves del coche e integrarme en el tráfico ciudadano para llegar a mi trabajo por llamarlo de alguna manera. Soy contable de una tienda infame en la que no veo futuro ni, por supuesto, presente. Pero mi país marcha mejor que nunca y sería improcedente plantear quejas o recordar desigualdades sociales. Soy solidario, por tanto debo alegrarme de la prosperidad de algunos compatriotas; aunque me parezca que siempre son los mismos y que seguimos separados por la cuenta corriente, porque la mía, amén de magra, es de lo más vulgar.

Ángel es un orondo jubilado con el que comparto despacho, aunque sería más exacto describirlo como un “húmedo cuartucho lleno de desconchones en las paredes e insalubridad en cada uno de sus rincones”. Cobra una pensión miserable tras cuarenta y seis años como zapatero remendón y reside en una infravivienda de Lavapiés con su mujer, enferma crónica de una dolencia pulmonar que mejoraría, si viviese en el litoral. Ese es el motivo de que Ángel pase todas las tardes del año pegado a un teléfono, anotando los pedidos de los clientes habituales. Nuestro jefe es vecino suyo y, como donde hay confianza sigue dando asco y conoce la precaria salud de su esposa, le explota a cambio de un sueldo mezquino. Encima, presume de buen samaritano que ayuda a los más necesitados.

Siempre que le miro, sentado tras su mesa, gastando bromas con los clientes a través del teléfono, me repito mentalmente: “No terminaré así, no terminaré así”. Pero, entonces, recuerdo que lo hace por amor, es decir, por generosidad, y pienso en mi amada y me reconozco egoísta, miserable... Sin embargo, Ángel casi siempre está de buen humor, cuenta a todo el mundo que ya ha pagado la entrada de un apartamento en Benidorm, que se retirará ese mismo año y se marchará junto a su mujer al Levante para que se restablezca completamente y vivan felices el resto de sus muchos años. ¿Haría yo lo mismo por mi amada? ¿Sacrificaría mis posibilidades por ella, si estuviera en la misma situación? Ella es tan cariñosa que debería bastarme con saber que me quiere y me espera, pero no puedo resignarme ni bajar la guardia. ¡Tenemos toda la vida por delante, mientras que Ángel y su señora...!

Cuando llego al despacho, mi compañero ya está recogiendo los pedidos para el día siguiente. Nos saludamos con un gesto manual y me siento frente a él. Abro el Libro Mayor, compruebo que no se han producido cambios en los últimos asientos y, luego, anoto los nuevos gastos e ingresos en el debe y el haber. Como es tradición en la empresa, estamos en números rojos. La verdadera contabilidad la lleva mi jefe, porque no se fía de nadie y recela desde hace años una imprevista inspección de Hacienda. Dada la aparente ruina económica en que vivimos, me veo obligado a utilizar una calculadora antediluviana sin tinta en la cinta, por lo que nunca consigo marcar la cantidad tecleada con los tipos que levanto con un largo brazo lateral. Por eso, sólo la uso cuando me siento deprimido y necesito armar ruido para salir de la frustración. Después, empleo una calculadora digital más pequeña para repetir las operaciones hasta llegar siempre a la misma conclusión: faltan justificantes, facturas, albaranes.., dinero en definitiva. Por tanto, o los clientes habituales no pagan regularmente o algunas cantidades se desvían hacia otro destino. Sospechoso, cuando menos. Mi jefe está ampliando el chalet que tiene en Asturias y parece que tiene muchos gastos. En cualquier caso, es el dueño del negocio y yo, un simple empleado. Pero, ¿y si me despide, porque necesita reducir costes? Ajo y agua, reconversión industrial.

Cuando ella trabaja de noche, me telefonea para despedirse, desearme buena noche y recordarme que lo cambiaría todo por quedarse conmigo, abrazarnos en la cama, sentir nuestros cuerpos, vencer la soledad, esa vieja enemiga. Siempre cuelga tras un ¡Jo! desencantado que me rompe el alma por no poder evitar que trabaje, por no poder darle lo que se merece, sea lo que sea.

Cuando está de mañana, me telefonea para informarme de las novedades de la tarde y del menú que ha preparado para la cena. Algunos días protesto por la rutina que suponen esas llamadas, pero Ángel me recuerda la suerte que tengo y lo canalla que puedo ser. “¿De qué te quejas, chaval?”, repite entre pedido y pedido. “Tienes alguien que te quiere y espera en casa, que te recibe con un beso y una sonrisa... Entretanto, yo me encuentro una mujer enferma, una vivienda desangelada, la cena sin hacer... Hay que tener mucho valor para seguir en esas condiciones”, afirma con orgullo. “Pero, ¿y tus hijos?”, le pregunto alguna vez. “Esos malnacidos no quieren saber nada de nosotros. ¡Somos viejos, José, viejos y... pobres!”, grita Ángel fuera de sí; aunque se recupera pronto y marca el siguiente número de teléfono. “El show debe continuar”, como cantaba Farrokh Mulsara., alias Freddy Mercury. Mientras preparo las nóminas de las dos dependientas y los tres repartidores, en las que no puedo incluir el incremento aprobado en el nuevo convenio, porque, según mi jefe, le robaríamos el pan y la sal a su único hijo, un treintañero encantador que disfruta profanando las sacristías de las iglesias y bebiéndose el vino de misa, lo que denota cierto gusto, pienso en la miseria inherente a la sociedad humana, en lo bien que se me da condenar a tirios y troyanos y compadecerme de mi mala suerte y de mis seres queridos.

Sobre las ocho, me despido de Ángel y atravieso la ciudad para regresar a nuestro piso del extrarradio. Allí, gastaré buena media hora buscando un hueco libre donde aparcar el coche; cuando lo que deseo es abrazar a mi amada; decirle que no puedo vivir sin ella, que, efectivamente, vienen mejores tiempos, que pagaremos la hipoteca, aunque la hayan subido un cuarto de punto; que podremos plantearnos tener un hijo, sólo uno, con el prometido incremento salarial y la paga extraordinaria que corrige la imprevista subida de los precios; que no se preocupe, si la gasolina, el gas y el tabaco siguen subiendo o ese maldito pollo que siempre estropea las previsiones gubernamentales; que nos tenemos el uno al otro, que no necesitamos más que nuestro amor y nuestra esperanza, que...

Cuando entro en casa, reina un silencio sepulcral. Me dirijo hacia la cocina, pero no veo a nadie. Luego, paso a nuestra habitación; pero también está vacía. Un leve sollozo me dirige hacia el aseo, donde la encuentro sentada sobre la taza del vater. Me arrodillo frente a ella, introduzco mi cabeza entre sus manos y le pregunto qué sucede; pero se limita a incrementar la frecuencia del llanto. Derrotado por una impotencia acéfala, insisto en mis demandas e interrogantes. De pronto, señala con un dedo hacia la cocina. Tengo un olfato tan fino que no percibí nada extraño al entrar en ella. Sin embargo, ahora comienzo a distinguir un tufo sospechoso y, lo que es peor, preocupante. “¿Se te ha quemado la cena?”, inquiero. “Sí”, acierta a responder entre lágrimas. “No importa, mujer”, respondo con naturalidad. Entonces, levanta los ojos, me mira con perplejidad y me pregunta: “¿Has bebido?”.

Encargo por teléfono una pizza cuatro estaciones con mucho champiñón, que odio desde pequeño y a ella le encanta. Después, descorcho una botella de rosado muy frío, lleno dos vasos y me reúno con ella en el baño. La beso en las mejillas, mientras le ofrezco la bebida. “Llamó mi madre, cuando tenía el besugo en el horno, y... “, comenzó a decir.

Tras lavarse la cara, nos sentamos en el diminuto salón y encendemos el televisor. Un locutor repeinado con gafas sin montura y traje italiano nos comunica sólo a nosotros dos, ¡qué maravilla!, que el Tribunal de Cuentas ha descubierto un gran agujero en la Seguridad Social, imputable a gobiernos anteriores, y que, por tanto, no podrá abonarse a los trabajadores, ¿a las hormigas?, la anunciada paga extra que les permitiría soportar las continuas subidas de los precios en contra de las optimistas previsiones de los expertos económicos. El país seguía marchando mejor que nunca, pero el horizonte parecía cada vez más lejano y la realización de los sueños, ni te cuento.

Brindamos por las buenas nuevas y seguimos esperando la llegada de la cena. Por fin, suena el portero automático y, poco después, llama al timbre un joven motorista con el casco en la mano y ataviado con un impermeable rojo, pelo rapado al uno y un pendiente en cada oreja. Nos entrega una gran caja de cartón blanco a cambio de dieciséis euros y se despide a la carrera, pues ha dejado la moto atravesada en medio de la acera. Por lo visto, no puede o no sabe aparcarla mejor. Nos comemos la pizza sin perder detalle de un concurso televisivo en el que los participantes, con los ojos cegados, deben adivinar mediante el tacto, el gusto y el olfato el contenido de diversas cajas transparentes. Cabezas de animales, vísceras variadas, sopas de ingredientes inconfesables, líquidos putrefactos, rabos de toro o de cerdo, gusanos repulsivos, lagartos escurridizos y arañas peludas pasan por las manos y labios de los famosos concursantes, que parecen dispuestos a soportar todas las judiadas a cambio de un primer plano exclusivo. La realidad volvía a derrotarme. Ella ríe a carcajadas y yo fumo en silencio. ¿Merece la pena seguir creyendo en la inteligencia humana? ¿Seguir deseando ver realizados nuestros deseos más legítimos? Si merece la pena, ¿dónde encajan los participantes, los presentadores, el público, los cerebros grises, o de otro color, que han ideado ese engendro infumable que parece divertir a todo el mundo menos a mí? ¿Qué prometen a los asistentes a cambio de sus ovaciones y carcajadas? ¿Una noche loca con algún famoso o famosa? ¿Nuestra esperanza se reduce a destacar un instante fugaz a cualquier precio y sin importarnos el ridículo?

De repente, interrumpen el concurso para anunciar, en un avance informativo, que unas lluvias torrenciales han devastado varios países sudamericanos y que necesitan ayuda urgente en forma de alimentos, mantas, medicamentos, potabilizadoras de agua y fondos que pueden ingresarse en una cuenta bancaria cuyo número también se facilita. Tras la locutora, proyectan las imágenes de una mujer con dos niños pequeños empapados y ateridos de frío, rodeados de agua por todas partes, subidos en el tejado de su vivienda a la espera de ser rescatados.

El concurso se reanuda finalizado el avance. Debe estar grabado con anterioridad y no hay motivos para variar la programación. Mi amada se felicita por la suerte que teníamos de vivir en un país moderno y civilizado. Luego, pregunta al aire si necesitarán enfermeras en aquellas tierras. Le respondo que llame a la Cruz Roja. Luego, me retiro a la habitación, enciendo el tocadiscos, me coloco los casos estereofónicos y espero el comienzo de “On Hynford Street”. Con inquebrantable devoción, escucho las primeras notas de un órgano omnipresente que crea una atmósfera casi opresiva sobre la que empieza a sonar la poderosa voz del querido Van Morrison, que no cesa de preguntar: “Can you feel the silence?”, “¿Puedes sentir el silencio?”.

Mi amada se reúne conmigo al término del concurso. Desconecta el tocadiscos, me quita los cascos y me propone presentarnos voluntarios a la campaña de ayuda a los países sudamericanos afectados por las lluvias. ¿Entendería mi jefe los motivos de mi despido, dado que la excedencia se me antoja desconocida para él? ¿Mi amada conseguiría otros contratos, si renuncia al actual, teniendo en cuenta la vigente política de empleo? ¿Aceptaría el banco retrasar el pago de la hipoteca?

Lleva dos semanas en Sudamérica. El teléfono no funciona y el correo tarda mucho en llegar, pero he comprendido que aún quedan personas capaces de posponer su vida por los otros y liberar la esperanza de la Caja de Pandora durante algunos instantes.

Somos felices.




CRÓNICA DE SOCIEDAD (urbi et orbi)

“No debe haber escuela alguna para la población no alemana del Este que supere el nivel elemental. La función de esta escuela elemental será solo poner en condiciones de saber contar hasta quinientos, saber escribir el propio nombre, aprender la enseñanza según la cual es un mandato divino obedecer a los alemanes, ser honestos, diligentes y buenos. No creo que sea necesario hacer aprender a leer”. Estas palabras forman parte de un discurso que pronunció el Ministro del Interior nazi y jefe de las SS y la Gestapo, Heinrich Himmler, tras la ocupación de Polonia y  visitante del monasterio de Montserrat en compañía de los jerarcas franquistas para buscar el Santo Grial, la copa que utilizó Jesucristo en la Última Cena según la leyenda.

En tiempos de Felipe III, se fundó en 1615 la Hermandad de Nuestra Señora del Refugio y la Piedad con sede en la iglesia de san Antonio de los Alemanes, sita en la calle de la Corredera Baja. Su principal misión era atender a los mendigos de la calle, por lo que formó la llamada “Ronda del pan y el huevo”, compuesta por un sacerdote, dos seglares y varios criados con unas parihuelas, una tabilla para medir los huevos y cestas con hogazas. Recorría la ciudad por las noches entregando un pan y dos huevos duros a los menesterosos, llevaba a los enfermos a los hospitales sobre las parihuelas y enterraba a los difuntos. Funcionó hasta 1838, cuando se creó la guardia urbana de Madrid; aunque se sigue atendiendo a los necesitados en la citada iglesia, donde pueden verse las colas de menesterosos esperando una limosna, ropa y comida; además de dispensar noventa cenas diarias.

En su recomendable libro “La madre del cordero” el autor Juan Eslava Galán señala que, aún hoy, podemos contemplar una cruz de piedra con una zarpa en su interior en la conquense ermita de Nuestra Señora de las Angustias en el mismo lugar donde, según una leyenda, el diablo en forma de hermosa doncella tentó a su enamorado, quien, en su huida despavorida, recibió un zarpazo del Maligno. De ahí la inclusión de la zarpa en el monumento.


-  Parece ser que José Ibáñez Martín, ministro de Educación Nacional, era algo sordo; hasta el punto de que, en cierta ocasión en que compartía mesa con un obispo, el religioso le preguntó cómo estaba su señora y el político respondió: “Está muy buena y muy caliente. Pruébela usted, señor obispo”, cuando el aludido le había preguntado por la sopa.- (“ Deslices Históricos”, Pedro Voltes).

Lord Cornbury, pariente de la reina Ana de Inglaterra y tercer conde de Clarendon, fue nombrado gobernador de Nueva York y Nueva Jersey en 1702. Asistió a su toma de posesión vestido de mujer. Cuando le interpelaron algunos de los presentes sobre su curioso atavío, les respondió que: “Estoy representando en este cargo a una mujer y mi obligación consiste en hacerlo del modo más fiel posible”.- (Pedro Voltes).

El llamado bozal de hierro, máscara Scold de brida, máscara de regañona o freno de chismes se utilizó durante los siglos XVI-XVII en Inglaterra, Escocia y Gales como antídoto para los chismorreos y obscenidades de las mujeres de clase baja. Constaba de un “mordisco” de hierro que se introducía en la boca de la condenada y presionaba su lengua para que no hablase y una estructura de hierro que se colocaba alrededor de su cabeza. Algunas tenían  una correa o brida para que el marido -u otro hombre- pudiera sujetarlas y controlar a la penada.. En Alemania se añadió una campanilla para avisar a los demás del paso o cercanía de las mujeres condenadas.




FRASE DEL DÍA (sea el que sea)

Una ventaja de ser inteligentes es que puedes simular ser imbécil, mientras que al revés es imposible.- (Woody Allen).


CONTRAPORTADA


 


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