martes, 25 de abril de 2023

chafardero 191

<<EL NUEVO CHAFARDERO INDOMABLE

NÚMERO 191    ANNO IX>>



 PRIMERA PLANA

Casi todos tenemos un paisaje sentimental que añoramos y solemos visitar si continúa existiendo. Son lugares que parecen cumplir una misma condición: fuimos, o nos sentimos, felices en ellos. Esta es la excusa para citar algunos bares en que fui muy dichoso, aprendí muchas lecciones (algunas provechosas) y compartí risas y amistades con personas de bien (muy diferentes a las aludidas por el aspirante Feijóo).

Sin que compongan una jerarquía o una prevalencia, comenzaré por “El Tano”, aunque quizá no fuera su verdadero nombre. Estaba en la calle de Juanelo. No recuerdo cómo lo conocimos o quién lo descubrió. Era un local impersonal con una docena de mesas metálicas con sus respectivas sillas. En una de ellas siempre estaba jugando el encargado o el dueño. Tampoco recuerdo si era mus o dominó. El establecimiento tenía una larga barra metálica sobre la que había varias cristaleras que protegían las habituales patatas ali-oli, boquerones en vinagre, ensalada de pulpo con cebolla y pimiento verde, aceitunas de varios colores y procedencia desconocida, etc, y, a la derecha de la puerta, un mostrador dedicado a la gambas, percebes, cigalas, patas de cangrejo y nécoras, es decir,  la principal atracción del lugar junto con las jarras de cerveza, que iban desde la matrícula de honor al simple aprobado. Uno de los camareros tenía el pelo negro muy rizado y gafas de gruesos cristales que le conferían un aspecto despistado. Cuando Enrique, Quique y yo entrábamos, pedíamos tres notables de rubia y refrescante cerveza, los primeros de una larga serie que nunca sabíamos cuándo terminaría (sólo sabíamos que era el comienzo de una provechosa tarde-noche de... cualquier día). Ante nuestra sorpresa y de los presentes, tras servirnos las consumiciones, Enrique se subía y sentaba sobre la barra y decía al camarero citado: “Oye, ¿no pones así nada con esto?”. A continuación, nos presentaba tres gambas en un platillo blanco. Luego comenzábamos a charlar sobre música, libros, películas..., es decir, los temas típicos de unos intelectuales como nosotros, hasta que decidíamos cambiar de escenario y respirar un poco de aire fresco. Ahora es un local cerrado en desuso.

Un poco más abajo, en la calle Caravaca, cerca de la Plaza de Lavapiés, frecuentábamos un diminuto establecimiento, que tuvo un ascenso vertiginoso y una caída aún más rápida, en el que servían licor de madroño y unos pastelillos de un solo bocado. Aún pagábamos con pesetas el día que las teníamos.(Por entonces,  Enrique cobraba una pensión no contributiva de treinta y tantas mil, Quique viviría de sus bolos supongo y yo era contable en una pastelería-obrador miserables de la calle Augusto Figueroa donde cobraba seis  mil pesetas mensuales). Era una bebida lechosa y agradable que alcanzó gran demanda a finales de los 80 y principios de los 90 y que, tal vez, murió de su propio éxito tras abrir una sucursal o franquicia en la calle del Espíritu Santo.

Ya de madrugada, tras una profusa y saludable ingesta de cerveza, recalábamos en “El Ñeru”, un local poco higiénico de ambiente y cocina asturianos (como cabía esperar de su denominación) que también ha desaparecido, convertido en otro negocio, un cofee,  que siempre encuentro con el cierre bajado al pasar por su puerta. Solía haber cola frente al mostrador acristalado donde vendían sus nutritivos bocadillos de calamares fritos que han salvado de la inanición a miles de noctámbulos irredentos como nosotros a los que resultaba indiferente el color de los cefalópodos aludidos; aunque Enrique y yo nos decantábamos por el verde fosforito.

Cerca de allí estaba -sigue estando, aunque también lo veo cerrado cuando paso por la calle de Cuchilleros- un local de nombre rimbombante: “El Mesón de la Cerveza”. Enrique, Quique y yo nos situábamos al final de la barra de obra y pedíamos un plato de champiñón con taquitos de jamón a la plancha, dos jarras de cerveza rubia y otra de negra. A Enriquito siempre le gustó pasar desapercibido. Entre birra y birra seguíamos hablando de libros, películas y música (quizá de la próxima actuación de Quique y su grupo de entonces, en plena Movida; aunque no me atrevo a asegurarlo).



Otro días dirigíamos nuestros pasos hacia Malasaña, entrando en cuanto bar aparecía en nuestro camino -”paradas técnicas” las llamaba Enriquito- o nos deteníamos en la “Ardosa” para saborear una pinta bien tirada de cerveza densa y nutritiva. Nuestro destino era un tugurio infecto -cuyo nombre no recuerdo o he logrado olvidar-, regentado por un matrimonio maduro -él pequeño y ella grande y rubia de bote-, seguidores del Madrid y el Atleti; por lo que se pasaban discutiendo todo el tiempo. El amor tiene múltiples facetas. Pero las verdaderas estrellas del lugar y el motivo de nuestra visita, amén de la cerveza, eran sus dos perros, una especie de Tip y Coll en cuanto al tamaño. Su destreza jugando al futbolín era legendaria. Ver al perro más grande de pie manejando las barras del portero y la defensa con las patas delanteras era tan alucinante, tan surrealista, que siempre ganaba a sus contrarios, inmóviles de admiración y perplejidad. Luego se llamó “Akelarre” tras el fallecimiento o jubilación de los dueños. Después, je ne sais pas.


Algunas noches solíamos quedar con Andrés, un colega de oposiciones,  en el “Ragtime”, un pub donde escuchábamos a los grandes del jazz -Satchmo, Holiday, Coltrane, Parker, David, Gillespie, Cannonball, Baker, Morton, Ellington, Blakey, Vaughan, Young, Fitzgerald, Gordon, O'Day...- y bebíamos sucesivas Voll-Damn hasta que cerraban de madrugada. Volver a nuestras casas era un problema menor o secundario del que nos salvarían un taxi o el búho, si recordábamos dónde paraba o dónde estaba nuestro domicilio. En este local escribimos varias poesías automáticas  -como aquella que empezaba con "Tus ojos, que no ven, son verdes y grises"- entre los lamentos de Andrés por su amor no correspondido -ser el tercero en una pareja no suele terminar bien-. Algunos clientes fumaban sustancias prohibidas. Algunos clientes se parecían a nosotros. El “Ragtime “ cerró sus puertas derrotado por otros ritmos y otros gustos.

Otras noches acudíamos a “La Escondida”, una tabernita próxima a Puerta Cerrada. Tenía una barra pequeña y varias habitaciones que siempre me recordaron la vivienda de Pedro Picapiedra por su decoración y rusticidad en las que era frecuente encontrar parejas dándose la paliza o... hablando bajito con los labios muy juntos. Nosotros seguíamos tratando temas exclusivamente intelectuales como... el culo de Tina Turner. Creo recordar que el dueño o el camarero tenía acento argentino o sudamericano  y servían finos y vinos olorosos, por lo que siempre pedíamos cerveza. Ahora, con otro nombre, y responsable supongo, desconozco su especialidad; pues nunca me ha gustado beber solo.

Esta reseña apresurada no representa un itinerario fijo u obligatorio -nada en nosotros lo era-, sino una evocación fragmentaria de lugares entrañables que ayudaron a crecer a mi estómago y compartir grandes momentos con individuos creativos y muy sedientos.

Seguro que he olvidado algún local que también frecuentamos, pero ya saben que la memoria es caprichosa, fragmentaria y olvidadiza; lo que no deja de ser una curiosa paradoja.

Poco a poco van desapareciendo los lugares donde convivimos con los amigos como, poco a poco, vamos desapareciendo ellos y yo.   







¿QUÉ SUCEDIÓ EN ESTOS DÍAS?

- Un acusado de violencia machista se cambia de sexo para que no puedan inculparle según la ley contra la violencia de género.

- La candidata popular al ayuntamiento de León intenta presentar en público su lista, su partido la desautoriza y se queda sola en el acto.

- Centros médicos privados gallegos utilizan  máquinas de alta tecnología donadas por la Fundación Amancio Ortega a la sanidad pública por "falta de espacio en el hospital universitario de La Coruña".

- Ocho meses de cárcel a una estudiante de  medicina por cambiar varias respuestas durante la revisión de un examen.

- "La homosexualidad es un vicio repugnante en lo social, aberrante en lo sexual, perverso en lo psicológico y déficit en lo endocrino" sentenció un juez en 1951. Otro lo consideró "un atentado contra el Espíritu Santo".

- Un cliente pide en un bar un Cacaolat hirviendo, pero que no queme.

- Una senadora del PP por Burgos vota contra una moción para invertir en su provincia.

- "Asesinos, manipuladores, os estamos vigilando, criminales, miserables, sicarios al servicio del mal" son algunos comentarios recibidos por la AEMET en su twitter, enviados por negacionistas -anónimos como cabe esperar- del cambio climático.

- El ayuntamiento de Zaragoza impondrá multas hasta 1500 € por rebuscar en la basura.

- La Fiscalía de Barcelona pide más pena de cárcel para la agredida que para su agresor sexual (a estas horas aún no han cesado al fiscal).






OLDIES

Eva Carboni,  intérprete de blues y jazz, escritora y artista plástica  nacida en Cerdeña, nos deleita con el tema homónimo de su segundo álbum : "Smoke and Mirrors".

https://www.youtube.com/watch?v=beWlleUusFI





LITERALIA




LA TRASTIENDA



Doña María de la Nunciatura Fernández Larriba falleció entre las tres y cinco de la madrugada del día veinte del corriente, festividad de su setenta y ocho cumpleaños, a consecuencia de un fallo multiorgánico según certificó el médico forense tras realizar la pertinente autopsia. Como vivía sola, no recibió ningún tipo de ayuda. Los vecinos del inmueble avisaron a la policía cuatro días después al extrañarles su reiterada ausencia, pues, según los testimonios recogidos por los agentes judiciales, solía limpiar la escalera a primera hora de la mañana”.

Cerré la pluma, guardé la breve reseña en la carpeta de <<FAMILIARES DESCONOCIDOS>> y abandoné el despacho. Fiché sobre las seis y media de la tarde, salí a la calle y caminé lentamente hacia el bar de todos los días; donde me reunía con tres o cuatro amigos para compartir unas cervezas y unos dardos. Al día siguiente, hablaría con la Seguridad Social para averiguar si tenía familiares vivos, y con los vecinos, por si podían añadir algún dato nuevo a otro caso de “óbito solitario” como decía mi superior, el ilustre Melquíades, ingeniero agrónomo y Jefe del Departamento Municipal de Lesiones y Decesos. Al día siguiente, muy temprano, realicé la primera llamada:

  • Buenos días, señorita. Me llamo Rafael Buendía y trabajo en el ayuntamiento –dije a la melodiosa voz femenina que me recibió con las palabras: “Activos, dígame” al otro lado del teléfono.

  • Le atiende Candi. ¿En qué puedo servirle? – añadió.

  • Quisiera saber si doña María de la Nunciatura Fernández Larriba tiene familiares vivos.

  • ¿Tiene el DNI?

  • Un momento.

Tras buscarlo en el dossier, retomé el auricular y afirmé:

  • Señorita... 211221.

  • Espere unos segundos.

Después, disfruté unos momentos de música clásica que me deprimieron sobremanera.

  • ¿Sigue usted ahí? – inquirió Candi.

  • Por supuesto.

  • Según nuestros datos, tiene un hijo llamado Carlos Masnou Fernández, residente en Favara, provincia de Valencia.

  • ¿Tiene algún teléfono o dirección particular?

  • Esa información está descentralizada y, por tanto, no estamos autorizados a facilitarla. ¡Buenos días!

Colgó.

Me dirigí al Departamento de Correos; donde consulté una guía telefónica de la citada población, aunque no encontré a ningún Masnou. Decidí llamar al ayuntamiento, donde me atendió una joven a la que no entendí ni palabra hasta que decidió utilizar el mismo idioma que yo. Con voz clara y musical, me comunicó que “el señor Masnou, al no ser nativo de la población, no constaba en la guía telefónica por acuerdo municipal de mil novecientos sesenta y cinco; estando incluida, por natural, su esposa, doña Amparo Férriz Climent, domiciliada en la plaza de Juan Carlos I, antigua Francisco Franco, y con teléfono 96271598”.

  • Muy amable, señorita. Adeu!

Regresé a mi despacho y efectué la segunda llamada. Poco después, me respondía una voz indefinida.

  • ¿Quién va?

  • El señor Carlos Masnou Fernández, por favor.

  • ¿Quién es? ¿Qué quiere?

  • ¿Es usted el señor Masnou?

  • ¿Quién pregunta?

  • Me llamo Rafael Buendía y trabajo en el Ayuntamiento de Madrid.

  • ¡Y a mí qué!

  • Eso depende.

  • ¿De qué?

  • De que sea o no, Carlos Masnou Fernández.

  • El mío marido está en la huerta y no regresa hasta media tarde.

  • ¿Sobre qué hora aproximadamente?

  • Entre cinco y seis.

  • Llamaré entonces.

Colgué el aparato.

A continuación, me reuní con el ilustre Melquíades y le comuniqué mis avances en el caso de doña María de la Nunciatura, expediente M-03/583. Tras fugaz reflexión, me ordenó que hablase con los vecinos por si conocían a otros familiares o allegados y que, en caso negativo, incluyese a la finada en la lista de “los comunes”.

Me despedí de mis compañeros y, dando un paseo –hacia una mañana preciosa-, me trasladé hasta el domicilio de la difunta: un destartalado inmueble bajo protección oficial sito en la Travesía de Cabestreros. Erigido en 1911, el edificio, con una disposición similar a las corralas, constaba de cuatro pisos y una azotea comunitaria. Cuarenta familias habitaban las exiguas viviendas que se abrían a un patio interior y compartían los servicios situados en los rellanos de las escaleras. Casi todos rondaban, o sobrepasaban, la edad de doña María de la Nunciatura, y, salvo contadas excepciones, vivían solos como ella. El casero había presentado seis expedientes de ruina, que Urbanismo había rechazado, alegando que pagaban una renta muy baja y que la única forma de rentabilizar el edificio era desahuciar a los inquilinos y convertirlo en un bloque de apartamentos de lujo.

Doña Patrocinio, la portera, era una mujer muy menudita y cariñosa, un poco sorda. Envuelta en una toquilla gris, me atendió en su cubil, que calentaba con un brasero escondido bajo la mesa camilla. Tras identificarme, le expuse el motivo de mi presencia en el inmueble. Me tomó de la mano, me empujó hacia el interior y me invitó a un caldo recién hecho para calentar el cuerpo y para que no nos oyera esa jauría de chismosas que eran sus vecinas según palabras textuales.

  • Mire, joven, Nancy era una buena persona y una mejor vecina.

  • ¿Ha dicho Nancy?

  • ¡Claro, Anunciación!

  • Disculpe usted, doña Patro, pero se llamaba María de la Nunciatura.

  • ¡No pude ser! En los recibos, ponía Anunciación.

  • En la partida de nacimiento, consta María de la Nunciatura.

  • ¡En fin, intentaría suavizar el nombre!

  • Continúe usted.

  • Vivía aquí desde hacía treinta años. Su marido, el señor José, un hombre demasiado tieso para ella, era ferroviario. Durante quince años, fue jefe de estación en Peñaranda de Bracamonte, provincia de Salamanca, hasta que consiguió el traslado a la capital por mediación de un tío militar. Alquilaron este piso, porque resultaba económico y quedaba relativamente cerca de la Estación de Atocha; donde él estaba destinado. Nancy se dedicaba a su casa y a sus dos hijos. Nunca dio motivos de escándalo o denuncia.

  • ¿Ha dicho dos hijos, doña Patro?

  • ¡Dos desagradecidos, joven! El mayor salió tan presumido y fanfarrón como su padre. Vestía como un príncipe, no trabajaba en nada y se pasaba las mañanas en los billares; las tardes, tonteando con las criadas, y las noches, alternando en los cabarets. Le mataron una madrugada por un asunto de dinero. Al infeliz, le cosieron a puñaladas en el portal.

  • ¿Y el otro?

  • ¡Carlitos! Un descastado que hizo la mili en Valencia, se casó con una lugareña, y, si te he visto, no me acuerdo. Ni una mala carta o una llamada telefónica. ¡Nada de nada! Ni siquiera vino al entierro de su padre.

  • Llamé a su domicilio, pero estaba trabajando. Debo comunicarle el fallecimiento y preguntarle si se ocupará de los gastos.

  • ¿Ese miserable...? – inquirió la portera, mordiéndose los labios.

  • Me decía usted que la finada era buena persona. Entonces, ¿por qué murió sola?

  • ¡Como todos!... Siempre estamos solos al nacer y al morir... ¡En los momentos más importantes de nuestra vida!

  • ¿Contribuiría a pagar su entierro?

  • Nuestra amistad no era tan profunda, joven.

  • En fin, doña Patro, ¡gracias por el caldo y el palique!

  • No se merecen.

  • Seguiré hablando con los vecinos.

  • Desconfíe, joven, desconfíe.


Doña Amalia ocupaba la vivienda anterior a la de la difunta; por eso empecé con ella. Viuda y madre de militares, rondaba los ochenta años y caminaba con la ayuda de un par de muletas. Ante mi extrañeza, comentó que el ministerio le había expulsado de su casa tras el fallecimiento del marido, brigada de infantería, y que había podido refugiarse en aquel tugurio, porque pertenecía a un pariente lejano que nunca le perdonó el alquiler y ahora pretendía desahuciarla. Mientras compartíamos una taza de té, me comentó que Nancy había sido muy desgraciada, pues su marido tenía una mantenida en la calle Serrano y sólo aparecía por aquí para traerle la ropa sucia, pegarle, cuando se negaba a lavarla, y acostarse con ella; porque era su obligación como esposa legítima. Cuando murió, el hijo mayor ocupó su lugar; aunque sólo le pegaba, cuando no tenía suficiente dinero para él. El pequeño desapareció muy pronto, así que la pobre siempre estuvo sola y dolorida. Por las tardes, merendábamos juntas; unas veces en su casa y otras, en la mía, y siempre me preguntaba lo mismo: “¿Para qué he nacido yo, Amalia? ¿Para sufrir?”. Procuraba distraerla, contarle alguna anécdota divertida; aunque rara era la noche en que no la sentía llorar, cuando volvía a su domicilio. ¡Estas paredes son muy delgadas, joven!

  • La portera me ha dicho lo mismo que usted, más o menos. ¿No tenía sobrinos, primos, hermanos...?

  • Tenía un par de sobrinos en el pueblo, pero murieron antes que ella.

  • Me ha dicho antes que doña María de la Nunciatura...

  • ¿Cómo ha dicho?

  • María de la Nunciatura.

  • Se llamaba Anunciación.

  • ¡Qué curioso! La portera afirma lo mismo, pero la partida de nacimiento confirma que su verdadero nombre era María de la Nunciatura Fernández Larriba.

  • ¿Eso es un nombre?

  • ¡Por lo visto! … Como iba diciendo, si era tan buena persona, ¿por qué murió sola?

  • Porque somos muy egoístas y muy insolidarios, porque sólo nos interesan los demás, cuando nos ven o nos beneficia.

  • ¿Estaría dispuesta a pagar su entierro, si el hijo no quisiera hacerlo?

  • Mi pensión es muy pequeña y..., además, ¿para qué están ustedes?


El señor Julián vivía en el piso siguiente al de la difunta. También viudo, había trabajado de panadero toda su vida y, por eso, padecía insomnio desde que se jubiló. No conseguía adaptarse al horario normal y mantenía el sueño cambiado; por lo que no era raro, según me comentó, verle pasear de madrugada por el barrio. Ante mis preguntas, respondió que la señora Nancy –también se extrañó al conocer su auténtico nombre- había sido una vecina magnífica que nunca le dio motivos de queja. Un retrato suyo, frente al que parpadeaba una vela, destacaba sobre la mesilla del escueto dormitorio. Expuso una historia similar a la de sus vecinas, aunque añadió que más de una vez se enfrentó al marido para evitarle golpes. Noté cierta emoción en sus palabras. Por un momento, sospeché que la consideraba algo más que una vecina. Mientras apurábamos un vaso de vino y un poco de jamón, me confesó que algunas noches, antes de acostarse, jugaban una partida de cartas para distraerse, compartían una taza de té y charlaban sobre sus respectivos pueblos entre suspiros nostálgicos. Estaban solos y se ayudaban a huir de dicha condición. Un día llamó a su puerta el hijo mayor, le cogió por la solapa y, entre amenazas, le prohibió volver a ver y hablar a su madre. Poco después, le apuñalaron en el portal; aunque yo no tuve nada que ver. Seguimos viéndonos, ya que el otro hijo tampoco estaba y el marido había fallecido en brazos de su amante a causa de un ataque cardíaco. Al segundo vaso de vino, comprendí que las noches pueden ser muy largas y la soledad, muy grande. Creí entender entre sus palabras que una situación llevaba a la otra. Cuando le pregunté por qué había muerto sola, me contestó que no había querido molestar a nadie, a él, que tanto la echaba de menos. Sin embargo, declinó contribuir a su entierro para evitar habladurías. Me despedí del anciano con un apretón de manos y una seña cómplice.

Los demás vecinos del primero reiteraron la misma historia sin variaciones importantes, por lo que subí un piso y llamé a la puerta del inquilino que vivía encima de la fallecida. Resultó ser Braulio Algodonales, un hombre de unos treinta años, pelo peinado al estilo rastafari, barba de varios días, voz soñolienta y aretes dorados en ambas orejas. El cuarto desprendía un olor que me resultó familiar, aunque me cuidé mucho de hacer comentarios al respecto.

  • ¿Passa colega? – fue su recibimiento.

Me presenté, me palmeó amistosamente los hombros, y me invitó a pasar al interior.

  • ¡Va, tío, no veas! La Nancy era una enrollada dabuten.

  • ¿Puede ser más explícito, señor Algodonales?

  • Llámame Bru Li, tío. ¡Lo hacen todos!

  • Muy bien, señor Bru Li.

  • Siempre tenía un plato caliente para mí y, cuando andaba con el mono, era la única que me cuidaba. ¡Ha sido mi segunda madre, aunque a la primera no la conocí!

  • ¿A qué se dedica usted?

  • Soy diseñador informático, tío.

  • ¿Fabrica ordenadores?

  • ¡Para nada, colega! Creo juegos para consolas. ¡Se gana un pastón y trabajas en tu casa!... ¡Dabuten, tío!

  • ¿No tiene jefes, ni horario fijo, ni plazos de entrega?

  • Más o menos; pero todo es muy relajado. Unas rayitas por aquí, unas copitas por allí, y, cuando lo he terminado, vuelo hasta Barcelona a cargo de la empresa y entrego el producto. Lo visualizamos, discutimos los cambios o mejoras y regreso para perfeccionarlo. Después, lo presentamos a la prensa y a los posibles compradores en una fiesta donde te metes y comes de todo, azafatas incluidas.

  • Parece un trabajo muy entretenido.

  • ¡Ya te digo, colega!

  • Me decía usted que Nancy –cuando le comuniqué el verdadero nombre de la difunta, exclamó: “¡Qué flipe, tío!”- era una buena persona; entonces, ¿por qué estaba sola, cuando murió?

  • ¡Ya sabes, colega! Cada uno va a lo suyo y sólo nos acordamos de los demás, cuando los necesitamos. Por lo visto, es otra de las estúpidas leyes de vida que tenemos.

Entonces, tuve una iluminación y le pregunté:

  • ¿Supongo que serán hembras?

  • ¡Las mejores de la ciudad, colega!

  • Huele muy bien, desde luego.

  • ¿Hace un truja?

  • Me retiré hace unos años. Además, no me trago el humo.

  • Si tengo que declarar a favor de Nancy, no tengas ningún reparo. Vengo en la guía.

  • ¿Estaría dispuesto a pagar su entierro?

  • Dime cuánto y asunto concluido.

  • ¡Es muy generoso, señor Algodonanles!

  • ¡Bru Li, colega, Bru Li! – me corrigió, mientras me despedía con una reverencia y las manos juntas a la altura del pecho.



Doña Veneranda vivía debajo de Nancy. Tenía una casa arreglada con mucho gusto y algo de coquetería. Cuarenta años como dependienta en una perfumería de lujo le habían enseñado a distinguir las verdaderas esencias de los perfumes baratos; sin embargo, no había aprendido a dosificar la intensidad de los aromas en una habitación tan pequeña como su salón.

Alrededor de los setenta y cinco, peluca castaña muy bien peinada, maquillaje discreto, elegante traje sastre, llamativo crucifijo dorado sobre el pecho, me atendió con educación; mientras preparaba la comida en una pequeña cocina de gas butano.

  • Nancy era una mujer muy laboriosa que se ganaba un buen dinero barriendo la escalera; pues, aunque nos tocaba una semana a cada vecino, preferíamos pagarle a ella antes que hacerlo nosotros. Desde luego, no puedo quejarme de su comportamiento durante todos estos años; aunque siempre me pareció demasiado vulgar.

  • ¿No se le conocen otras relaciones, salvo su marido?

  • Llegaba muy tarde de mi trabajo, por lo que sólo tenía tiempo para ducharme y cenar algo ligero. En cualquier caso, nunca he oído comentarios entre la vecindad y aquí, como puede suponer, nos conocemos todos.

  • Dígame, doña Veneranda, ¿por qué murió sola, si era tan buena persona?

  • También era muy rara y no dejaba entrar a cualquiera en su casa. De hecho, era la única vecina de la que no tenía llave la portera.

  • ¡Qué curioso! Sus vecinos no me han comentado nada al respecto.

  • Porque todos se aprovechaban de ella: el hippy de arriba, porque le hacía la comida gratis; el viejo de al lado, porque le lavaba la ropa; la otra, porque le hacía la compra; la portera, porque la sustituía, cuando se marchaba de vacaciones, etc, etc, etc.

  • ¿Estaría dispuesta a contribuir a su entierro?

  • Bueno.., si los demás están de acuerdo, yo...

  • Salvo el señor Algodonales, el hippy, como usted le llama, se han negado todos por diferentes motivos.

  • ¡Ah, en ese caso, a mí nunca me ha gustado destacar!


Abandoné el edificio algo molesto. Vivimos juntos, pero nunca revueltos.

Cuando llegué al despacho, descolgué el teléfono y realicé la tercera llamada.

  • ¿Quién va?

  • ¿Don Carlos Masnou Fernández?

  • Soy yo. ¿Qué pasa?

  • Lamento comunicarle que su madre, doña María de la Nunciatura Fernández Larriba, falleció el pasado día veinte debido a un fallo multiorgánico.

  • ¿Van a pagar ustedes el entierro? Mi mujer ya me habló de usted.

  • ¿Nosotros?... Siendo usted el único familiar vivo y heredero directo, le corresponde a usted ocuparse de los gastos.

  • Entonces, no me interesa.

Y colgó el aparato.



CRÓNICA DE SOCIEDAD (urbi et orbi)

Es bien conocida la fama de loco, provocador y pervertido del emperador Calígula, que lo fue entre el 37 y el 41 de nuestra era. Cuatro años tardó Roma en precipitarle a los abismos del Hades, vía espada filosa al cuello. Sorprende el conservadurismo y tradicionalismo del pueblo romano por lo siguiente: 177 años después del abrupto y sangriento fin de Cayo César Calígula en 218, fue coronado emperador un chaval de 14 años de edad (Vario Avito Basiano) que ya, a tan tierna y nada inocente edad, había sido sumo sacerdote del dios solar El-Gabal en Emesa (la actual Homs, Siria), un meteorito en realidad,  razón por la cual pasó a la Historia como Heliogábalo, aunque bien podría haber sido conocido como Calígula II. Su entrada en Roma causó sensación, porque lo hizo en un carro tirado por mujeres desnudas. Hacía pagar cantidades astronómicas por un plato, un espectáculo, un perfume o un esclavo que se le antojaran. Era clara y públicamente bisexual, frecuentando tanto los burdeles como las escuelas de gladiadores. Tampoco era extraño que se vistiera de mujer, con labios y ojos pintados, peluca y ataviado de perlas y brazaletes, y simulara su matrimonio con un gladiador. Según Dion Casio, el emperador preguntó a sus médicos si podrían introducir una vagina en su cuerpo con una incisión, y que, de ser así, les pagaría espléndidamente. Por otra parte, la gente decía de su madre cosas tales como que si el nombre del mozo era “Vario” se debía a que había sido concebido con el semen de varios hombres. Heliogábalo ciertamente sabía provocar. Pasó (el pueblo romano) lo de que arruinara al imperio con sus caprichos y exigencias de manjares delicados como las lenguas de flamenco rosa (?!). Pasó, pero menos, lo de construir un gran templo en el Monte Palatino para albergar un enorme falo negro que fue traído de Emesa junto con otros de menor tamaño. Pero lo que verdaderamente encendió la sangre a los romanos fue que se casara con una virgen vestal (algo así como una monja virgen con obligación de serlo), Julia Aquilia Severa, a la que, en el mismo año, abandonó para casarse con Annia Faustina, viuda de una de sus recientes víctimas; que, sin acabar el año, volviera con la vestal, y que todo esto sucediera sin prescindir de la tierna y pública relación que mantenía con Hierocles, su auriga rubio. Finalmente sucedió lo que todos estaban esperando y la guardia pretoriana se deshizo del molesto individuo por el procedimiento habitual. Al cabo de cuatro años exactamente, el tiempo standard para un provocador excéntrico como él (escribió Enriquito García Segovia).

En 1822 la Sociedad Americana de Colonización designó Liberia (que, por supuesto, hasta entonces no se llamaba así) como lugar al que remitir los esclavos negros liberados con idea de que fundaran su propio Estado, tomando como modelo el de origen, naturalmente. Pero, desde un primer momento fue evidente que los afroamericanos liberados y establecidos en la costa tenían cierta malsana tendencia a esclavizar a los del interior (es decir, que sí siguieron el modelo), en infinitas guerras tribales que no impidieron que, entre tanto, el país fuera vampirizado económicamente por multinacionales u otros países. En la década de los noventa del pasado siglo, destacó en estas guerras tribales, con armamento más o menos moderno, un “general”, anterior brujo tribal desde los 11 años, llamado Joshua Blahyi (1971), más conocido por su apodo “Butt Naked” (Culo Desnudo). Dejemos que el propio general nos cuente sus hazañas: “Antes de conducir a mis tropas al combate, nos emborrachábamos y drogábamos, sacrificábamos a un adolescente, nos bebíamos su sangre y luego nos quitábamos la ropa, salvo el calzado, e íbamos al combate adornados con vistosas pelucas y bolsos de mujer que habíamos robado a la población civil. Matábamos a todo el que veíamos, le cortábamos la cabeza y la usábamos como pelota de fútbol. Desnudos y borrachos, en pleno frenesí homicida, matamos a cientos de personas, tantas que hasta perdí la cuenta. Pero, en junio del año pasado, me telefoneó Dios y me dijo que yo no era el héroe que me creía, de modo que abandoné y me hice predicador. Él mismo reconoció, tras abandonar las armas y tomar los hábitos, que sus víctimas personales no bajarían de las 20.000. En 2009 la Comisión por la Verdad y la Reconciliación de Liberia (TRC), organismo parlamentario no judicial, publicó una lista de “Amnistiables” y otra de “Procesables” en relación con los crímenes de guerra. Por alguna razón, el reverendo Culo Desnudo estaba en la primera, lo que da pie a pensar qué habrían hecho los que estaban en la segunda. Hoy, posiblemente conocedor de las cualidades de la religión como arma de destrucción masiva, se dedica a alimentar la ignorancia del país en el más puro estilo de predicador yanqui, con esa mezcolanza de dios y nacionalismo con que ya desde hace siglos se ha alimentado la ignorancia en otros muchos países (prosigue el señor García).

 - Los astronautas que participaron en el “Proyecto Apolo” que llevó a los usamericanos a la Luna se entrenaron en una reserva de indios navajos por su semejanza con la superficie lunar; lo que puede dar una idea del terreno que los yanquis daban a los nativos americanos. Un día un anciano pastor navajo que cuidaba su ganado junto a un nieto se encontró con un grupo de astronautas y preguntó al niño quiénes eran esas personas vestidas con uniformes tan raros. Tras la respuesta del nieto, el viejo preguntó si podían llevar un mensaje suyo al satélite. Respondieron afirmativamente, pero le preguntaron el significado del mensaje. El anciano y el niño se negaron entre risas al igual que el resto de la tribu. Un traductor oficial del gobierno lo tradujo con las siguientes palabras: “Luna, ten cuidado con estos exploradores. Vendrán a robarte tus tierras como hicieron con las nuestras”.


FRASE DEL DÍA (sea el que sea)

En España, de cada diez cabezas, una piensa y nueve embisten.- (A. Machado).

CONTRAPORTADA





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