viernes, 29 de septiembre de 2023

candil literario 1


<<EL CANDIL LITERARIO>>

NÚMERO 1   ANNO I




 



SOCIEDAD LIMITADA





I






Compré la planta al salir de la oficina, un viernes por la tarde. Había pensado, tras pararme frente al escaparate de la tienda todos los días de laborables del mes, dar una sorpresa a mi familia. Por aquella época, se reducía –la planta- a un bulbo morado del tamaño de una cebolla y cuatro hojas amarillas de aspecto quebradizo y, todo sea dicho, nauseabundo. La componían –mi familia-: mi mujer, mis tres hijos y don Vitaliano, padre de mi señora y dueño de la vivienda que habitábamos. Mi esposa era, por entonces, muy aficionada a los tiestos y todas esas zarandajas, y recibió con gran satisfacción un regalo tan imprevisto. La colocó en el centro de la terraza, entre dos matas de petunias. El abuelo se limitó a escarbar la tierra de la maceta y exclamar:

  • ¡Has traído la ruina a esta casa! Pero... ¡antes me llevaréis con los pies por delante!

No hizo falta.

En cuanto a los niños, pues... ¡odiaban, cuanto les recordaba a los adultos!

Días después, mi mujer me comentó, alarmada, que las plantas se le secaban. Distraído, pregunté:

  • ¿De los dos pies?

  • ¡Pies!, ¿qué pies?

  • ¿No te referías a las plantas de los pies?

  • ¡Nooo!... Podrías prestarme un poco más de atención.

  • Hemos tenido tres hijos. Creo que no está nada mal.

  • ¡Ya estamos! ¡Siempre lo mismo! Me refería a los tiestos. Desde que trajiste esa planta tan rara, las demás se han ido marchitando poco a poco.

  • ¿Y ella?

  • Mide cerca de metro y medio y se ha comido todas las pinzas de la ropa que había en las cuerdas.

  • ¿Comido? ¿Quieres decir que la has visto masticar?

  • ¡Claro que no, imbécil! Sólo la he visto devolver las partes metálicas de los alfileres.

  • ¿Cómo los desprende de la cuerda? ¿No tendrá manos o algo semejante, verdad?

  • Las plantas no tienen articulaciones.

  • ¡Vaya problema! Con lo maja que parecía en la tienda.

  • Tendrás que llevártela.

  • ¡De acuerdo! Pero, ¿dónde la coloco?

  • Regálasela a tu madre.

  • ¡Buena idea! En el pueblo, tendrá más terreno para ella.

Nos olvidamos del tema y, después de comer, hicimos la siesta.

Ese fin de semana cargué la planta en la baca del coche y nos trasladamos hasta la población donde vivía mi madre, viuda desde los treinta años. Como fuimos sin avisar, pude conocer al que, meses después, sería mi quinto padrastro; aunque, por entonces, sólo era el médico del pueblo. “Sansón”, el viejo y fiel mastín que guardaba la casa, nos recibió con alegres ladridos que desaparecieron en cuanto olisqueó a la planta. Desde ese momento, sólo conseguimos sacarle amenazadores ladridos. Como decía, íbamos a llamar a la puerta, cuando, desde dentro, abrió un hombre de unos cincuenta años y aspecto juvenil que se despedía de alguien invisible –aún no le habíamos visto- con un natural:

  • ¡Adiós, castañita mía!

El ser invisible –mi madre- rondaría los cuarenta y cinco y aún tenía buena presencia de... ánimo.

  • Tu hijo ha venido. ¡Casi nos pilla, je, je!

Sin más, abandonó la casa y se perdió calle abajo. “Sansón” continuaba gruñendo. Mi madre, despeinada y en camisón, nos recibió en la cama entre aturdida y soñolienta. Sólo acertó a decir:

  • No os esperaba tan pronto.

  • ¡Discúlpanos! Otra vez llamaremos por teléfono.

  • Era el médico. Anoche tuve una ligera indisposición.

  • ¿De qué tamaño? – preguntó mi suegro, que no la podía ver.

  • ¿Qué insinúa usted? – inquirí, lógicamente indignado.

  • No insinúo, afirmo. Don Jaime, nuestro médico de toda la vida, también...

  • ¡Toda la vida no, papá! Sólo durante tres años, los últimos que vivió mamá – le corrigió mi esposa.

- Como iba diciendo..., también se despidió de mi mujer, la última vez que la vio, con un: “¡Castañita mía!”. Tanta familiaridad me pareció excesiva, y le despedí sin más explicaciones. Mi señora murió diez días después, según el nuevo médico, de... “nostalgia”.

  • En fin, mamá, es tu vida. Veníamos, más que nada, a traerte un regalo: esta planta.

La deposité en el centro del cuarto. Medía –la planta- metro ochenta centímetros de altura. Del bulbo, había salido un tallo verdoso y bamboleante que culminaba en una especie de alcachofa color berenjena. Mi madre esbozó una mueca de asco.

  • Es que, verás, en casa no nos cabe y habíamos pensado que... ¡como tienes más sitio que nosotros, pues... ¡

  • En fin, ya que habéis venido hasta aquí... Os quedáis a comer, ¿verdad?

  • ¡Hombre, claro! – contestó mi suegro.

Pasamos el resto del día en el pueblo y, por la noche, regresamos a la ciudad. No supimos nada de ellas –mi madre y la planta- hasta seis meses después; pero, antes, una desgracia quebró nuestra paz familiar.




II




La noche anterior había helado mucho y la calle estaba resbaladiza. Muchos ciudadanos tuvieron que tomar los transportes públicos para acudir a sus trabajos al no poder arrancar el motor de su automóvil. Después de desayunar, mi suegro se enfundó la gabardina y se dirigió al Hogar de Ancianos; pero..., ¡no era su día de suerte! No había caminado diez metros, cuando resbaló teatralmente y cayó al suelo. Mi mujer, su hija, que le observaba desde la ventana de la cocina, profirió un grito horrible y, después, vino a despertarme a la cama. No había ido a la oficina, pretextando un fuerte catarro. A medio vestir y en zapatillas, sin lavarme la cara ni peinarme, hecho un verdadero asco, me vi arrastrado hasta la calle por mi cónyuge, dueña de unos ímpetus desconocidos hasta ese momento. Aunando sus fuerzas, tres viandantes habían levantado a don Vitaliano y apoyado contra un coche cercano. El pobre hombre se quejaba de la cadera y de la frialdad de la carrocería. Tras pasar su brazo izquierdo por encima de mi hombro, trasladarle hasta mi coche y abrir la puerta delantera derecha, le coloqué, no sin grandes esfuerzos, en el asiento correspondiente y nos dirigimos hacia el hospital más cercano. Durante el trayecto, le pedí que agitara un pañuelo blanco por la ventanilla para que nos franquearan el paso; pero, entre lamentos, se limitó a contestarme:

  • ¡Estoy yo bueno! Conduce con una mano y mueve el pañuelo con la otra.

  • ¿Qué tiene que ver la cadera con el brazo?

  • Son huesos, al fin y al cabo. Me duele todo el cuerpo. ¡Ay, ay, ayyy! Acelera, que no llego.

  • Está cerrado el semáforo.

  • Tú lo que quieres es que me muera. ¡Verás, cuando se lo cuente a mi hija!

En resumidas cuentas, que me tocó mover el pañuelo y conducir a la vez. Cuando llegamos al hospital, pregunté por las Urgencias. Me respondió el conductor de un coche fúnebre.

  • La tercera desviación a la izquierda.

Allí, entre los histriónicos alaridos de don Vitaliano y las prisas de los enfermeros, pude explicarle lo sucedido al médico. Tras cuatro horas de pruebas, lamentos y llamadas telefónicas a mi señora, el diagnóstico fue:

  • Fuerte traumatismo en la zona de la cadera que interesa a ...

  • Mi, me interesa a mi – aduje, nervioso y desesperado.

  • ... al sacro, con rotura múltiple del coxis y osteopatía aguda de pubis – prosiguió, imperturbable, el facultativo.

  • ¿Cree que se salvará, doctor? – pregunté, mientras calculaba el montante de la operación.

  • ¡Descuide! En cuarenta días, estará en casa.

  • ¿No podrían ser ochenta? Andamos muy justos de camas.

  • Por cierto, ¿es beneficiario de la Seguridad Social?

  • Pensionista.

  • Le operaremos mañana mismo; aunque, de momento, permanecerá aquí hasta que le asignemos una habitación.

  • Entonces, ¿puedo irme ya?

  • Aquí ya no tiene nada que hacer.

Aún no había terminado la frase, cuando ya aceleraba por la autopista rumbo a mi domicilio





III




En esta ocasión, no encontré al médico en casa de mi madre, sino al alcalde; pero, curiosa coincidencia, eran la misma persona. Me le presentó como “don Mariano, un buen amigo”. Él, por su parte, yo no la llamaba “castañita mía”, sino “María de los Portentos”. Con grandes aspavientos y comentarios irreproducibles en estas páginas, me confeccionó una panorámica diáfana de la situación. Insistía una y otra vez en que le había regalado una planta carnívora.

  • Mamá, ¡no seas ingenua! Las plantas no comen. Viven del aire y de las sustancias minerales disueltas en el agua – dije, haciéndome el erudito.

  • Pues ésta, no. Mira, mira; aún quedan plumas de la última gallina que se zampó.

La planta, que había llegado a los dos metros de altura y presentaba una tonalidad rosácea, abrió la alcachofa culminante color berenjena, y dejó escapar otra pluma. Por primera vez me asustaron las apariencias. Con el tiempo justo para despedirnos, cargué la cosa -¿cómo llamar a un ser de aspecto vegetal y alimentación animal?- en la baca del coche y enfilé la carretera hacia la ciudad. Se nos presentaba un nuevo problema: ¿dónde metíamos semejante engendro para que no devorara a mi familia o a la vecindad? De nuevo en el hogar, cada día menos dulce, la cosa en el coche, trasladé mis temores a mi señora. En consecuencia, debí prepararle una tila. No hallamos ningún arreglo satisfactorio para situación tan comprometida. Como medida provisional, depositamos la cosa en el cuarto comunal o trastero. Don Vitaliano, tras una lenta pero productiva rehabilitación, volvió a casa. Mejor dicho, hubo que traerle a casa. En un principio, entre mi mujer y yo tuvimos que levantarle de la silla de ruedas. Después, le apoyamos sobre los bastones ingleses y echamos a andar hacia el coche. Abrí la puerta y, sin mirar, dije:

  • Ya puede subir. Nos vamos.

Silencio. Mi suegro no se había movido ni un ápice, manteniéndose en la misma posición en que le dejamos, acodado sobre los bastones. Me acerqué hasta él:

  • ¿Qué le sucede? – pregunté con candidez.

  • El médico me ha prescrito reposo absoluto y una vida sin esfuerzos innecesarios. ¡Llévame hasta el coche!

  • ¿Cómo dice?

  • Que me lleves hasta el coche. Si ando solo, puedo caerme y... sufrir un nuevo percance.

  • ¿Está seguro de haber entendido bien las instrucciones del doctor?

  • ¡Segurísimo!

Me coloqué tras él, me agarré a los bastones y, de esta guisa, avanzamos hasta el automóvil.

  • Más despacio que no estoy para extraordinarios.

  • Recuerde: primero, el pie y el bastón derechos; luego, los dos izquierdos. No se olvide, que acabamos los dos en el suelo.

  • ¿Me tomas por imbécil o qué?

  • Sólo pretendía concretar un plan de actuación.

  • Muévete y déjate de puñetas.

Sudoroso, pero contentos, llegamos hasta el coche. Le coloqué frente a la puerta trasera, que aún permanecía abierta, y corrí hasta mi asiento, frente al volante. Arranqué en dirección a mi casa. Cuando llevábamos recorridos unos ochocientos metros, intervino mi mujer.

  • Mi padre no ha subido.

Frené en seco. Los que me seguían, también; incluidos los ocupantes de una ambulancia.

  • ¡Otra vez no!... ¿Por qué no habrá subido este hombre?

Aunque estaba prohibido, giré allí mismo. Con la mejor y más hipócrita de mis sonrisas, me disculpé con los demás conductores y regresamos al hospital. Don Vitaliano, visiblemente enojado, permanecía quieto, en silencio, con la mirada perdida en algún infinito y el bastón derecho en alto, amenazante.

  • ¿Qué le ocurre ahora? – pregunté, crispado.

  • No puedo entrar en el coche yo solo. ¡Ayúdame!

  • ¿Lo ha intentado?

  • Yo ya lo tengo todo hecho en la vida.

Resignado, le libré de los bastones ingleses y, cuando iba a colocarlos sobre el asiento, noté su cuerpo contra el mío.

  • ¿Qué hace? ¿No puede esperar a que suelte las muletas?

  • El médico me recomendó no estar mucho tiempo de pie.

  • Por un minuto más, no pasaba nada.

  • ¡Tú que sabes! Podrían saltárseme los puntos.

  • Mucho morro es lo que tiene usted.

  • ¡Un respeto, Ubaldino, un respeto!

  • ¡Unas narices!

Me vi obligado a cogerle en brazos y meterle en el interior del automóvil. Mi mujer, bien aposentada en su asiento, me indicaba cómo debía poner a su padre para que estuviera más cómodo. Después, cuando ambos consideraron terminada dicha operación, emprendimos la marcha hacia nuestro domicilio. Desde ese momento, se comportó como un perfecto mueble. Tenía que sentarle y levantarle de su sillón; meterle, tumbarle y sacarle de la cama; acercarle hasta la mesa; lavarle y vestirle... pero, cuando no estaba yo en casa, ¡lo hacía él personalmente! según confesaron mis hijos. Me tenía totalmente desconcertado.

Si ya se presentaba complicada la convivencia familiar, un nuevo contratiempo se sumó a mi esforzada realidad. La cosa había devorado todos los enseres que se guardaban en el trastero, y, consecuencia lógica, los vecinos habían protestado y exigido una indemnización y su traslado automático. Para entonces, medía tres metros de altura y sesenta centímetros de grosor. Presentaba un aspecto sano y envidiable. Pero, ¿dónde la metíamos? Mi mujer había plantado nuevas matas de petunias y no quería perderlas. Los niños no querían saber nada de ella y el abuelo... ni se dignó contestarme. ¿Era otro de sus esfuerzos innecesarios? Yo la había comprado, yo debía resolver la papeleta. ¡Ah, la justicia del mundo! Por fin, decidí cortarla por la mitad y esperar a que se secara. Pero, misterio insondable, la cosa lo barruntó y cada vez que me acercaba a ella con el hacha en la mano, me recibía con la alcachofa color berenjena abierta y un ruido amenazante y disuasorio. Tras reiteradas y fracasadas tentativas, la coloqué en un rincón del comedor. Para poder alimentar a la cosa, me busqué un trabajo los sábados por la mañana. Mis hijos no estaban para complicaciones y mi mujer, simplemente, la odiaba; sin embargo, no cesaba de recordarme el precario estado de su progenitor, que había engordado doce kilos desde que le trajimos del hospital. Pero, a pesar de tan desesperada situación, nuestra vida familiar se desarrollaba pacífica y metódica, es decir, rutinaria.




IV



El último domingo de enero sucedió el hecho, imprevisible pero inevitable, que marcó nuestras vidas para siempre. Tras sentar al abuelo y arrimarle hasta la mesa, mi mujer sirvió el primer plato. Con una velocidad impropia de su precario estado, don Vitaliano devoró la sopa en un santiamén. No había tenido tiempo ni para felicitar a mi señora por su nuevo peinado. El segundo plato, pollo al limón, permitió unificar el criterio de toda la familia: abrimos los ojos desmesuradamente y nos relamimos los labios. Pero, cuando mi suegro se disponía a llevarse la boca un sabroso muslo, seis apéndices verdes, semejantes a zarcillos, rodearon la presa y la trasladaron hasta la cosa. Olvidándose de todos sus achaques imaginarios, don Vitaliano se volvió sobre sí mismo y peleó con la cosa por el muslo. Tras insultos, patadas, mordiscos y forcejeos, la planta resultó victoriosa y engulló el trozo de pollo y a mi suegro. Sorprendidos, boquiabiertos, perplejos, no supimos cómo reaccionar. Mi mujer, histérica y desolada, chillaba:

  • ¡Haz algo! No te quedes así.

Entre la hilaridad de mis descendientes, que gritaban: “¡Yupi, ya tenemos otra habitación para jugar”, cambié de postura.

  • Mi pobre padre devorado por ese monstruo. ¡Tú y solamente tú tienes la culpa!

  • Sí, querida, tienes toda la razón.

Después de quince años de matrimonio, había aprendido que los maridos siempre tenemos la culpa de todo lo malo que se produce durante la vida conyugal.

Pero lo más curioso vino después. La cosa empezó a hablar con la voz y la prepotencia de don Vitaliano. Lo primero que dijo que:

  • Coge mi tiesto y ponme sobre la silla.

  • ¿Cómo dice? – pregunté atemorizado.

  • ¡Imbécil! ¿No me has oído?

Por algo decía mi madre que “la distancia da seguridad”.

Ante los insistentes codazos de mi mujer, que exigía: “Respeta su última voluntad”, sólo pude argüir:

  • ¿Estás segura de que es la última?

  • ¡Haz lo que dice!

Levanté la cosa y la senté a la mesa. En cinco minutos, la vació de alimentos y bebidas. Después, adoptó la misma postura, semiagachada y temblorosa, que asumía mi suegro, cuando quería algo de mi.

  • Llévame hasta el sofá y acomódame – ordenó, tajante.

Obedecí en silencio. Desde ese infausto momento, la cosa suplantó totalmente la personalidad y las manías de don Vitaliano. Y aunque, a primera vista, la desaparición de mi suegro parecía resolver un problema: él; en realidad, sólo se había producido una duplicidad en base a la cual la agresora y el agredido habían conformado una sociedad limitada para la que, por desgracia, desconocíamos el método de disolución.

Fue mi hijo pequeño quien tuvo la idea salvadora. Por algo decía el psicólogo del colegio, refiriéndose a él: "Vale para cualquier carrera. No le presionen demasiado a la hora de elegir. Comprendo que mi consejo puede parecerles algo ambiguo, pero nunca falla".

Por eso, cuando el director contestó afirmativamente a nuestra desusada petición, toda la familia –incluidos don Mariano, gobernador civil, y mi madre- saltó de alegría; pues, sin que sirviera de precedente, un sí resolvía todos nuestros problemas y los de la honesta institución que había decidido acoger a la cosa en base a “que tenemos un agujero libre en el jardín”.

Un miércoles inolvidable, radiante y despejado, entregamos la cosa –que fumaba Celtas cortos como don Vitaliano- al señor Corcuera, Director de la Residencia para Ancianos “Virgen de los Desamparados”.

¡Qué felices somos desde entonces!






V




Según las últimas noticias publicadas en los periódicos, tan respetable institución se ha visto obligada a cerrar sus puertas, debido a la fulgurante desertización de su jardín y el progresivo deterioro sanitario de sus residentes.

Aunque ningún experto ha podido relacionarnos con dicha catástrofe; las sospechas policiales, sin embargo, apuntan hacia los proveedores de cierta planta de aspecto repugnante, encontrada en el jardín del asilo. Por fortuna, dejamos una dirección y un número de teléfono falsos.

¡Qué sería de nosotros sin las ideas de nuestro hijo pequeño!













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