lunes, 9 de octubre de 2023

candil literario 2

<<EL CANDIL LITERARIO>>

NÚMERO 2   ANNO I





LAS BODAS DE PLATA 





      • Cuando rememoro aquella jornada, termino adoptando siempre una mueca de cierta incredulidad. Por entonces, nuestra existencia podía calificarse de estable y feliz; pero el radicalismo más furibundo asumió la conocida forma del párroco de nuestra iglesia, cuando nada hacía presagiar un cambio brusco en nuestra vida.

        Todo comenzó a las siete de la tarde, cuando la muy santa –y católica y apostólica y romana y...- María de la Encarnación del Séptimo Día Riquelme Cienfuegos, de la que soy abnegado esposo, tal y como señala la fórmula marital, desde hace veinticinco largos años, regresaba al hogar -en nuestra puerta de calle puede verse una chapa que reproduce el Sagrado Corazón de Jesús, y, bajo ella, otra más pequeña en la que se lee: “Dios bendiga cada rincón de esta casa”-, como todos los primeros viernes de mes, tras guardar paciente cola durante tres horas alrededor de la iglesia de Jesús de Medinaceli, ascender de rodillas hasta la sagrada imagen del Salvador, besarle los pies, descender nuevamente de rodillas y depositar un suculento óbolo en el cepillo parroquial para que el Hijo de Dios continuase velando por nuestra salud física y moral.

        Nada más salir del precario ascensor de madera y persignarse tres veces –como no entiende el funcionamiento del elevador, nunca ha logrado perderle el respeto-, llamó al timbre –no utiliza llaves por si se las roban-, liberando el archiconocido estribillo: “Gloria in excelsis deo”; lo que me obligó a levantarme del sofá donde estaba tirado, siguiendo las vicisitudes del partido decisivo de la Liga de fútbol.

        Abrí la puerta. Se horrorizó al descubrirme vestido, únicamente, con una camiseta de tirantes y un calzoncillo blanco en origen. Como soy indolente por naturaleza y vago por convicción, sus vituperios censores me entraron y salieron por los oídos sin provocar el más mínimo arrepentimiento por mi parte. ¡Siempre he defendido la comodidad frente a las buenas formas! En otras palabras, nunca me ha preocupado el qué dirán y, además... ¡en mi casa, estoy como me da la gana!

        • ¿Qué pensarán los vecinos, Melitón, si te ven tan, tan...?

        • A mi como si se la machacan.

        • ¿Tan... –poniéndose colorada- ligero de ropa?

        • ¡Odio los eufemismos, María! Hay cuarenta grados a la sombra y estoy empapado en sudor.

        • Por eso no dejas de beber cerveza.

        • ¡Para refrescarme!

        • Cuánto más líquido ingieras, más transpirarás después.

        • ¡Vete al pedo, querida esposa!

        Volví a sentarme frente al televisor y encendí un nuevo cigarrillo. ¡Esta mujer mía es más tonta cada día que pasa!... ¡Con lo maciza que estaba, cuando nos conocimos!

        La imaginé  depositar la toquilla y la peineta negras sobre el alegre paño color nazareno que cubre el mueble del vestíbulo y, a continuación, descalzarse ante la estuatilla del Cristo del Gran Poder.

        Luego, atravesaría el salón cuchicheando “Ora pro nobis”, se metería en la cocina y cerraría la puerta. Como todos los meses, había invitado a cenar a don Acisclo, el párroco de nuestra feligresía -san Tito Empalado, mártir-, y, en consecuencia, se había decidido por un menú a base de: “Carne de san Juan Nolasco”, una especie de filetes rusos de su invención, cuyo principal ingrediente eran las espinacas, y, de postre, unos suculentos “Huesos de santo”. ¿Pretendía salvarnos por el estómago? En ese caso, ¿por qué sufro una úlcera de duodeno desde nuestro primer mes de casorio? Entre plato y plato, el clérigo nos deleitaría con algunos de sus gallos dodecafónicos que, una y otra vez, se empecina en presentarnos como “Canto Gregoriano Silense” o... ¿era silente? 

        Durante el descanso del partido –todo parecía indicar que el SuperDepor lograría su primer título liguero-, me acerqué hasta el otrora tálamo nupcial, ahora escenario costumbrista, y cogí los regalos que había comprado para la ocasión. Me reuní con ella en la cocina y, tras besarle débilmente en el cuello –caricia que la produjo asombro y sofoco, por ese orden-, se los entregué.

        • Últimamente, estás muy atrevido, Melitón.

        • ¡Mujer, ya llevamos casados unos cuantos años para tenernos alguna confianza, digo yo!

        • Ya sabes lo que piensa don Acisclo sobre la promiscuidad.

        • Ese alumno aventajado de monseñor Lefebvre no piensa, sólo condena.

        • Melitón, ¡tengamos la fiesta en paz!

        • Cancela la invitación y yo me ocuparé de hacerte ver las estrellas, castañita mía.

        • Como me pongas las manos encima, grito hasta que acudan los vecinos.

        • En fin (suspiro hondo),... ¡Felices bodas de plata, querida!

        ¡Oh, cruel sino el mío!... Un cuarto de siglo unido a esta beata menopáusica plagada de verrugas que nunca sabrá lo que es el puerperio y que me encandiló con sus malas artes, cuando era una linda jovencita de culito respingón y prietas carnes.

        Me abrazó débilmente y besó de refilón en la mejilla. Quizá la ocasión requería una caricia más intensa –un buen tornillo con nuestras lascivas lenguas entremezcladas-, pero estaría en pecado mortal y no podría dormir en gracia de Dios.

        Depositó los paquetitos sobre la mesa de la cocina –junto a las hierbas de Popeye, el tomate frito natural y los dientes de ajo- y los abrió parsimoniosamente.

        El coqueto envase de cristal, réplica exacta del botafumeiro compostelano, llamó su atención desde un principio, que se transformó en piadoso júbilo, cuando olisqueó el contenido con éxtasis cuasimariano.

        • ¡Oh, oh, esencia de incienso! ¡Qué feliz me haces!

        • Conozco otros métodos que también te...

        • Ya sabes que los viernes obedezco la regla y no pruebo la carne.

        • ¿Sólo los viernes?

        • ¡No seas malo, Melitón, que el buen Dios te castigará!

        • ¿Crees que me condenaría al paraíso de las huríes?

        • ¿Quiénes son ésas?

        • Las compañeras de los bienaventurados que ganan el cielo musulmán. Su nombre significa: “las de ojos muy hermosos”.

        • ¡Infiel, pagano, idólatra!

        • Hombre, nada más.

        El segundo regalo aumentó su arrobamiento, amagando una incipiente levitación.

        • ¡El rosario del Papa en disco compacto! ¡Oh, Melitón, qué bien me conoces!

        • ¿En sentido bíblico?

        • Podré invitar a mis amigas a tomar el té y rezar juntas, conducidas por la melodiosa voz de Su Santidad...¡Cómo me enviadarán!

        • ¡Sean todas bienvenidas al Club de las Beatas Enajenadas!... ¡Pasen y vean!

        • ¡Melitón, apúntate tres avemarías!

        • ¡Pues, vale!... Al fin y al cabo, ya llevo unas diez mil, así que unas pocas más no...

        El tercer regalo, sin embargo, le causó honda preocupación.

        • ¿Pretendes que me ponga estas medias?

        • ¡En absoluto! Las he comprado para mi... ¡Me hacen tan esbelto!

        • ¿No resultarán un poco atrevidas?

        • Si las comparas con las negras que gastas habitualmente, hasta un simple calcetín de tenis sería piedra de escándalo.

        • No sé si debo... Pediré su opinión a don Acisclo, cuando venga.

        • Seguro que te recomienda el cilicio y las flagelaciones. ¡Menudo sádico está hecho!

        • Le tienes ojeriza, Melitón.

        • ¡Encima!... Lo que debe aguantar un militante histórico de la extinta FAI como yo: comer en la misma mesa que un cura... ¡Qué pruebas más duras nos presenta la vida!

        • ¡Es un alma del Señor!

        • Que vive de la ignorancia de sus fieles como todos los de su calaña.

        • Sin su expreso consentimiento, no hay medias que valgan.

        • Pero, querida María, te harán más guapa. Las utilizan mujeres de toda clase y condición y nadie se escandaliza por ello.

        • ¡Serán unas frescas!... Yo no me pongo nada sin la aprobación de mi asesor espiritual.

        • Por eso sigues utilizando bañadores de cuerpo entero que sólo dejan visibles las manos y los pies.

        • ¡Cómo manda la Santa Madre Iglesia!

        • La secta que tiene a un tal Torquemada entre sus más ilustres representantes.

        • ¡Un elegido del Altísimo sin duda alguna!

        • Un espíritu intolerable que empleaba agujas y alfileres para pinchar los ojos de las personas acusadas de brujería, cuyas cabezas perforaba de un oído a otro con hierros candentes.

        • ¡Leyendas negras, habladurías de la mala gente que no deberías escuchar!... Melitón, ¡acabarás consumiéndote en el infierno!

        • ¿Tiene bar?

        • ¡Ah, eres incorregible!

        • Puedes añadir a tu atuendo un velo y unas gafas de sol y te convertirás en una foca perfecta, costilla mía.

        • Te pongas como te pongas, consultaré con don Acisclo durante la cena.

        • Ahora me entero de que es diseñador de moda.

        • Es un hombre de juicio recto y vida ordenada.

        • Por eso me lo encontré el otro día jugándose hasta el apellido en el bingo de la esquina... para aumentar las limosnas del Cristo de la Última Palabra, supongo.

        • ¿Cómo?... ¿Qué le has visto dónde?... ¡Calumnias, mentiras, invenciones1... Por cierto, ¿qué hacías tú en ese lugar?

        • Eh..., comprar tabaco, no te digo.

        • ¿Ya estaban cerrados los estancos?

        • Fui a conseguir una “paga extra” para poder comprar tus regalos. Ya sabes que no nos sobra el dinero.

        • (sorprendida) ¡Ah, bueno, en ese caso...!

        Regresé al partido de balompié, y apuré la cerveza de un trago cabreado.

        Mis familiares y amigos más allegados nunca habían comprendido el motivo de la poca productividad de nuestro matrimonio; pero su extrañeza se habría convertido en franca admiración -incluso estoy pensando en los altares-, si llevaran veinticinco años compartiendo el lecho con una  mujer que se cubre con un camisón de felpa abrochado con un cinturón-rosario y tres botones situados estratégicamente en la cintura; motivo por el que nunca he logrado verla desnuda. Por si fuera poco, completa su atuendo nocturno con un horrible gorro que me recuerda una corona de espinas y me produce tanto pavor que la mayoría de las veces no logro alcanzar el nivel necesario para consumar el acto. Además, ha hecho instalar un cerrojo en la mampara del baño para poder cerrarla, mientras se ducha, tal y como le aconsejó el ya citado don Acisclo, para evitar tentaciones.  En consecuencia, he concebido mi descendencia fuera del lecho matrimonial, de tal modo que los cuatro hijos de mi secretaria deberían llevar mi apellido, sino fuera porque a ninguno de los dos nos gustan los compromisos. 

        A las ocho y media en punto, puntual como un reloj suizo o el té de las cinco, sonó el timbre. Don Acisclo, tras presentar a mi señora un descomunal zafiro que llevaba en el dedo meñique de su mano derecha para que lo besara en señal de respeto y sumisión -no se trataba de ostentación, sino de una prerrogativa papal, según decía- colgó la teja en el perchero que compramos en Guadalupe -mi señora recorrió de rodillas ocho kilómetros por una promesa que había hecho si me curaba una hepatitis inexistente, diagnosticada erróneamente tras un rutinario análisis de sangre en mi empresa, pero... ¡una promesa es una promesa!-, y, tras agradecer la cerveza que le ofreció mi esposa, se acomodó junto a mi. Me saludó con un:

        • La paz sea contigo, hermano.

        • Soy hijo único, así que ahórrese el esfuerzo.

        • Los caminos del Señor son inescrutables – me respondía siempre que hacía este comentario. ¿Qué quería decir?

        Mi equipo no había pasado del empate con su eterno rival, y, por tanto, no había alcanzado al primer clasificado. En otra ciudad, estarían celebrando en las calles el campeonato recién conquistado; mientras que, en la nuestra, comenzábamos a acostumbrarnos a la falta de títulos y espectáculo. Estaba de un humor de perros, así que ataqué frontalmente al clérigo.

        • ¿Qué piensa usted, don Acisclo, de la última moda femenina?

        • ¡Un asunto del Maligno sin duda alguna!... Ver esas carnes jóvenes y apetitosas balanceándose, ofreciéndose, libres, sin suje... cciones... ¡Una depravación!..¡Una dura prueba para los varones castos de nuestros días!

        • Tienen unas domingas que hacen crecerle los dientes al más pintado.

        • Nunca sabremos cómo lo tomará el de arriba – aseveró, mientra señalaba hacia el techo con el dedo índice extendido.

        • ¿Quién, ése?... Tiene cuarenta años y está soltero.

        • ¿Cómo dice?

        • El vecino de arriba... Es más corto que una mona. Debe tener callo en la mano.

        • Yo me refería al Altísimo, querido hijo.

        Mi santa esposa se reunió con nosotros, tomó asiento, y se sirvió un vaso de limonada fría. Traía en sus manos las medias de cristal que le había regalado.

        • ¿No pensarás ponértelas? - inquirió don Acisclo.

        • ¿Por qué no? - le interpelé a gritos.

        • Porque todos los hombres le mirarán las piernas y se les despertarán las bajas pasiones.

        • Salidos y obsesos han existido siempre y no han necesitado estímulos externos para violentar a una mujer – me defendí.

        • En todo caso, no creo que su Santidad apruebe el uso de prendas tan libidinosas.

        • ¿Libidinosas dice?... ¿Ha visto las braguitas de fantasía o los corpiños sin copa que venden en las tiendas especializadas?

        • Yo no frecuento ciertos lugares.

        • ¿Cómo que no?... El martes pasado le vi en un local llamado “Las gatas locas” en el que las camareras llevan las tetas al aire.

        • ¿Qué hacías allí, Melitón?

        • ¡Lo que me daba la gana!... Había llevado a unos clientes para cerrar un buen negocio. Además, soy un hombre y, si no me dan en casa lo que necesito, debo buscarlo fuera, ¿comprendes, querida? A quien debes preguntar por qué estaba en dicho local es a un individuo que ha prometido castidad como es el caso del presente don Acisclo.

        • Hijo mío, había acudido a dicho establecimiento para consolar a Purita, la encargada, por el reciente fallecimiento de su señora madre.

        • ¡Qué bueno es usted, don Acisclo! -exclamó mi señora.

        • ¡Claro, claro!... Uno no ve si no quiere o no puede ver. Por eso, el clero se ha preocupado de cegar a las gentes durante dos milenios: para poder engañarles y vivir a su costa.

        • ¡Melitón, compórtate!

        • ¿Cómo esperas que me aguante, si este curilla de tres al cuarto viene invitado a mi casa y se permite el lujo de reconvenir mis costumbres? ¿Quién se ha creído que es?

        • No te alteres, hijo mío, y recuerda que yo soy el pastor y tú la oveja.

        • Vuelva a llamarme borrego, y le pongo en la calle a puntapiés.

        • ¡Desde luego, estás imposible, Melitón!

        • En mi casa, estoy como me apetece. Y mañana quiero verte lucir esas malditas medias para que yo pueda presumir con mi santa esposa por el barrio.

        • María de la Encarnación, si te las pones, no vuelves a pisar mi parroquia... ¡Tu presencia ofendería a Dios!

        Mi esposa rompió a llorar desconsolada.

        • Cura, ¡es un mamonazo!... Un representante de la divinidad como usted no debería utilizar el chantaje para convence a sus seguidores.

        • Si solo hubiéramos empleado romanticismo o buenas palabras, no nos habríamos convertido en la principal religión del mundo civilizado y, lo que es más importante, en la más rica y poderosa.

        • Volvemos al viejo tema de siempre: someter y dominar.

        • Si dejáramos que hombres y mujeres actuasen y juntasen libremente, reinaría el caos para nosotros; pues estarían fuera de nuestro dominio, ¿entendido?

        • Y ustedes no podrían conducir sus vidas y propiedades hacia su beneficio particular.

        • Tú lo has dicho. Y, ahora, ¿podríamos cenar?

        • Como no, don Acisclo, como no – señaló mi esposa.

        • Yo creí que usted solo se preocupaba de los temas espirituales – apunté.

        • No solo de Dios vive el hombre.

        • Pero usted no es un hombre, sino un servidor del Señor, como le llaman.

        • Tengamos la fiesta en paz, hijo mío.

        • Por mi parte, curilla, podrían volverse todos ustedes, encabezados por su Pontífice, al Sinaí y esperar la caída del nuevo maná.

        • ¡Eres un ateo, Melitón!

        • Anarquista confeso desde los catorce años – exclamé satisfecho.

        • ¿Cómo has podido casarte con una persona tan diferente a ti, María de la Encarnación? - preguntó el clérigo.

        • Porque le amo desde que le vi.

        • ¡Qué poco práctico!... A todos nos impone Dios una carga que sobrellevar, pero a ti te ha tocado la más ingrata.

        • Cura, no tengo ningún problema en mandarle a tu casa en cueros, así que... cuide sus palabras.

        Nos trasladamos al comedor entre gestos crispados y miradas desafiantes.

        El párroco ocupó la cabecera de la mesa, mientras nosotros nos acomodábamos a ambos lados. Cuando se disponía a bendecir los alimentos, le espeté:

        • No me lance conjuros, cura.

        • Te sentará mal la comida, Melitón.

        • Pues debería sentarme mal todos los días, porque nunca los bendigo y tú, tampoco; salvo que las consagraciones tengan carácter retroactivo.

        • Querida hija -cambió de tema don Acisclo-, te espero este martes en el Hogar Parroquial para celebrar la revisión semanal de las Hermanas del Santo Leño y discutir algunas reformas que he pensado introducir en su reglamento.

        • Descuide usted, que no faltaré.

        • Querida esposa -completé-, espero que acudas a esa cita tan importante con las medias  de cristal que te he regalado hoy.

        • ¡Antes la hoguera! - gritó el eclesiástico.

        • ¿Tienes una cerilla a mano, castañita mía? - pregunté inocentemente.

        • Por cierto, don Acisclo, Melitón me ha hecho más obsequios.

        • Si son como éste, me niego a verlos.

        Pero, cuando vio y tocó el disco compacto del rosario del Papa, su rictus se transformó en beatífica sonrisa.

        • ¡Oh, hija mía, casi levito de satisfacción!... ¿Me lo grabarás para que pueda emitirlo durante los oficios del viernes?

        • Si usted pone la cinta... - intervine.

        • ¡Egoísta, mal hombre! - protestó mi señora.

        • Tiene mucha razón, querida hija. Los pobres debemos servir para ser servidos. Además, todo lo que emana del Señor, como esta generosa grabación, regresa a su divino seno – aseveró, místico, el clérigo.

        • Los pobres dice... ¡Menuda jeta tiene el tío!

        • No tolero que insultes a tan santo varón.

        • Pero si son los dueños de los inmuebles más importantes del país.

        • Sólo somos ricos en fe, esperanza y  caridad.

        • ¡Unas narices!

        • En todo caso, don Acisclo, ¿verdad que es un detalle muy significativo que haya recordado una fecha tan señalada en nuestras vidas? - insistió mi señora, empecinada en salvar mi, según ella, pecadora alma.

        • Seré la envidia de mis colegas – suspiró el cura.

        • Con la esencia de incienso, destacaré sobre mis amigas – añadió mi mujer, mostrándole el perfume.

        • ¡No puede ser, hija mía! Puedes provocar celos entre mis otras feligresas y las rivalidades son malas consejeras y origen de todos los males. Creo conveniente que, para evitar enfrentamientos, no uses ese perfume durante los servicios religiosos y me lo entregues para liberarte de las malas tentaciones.

        Incapaz de discutir sus palabras, mi señora le dio, entre sollozos, el artístico remedo del botafumeiro. Incrédulo, la pregunté:

        • ¿Tú estás tonta o qué te pasa?... ¿Cómo permites que decida sobre tus gustos o necesidades?... Defiende tu libertad individual.

        • ¡Hereje, terminarás en la pira por invocar al Maligno en casa de una buena cristiana! - exclamó el cura.

        • ¿Quiere cenar esta noche? - le amenacé.

        • Por supuesto, hijo mío, por supuesto. Como dijo san Crisóstomo, cuando tuvo que elegir entre  perecer crucificado o lapidado: “Todo es negociable”. La cólera nos arrastra hacia metas que no deseamos.

        Mi señora habría adornado la mesa con un mantel de seda natural blanco con flecos verde ciruela -la primera vez que lo veía en un cuarto de siglo de convivencia- que tenía bordados sendos cálices en los extremos sobre cuyas bocas flotaban -¡oh, milagro!- dos sagradas formas, y, a sus pies, se apilaban numerosos panes y peces sin identificar.

        Dividiendo el mueble en dos mitades geométricamente iguales, había situado un coqueto centro de mesa navideño a base de cerezas, piñas abiertas sin piñones y hojas de acebo -con alguna que otra ramita de muérdago- abrillantadas con aceite vegetal y, emergiendo del conjunto, un crucifijo de marfil tallado clavado en una genuina roca del Gólgota adquirida en la iglesia del Calvario durante nuestro viaje a Tierra Santa.

        Frente al lugar reservado para el cura, mi señora, fiel a la más estricta -y anacrónica- tradición cristiana, había colocado dos cirios pascuales encendidos, una artística vinajera de plata para que el clérigo pudiera mezclar el vino con agua, tarea de la que se ocupó religiosamente, es decir, dos vasos para él por cada uno nuestro, y un paño inmaculado para que se limpiara los labios tras cada libación.

        Bajo su silla había dispuesto una jofaina con agua y vinagre para lavarle los pies, tal y como señalaba la práctica bíblica.

        Para nosotros dos había preparado el servicio de todos los días sin dignarse siquiera sacar los cubiertos buenos o la mantelería de las grandes ocasiones; austeridad que contrastaba con el desmedido lujo que rodeaba a don Acisclo. Una vez que mi señora finalizó la lavadura del eclesiástico, me descalcé y esperé mi turno. Con el calor que hacía, no me hubiera venido mal refrescarme los pies; pero mi santa esposa recriminó mi desvergüenza y criticó mi osadía al pretender compararme con tan santo varón. Sin embargo, por más que miré a mi alrededor, solo descubrí a un cura malnacido que sonreía con gesto ratonil.

        El citado extrajo una estola de su chaqueta, que se colocó alrededor del cuello y los hombros y un hisopo portátil -atornilló el mango a la cabeza con sorprendente maestría- que sumergió en el agua de la vinajera y, a continuación, nos roció con él; mientras consagraba las apetitosas viandas que mi señora había dispuesto sobre la mesa en pulcras bandejas de acero inoxidable. Al menos debía reconocer que, cuando venía el cura, mi santa esposa tiraba la casa por la ventana; motivo por el que no perdía la esperanza de que el día menos pensado se confundiera y saliera volando una inconfundible figura negra. Como preparativo a la consagración,  el párroco mezcló en su vaso tres partes de vino y una de agua, elevó ambos brazos, y dijo:

        • Oremos.

        María de la Encarnación se levantó, juntó sus manos, apoyó el mentón sobre su hermoso pecho y comenzó a musitar alguna plegaria en voz baja, supongo. Por mi parte, me sentía tan indignado y sorprendido por el espectáculo que presenciaba, y ante el que no sabía cómo reaccionar, que me descubrí imitando todos y cada uno de sus gestos.

        • Estamos aquí reunidos para... - prosiguió el clérigo.

        Entonces debió levantar la mirada, comprobar que rezábamos con los ojos cerrados y aprovechar la ocasión para llenarse el plato con “Carne de san Juan  Nolasco”; pues, cuando finalizamos nuestra oración, sólo quedaban dos filetes en la bandeja y el cura devoraba a dos carrillos con silente  concentración.

        • ¡Es usted un caradura! - vociferé irritado.

        • El mundo es de los más despiertos, hijo mío – argumentó el párroco.

        • María de la Encarnación, mañana te pones las medias y pasas a buscarme a la oficina para asistir a misa de siete.

        • ¿Cómo?... Si tú no vas nunca...

        • Por eso mismo. Por joder la marrana a este carota que nos acompaña.

        • Si quieres entrar en mi parroquia, tendrás que pasar por encima de mi cadáver.

        • Por fin tengo una excusa.

        • ¡Contente, Melitón, que te conozco!

        • Además, ésta es la última vez que invitas a don Acisclo a hincharse a nuestra costa. ¡Vale que seamos pobres, pero no gilipollas!

        • ¡Desagradecido! -protestó mi costilla-. Con todo el bien que nos proporciona, es lo menos que podemos hacer por él.

        • ¿Qué bien nos hace?... Enfrentarnos, discutir, perdernos el respeto. Esas son las bondades de tu curita.

        • Lo siento, Melitón, pero no llevaré las medias.

        • Tendré que tomar medidas drásticas.

        • ¿Acaso piensas divorciarte? -inquirió mi señora-. Debes comprender que la vida de un sacerdote está llena de privaciones y sacrificios; por eso me parece justo que aproveche las ocasiones en que puede degustar una comida casera.

        • ¡Es una santa, querido hijo!

        • ¡Tú estás majara!... ¿Has visto alguna vez a un cura delgado?

        • Los misioneros sin ir más lejos –intervino don Acisclo-. Esas almas caritativas que abandonan familia y hacienda para dedicar su vida entera a cuidar a los desventurados de nuestra tierra sin esperar recompensa alguna, ¿no merecen un poco de respeto y... generosidad?

        • Por eso los mandan a países remotos: para que no los veamos y no puedan dar una mala imagen de su... Santa Madre Iglesia.

        • No se preocupe, padre, que yo depositaré una buena limosna en el cepillo parroquial la próxima vez que asista a misa.

        • El mantenimiento de las misiones resulta muy costoso para la frágil economía eclesiástica y toda contribución  me parece, amén de obligatoria, siempre insuficiente – prosiguió su sermón el cura.

        • ¿Y cómo es que usted no se ha marchado a ningún país tercermundista, donde son tan necesarios los hombres de gran corazón... -¡Ja, ja, ja!-... como usted estimado párroco?

        • Tus burlas no me ofenden. Algunas ocasiones querer no es poder, y, si el Señor no me ha llamado por ese camino, no sirven de nada nuestros deseos. Recuerdo el caso de un compañero seminarista que marchó a nuestras antiguas colonias africanas para evangelizar a los pobres negritos y no soportó más de tres meses en el colegio salesiano donde estaba hospedado. Desde entonces -y ya han pasado cinco años- lleva internado en una de nuestras casas de reposo, tratando de superar la depresión que le produjo ver tanta promiscuidad, tanta desnudez gratuita, tanta relajación de las costumbres, y, sobre todo, la desmesurada facilidad con que se entregaban las mujeres. Pasó el primer año repitiendo: “Sólo cincuenta pesetas, padrecito. Pasará mucho gustito”... ¡Ah, pobre alma de Dios!.

        • ¡Qué gran hombre! - suspiró mi mujer.

        • ¡Qué majadero! - corregí yo.

        • Eso mismo dijo un compañero suyo que aguantó perfectamente seis años allí y que regresó al continente sano y salvo, si exceptuamos una inexplicable gonorrea que contrajo Dios sabrá cómo. Las nativas aún le recuerdan como el “Padre Diez Duros”.

        • ¿No se lo imagina, cura?... Sólo cincuenta pesetas, padrecito. Pasarás mucho gustito – repetí con voz gangosa.

        • ¡Malpensado! - sentenció mi santa esposa.

        • ¡Tú vives en las nubes, María de la Encarnación!

        • A todo esto, ¿no queda un poco más?

        • ¡Vaya hombre, su santidad se ha quedado con hambre!

        Mi señora destapó la segunda bandeja, repleta de huesos de santo... ¡anónimos!; lo que nos permitió hincharnos sin ningún remordimiento; aunque antes le interpelé:

        • ¿No pretenderá bendecir la mesa otra vez?

        • El rito sólo indica una vez por cada ceremonia.

        • ¡Muy bien!... Ahora reparto yo. Como soy el que gana el dinero con que se han pagado estos dulces, me pondré el doble que usted y que mi señora; pues seguro que ha picado alguno en la cocina, mientras preparaba el primer plato.

        • ¡Eres un energúmeno, Melitón!

        • Antes que un calzonazos o un imbécil, cualquier caso.

        • Paciencia y resignación, querida hija. Si necesitas consuelo u orientación espiritual, no dudes un instante en contar conmigo o con los demás miembros de la congregación.

        • ¡Oh, es usted un verdadero santo, don Acisclo!

        • Desde luego, ¡qué hipócritas son todos ustedes! Tendría un orgasmo con la sola insinuación de ser beatificado.

        • ¡Grosero, malhablado! - me recriminó mi esposa.

        • La verdad es que sería una buena culminación a todos los desvelos de mi carrera.

        • ¿En qué esquina se pone?... Igual me interesan sus servicios.

        • Lo siento, María de la Encarnación, pero ha colmado mi paciencia.

        Se levantó, ofreció el zafiro a mi señora, y, tras besarlo,se ajustó con mucha dignidad la teja, abrió la puerta y abandonó mi hogar con un sonoro portazo. Le sucedió un incómodo silencio que rompió mi santa esposa, cuando comenzó a llorar desconsoladamente.

        • ¡Mal hombre!... (Hipidos)... ¡Eres un monstruo sin entrañas!... (Más sollozos)... Ahora tendrá que acostarse con el estómago vacío.

        • Se ha tragado un kilo de filetes de espinacas y tú dices que  está en ayunas. ¡Cada día estás más ciega, María de la Encarnación!

        • No quiero verte... ¡Déjame en paz, malnacido!

        Se tiró sobre el sofá, y prosiguió lloriqueando entre gemidos y convulsiones.

        • Ya nada podrá ser como antes. Me has humillado ante mi asesor espiritual... ¡Has roto nuestro matrimonio!

        • ¿Por qué?... Nos seguimos queriendo como siempre, castañita mía. 

        La rodeé con mis brazos y la besé en el cuello tal y como hacía cuando protagonizábamos situaciones semejantes, y siempre había logrado calmarla. Sin embargo, cesó su llanto, se giró sobre sí misma, y me miró con ojos de animal herido dispuesto a saltar sobre un cazador inerme: yo.

        • ¡No me toques, degenerado!... Sólo piensas en eso... ¡Bestia, salido!... ¡Oh! 

        Harto de las mismas escenitas, entré a la habitación matrimonial, busqué una maleta en el armario, la llené apresuradamente con varias mudas limpias y un par de camisas y pantalones, cogí la chaqueta y el sombrero, y me despedí con:

        • Me parece incomprensible que consideres rota nuestra unión por lo que ha sucedido esta tarde, pero ya estoy cansado de hacerte comprende ciertas situaciones. Te has convertido en una fanática y contra el fundamentalismo no se puede luchar. Si necesitas algo de mi, estaré en este teléfono. (Deposité una tarjeta sobre la mesa). Es el domicilio particular de mi secretaria, una buena mujer que me ha ofrecido su hogar para casos de gran necesidad como el presente. Cuando te calmes y recapacites, llámame.

        • ¡Nunca jamás!... ¡Antes la muerte!

        • En todo caso, si volvemos a vernos, quisiera que te pusieras las medias.¡Seguro que te hacen más joven y esbelta!

        • (Con grandes voces)... ¡Márchate de mi casa!

        • Te recuerdo que la he pagado yo.

        • Pero, como tenemos régimen de gananciales y como abandonas el hogar, el juez me la daría  a mi en caso de separación.

        • ¡Dita sea!... Encima te favorece la legislación.

        Cerré la puerta, y esperé al ascensor. Mientras bajaba, podía escuchar sus lamentos entrecortados.  En la calle subí a un taxi y me dirigí a la vivienda de mi fiel secretaria.

        Me recibió con los brazos -y la bata- abiertos. Supo consolarme satisfactoriamente de todos los sinsabores que había soportado en jornada tan traumática.

        Transcurrieron los meses sin noticia de mi legítima, y, por consiguiente, sin poder verla con las medias puestas. Cuando las comprendé, no imaginé que una prenda tan inocente pudiera desencadenar una tormenta semejante. Pero, como dice don Acisclo, “el hombre propone y Dios dispone”.

        Una tarde, al regresar de la oficina estrechamente abrazado a mi fiel secretaria, que lucía radiante con sus medias de cristal, encontramos en el buzón una carta de María de la Encarnación. Me invitaba a comer el sábado siguiente en mi antiguo domicilio. La telefoneé para interesarme por su estado.

        A través del auricular pude distinguir la monótona voz del Sumo Pontífice dirigiendo el rezo de su afamado rosario y el susurro de mi santa esposa, repitiendo “Amén” a intervalos regulares. Aún a riesgo de interrumpir su letanía, me atreví a preguntar:

        • ¿Qué tal te encuentras?

        • Muy bien. Los sabios consejos de don Acisclo me han procurado toda la fortaleza necesaria para sobrellevar estos momentos tan duros. Aunque sigo extrañándote, la situación continúa igual.

        • Entonces, ¿para qué comemos juntos?

        • Para acordar las condiciones de nuestra separación.

        • ¿No podríamos llegar a un acuerdo racional entre dos personas adultas?

        • Según mi asesor espiritual, te conviene presentar la demanda; porque, si  lo hago yo y alego “acoso sexual, vejación reiterada o abandono del hogar”, además del piso, tendrás que pasarme una pensión muy alta y no te quedaría casi nada del sueldo para cubrir tus necesidades; mientras que, si eres tú el demandante, y teniendo en cuenta que los jueces suelen fallar a favor del más débil, pues:

        • Tú, en este caso.

        • ¡Por supuesto!... Salvo que me quedaría con la casa y un tercio de tu sueldo para mi manutención.

        • ¡Maldito entrometido!

        En esos momentos, sonó el timbre de la puerta, y después un vetusto coro de meapilas saludaron a mi señora con la cantinela:

        • Querida hermana de la Cofradía del Santo Leo, la paz sea contigo.

        • El chocolate y las pastas están en el comedor. Ir comiendo, mientras despido a mi ex.

        • ¡Maldita sanguijuela! - cantaron a la vez.

        • ¡Qué moderna te has vuelto, María de la Encarnación!

        • Ya sabes, Melitón: renovarse o morir.

        • Entonces, ¿has estrenado las medias de cristal que te regalé?

        • ¡Hay que ver la perra que has cogido!

        • Sólo es un caprichito, castañita  mía... ¿Qué te cuesta darme esa satisfacción?

        • Ni me las he puesto ni me las pondré nunca. Por nada del mundo contrariaría  a don Acisclo.

        • Pero estás casada conmigo y no con él. Además, según el rito cristiano, me debes obediencia por ser un legítimo esposo.

        • Pues no me acuerdo de esa parte... Bueno, ¿qué tal te arreglas?

        • No me quejo. Mi secretaria es muy considerada y me permite quedarme hasta que encuentre un sitio mejor. ¡Se lo merece todo!

        • ¡Será una santa, porque para aguantarte... !

        • Tampoco soy tan raro, digo yo.

        • Los hombres sois la perdición de todas las mujeres decentes. No logro comprender por qué la sapientísima iglesia católica permite enlaces entre sexos tan dispares.

        • Porque necesita a sus descendientes para que no se rompa la cadena de sumisión y sus miembros puedan seguir viviendo del cuento.

        • Me niego a seguir escuchando semejantes barbaridades. Te espero el sábado a las dos en punto.

        • ¿Pondrás “Carne de san Juan Nolasco”?

        • No, judías verdes y besugo al horno.

        • ¡Para chuparse los dedos!

        • También estará presente don Acisclo. Me ha prohibido verte a solas.

        • Llamaré a mi abogado.

        • En mi casa no entran extraños.

        • Entonces, ¿por qué dejas pasar al cura?

        • ¡Adiós! 

        Y me dejó con la palabra en la boca.  

        El día señalado me presenté en mi antiguo domicilio solo, recién afeitado, con mi mejor traje y con un ramo de claveles blancos. Me abrió la puerta el cura, que me recibió cálidamente con un:

        • Tu terquedad es la única responsable de esta situación tan irreversible.

        Cuando fui a saludar y entregas las flores a  mi santa esposa, ataviada para la ocasión con un riguroso hábito talar completamente negro, me dio la espalda en silencio. Todo aquello parecía una confabulación. Por lo demás, nada había cambiado en el piso; salvo la presencia de una imagen portátil de la Macarena, frente a la que sobrenadaban en una taza con aceite varias velitas encendidas y un sinfín de postales que empapelaban las paredes de la casa. Los personajes retratados presentaban rictus de dolor y expresiones de pánico.

        • ¿Has empezado otra colección? - pregunté con sorna  a  mi señora, conocedor de su antipatía hacia todo lo que pudiera significar cultura o similares.

        • ¡Ah, mi buen don Acisclo me ha proporcionado el santoral completo para que pueda vendérselas a  mis conocidos y sacar, de paso, una ayuda para colaborar en la satisfacción de mis necesidades básicas.

        • ¿Cobras entrada a la gente que viene a contemplar las fotografías? - inquirí escandalizado.

        • Fue idea de don Acisclo - pareció defenderse.

        • ¡Qué raro!... Siempre pensando en el bienestar de sus feligreses.

        • ¡No lo dudes ni un momento!

        • ¡Cállese, judas!

        • ¿Ya empezamos? - protestó mi santa esposa.

        • Hemos formado una sociedad limitada  y repartimos beneficios a partes iguales – siguió informándome el clérigo.

        • ¿Y seguro que puede desgravarse los ingresos en la declaración de la renta?

        • Pues sí. Consulté a mi gestor de la Agencia Tributaria y me comentó que podía incluirlos en el concepto: “Colaboración al mantenimiento de la iglesia católica”

        • ¡Magnífico!... Y, mientras, los pobres asalariados cogidos de pies y manos.

        • “La vida es así, no la he inventado yo... “ - canturreó el cura.

        • ¿Y tú te prestas a semejante atraco a mano desarmada, María de la Encarnación?

        • Necesito el dinero y no hacemos mal a nadie.

        • ¿Te parece poco mal abusar de la credulidad ajena?

        • Don Acisclo dice que lo hacemos por “la salvación de sus almas”.

        • La tuya y la suya.

        • Además, mi asesor espiritual siempre tiene razón.

        • ¡Te has vuelto definitivamente loca, querida esposa! La compañía de este clérigo malvado ha resultado más perniciosa de lo que supuse en un principio,

        Convencido de estar rodeado de una descerebrada irrecuperable y un caradura redomado, me senté a la mesa; donde se repitió la ceremonia de consagración anteriormente reseñada. Pensaba que ha se habían terminado las sorpresas, cuando mi santa esposa comentó:

        • Melitón, tras recapacitar largo y tendido, he decidido seguir el consejo de don Acisclo y entrar como novicia en el convento de las Hermanas Guardianas de la Auténtica Sábana Santa y llamarme, desde ese solemne momento, sor María Magdalena de los Santos Estigmas de Nuestro Señor en la Cruz.

        • Amén – completó el párroco.

        • ¡Ja, ja, ja!... Lo tuyo es de frenopático y camisa de fuerza,a querida... ¡Ja, ja, ja!

        • ¡Irreverente, ateo, te consumirás en el fuego del infierno! - aseguró don Acisclo.

        • Allí nos veremos – rematé.

        Después mi señora me presentó la demanda de divorcio para que la firmara; pero, al leer el principal motivo que alegaba para la ruptura -la reprobable conducta moral del abajo firmante que ha generado un deterioro irreparable en un alma tan profundamente espiritual como la de María de la Encarnación del Séptimo Día Cienfuegos Riquelme, su abnegada esposa-, me negué en redondo. ¡Era falso y nunca había soportado la mentira, aunque me beneficiase!

        • Cura, esta declaración es inexacta  y usted lo sabe. Si nos separamos, habrá sido por sus malas artes y por la perjudicial influencia que ha usted ha representado para mi esposa; cuyo único error, en el fondo, es ser tan crédula y tan fanática.

        • Por favor, Melitón, quiero separarme de ti y consagrar el resto de mis días al servicio del Señor. Firma la solicitud y terminemos cuanto antes con esta desagradable situación.

        • Pero yo... no soy el causante de la ruptura como pretende este...

        • Escribe lo que quieras y preséntala mañana mismo – insistió mi señora.

        Me levanté de la mesa, y, sin probar el apetitoso besugo que había preparado mi santa esposa, abandoné mi antiguo hogar. Comí cualquier cosa en una cafetería cercana. Al día siguiente rellené correctamente la demanda de separación asesorado por mi fiel secretaria. 

        Y... aquí estoy, viviendo con mi segunda mujer -mi exsecretaria- en una buhardilla de la Plaza Mayor -debido a su angostura, nos hemos visto obligados a confiar nuestra prole al Hospicio Municipal, siguiendo el ejemplo del filósofo Rousseau, personaje que mi compañera admira con malsana devoción-, porque mi ex, al retirarse al convento, nombró a don Acisclo administrador de todos sus bienes tras el fallo de nuestra separación -en cuya solicitud alegué “abandono de los deberes maritales” como me aconsejó mi abogado y que desatendió el juez instructor del caso, íntimo amigo del párroco, al trocarlo por “reiterada crueldad mental del demandante”, o sea, yo; por lo que sentenció en mi contra-, y, desde entonces, el maldito clérigo utiliza mi soleado ático como sala de exposiciones de los curiosos objetos que traen los misioneros de regiones exóticas y como local de ensayo para el grupo musical que ameniza sus misas. 

        Por si fuera poca ofensa, según las últimas encuestas publicadas el Papa ha logrado ser número uno en las listas de superventas con su Rosario grabado.

        ¡No tenemos remedio!




        (1994)  




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