jueves, 26 de octubre de 2023

candiliterario 3

 <<EL CANDIL LITERARIO>>

NÚMERO 3   ANNO I



LA NOTA FINAL



I



Suena el teléfono en una vivienda donde duerme un hombre. Al descolgar, una voz desconocida afirma:

  • Hola, soy Ramón Sánchez. Hace mucho tiempo fuimos amigos.

  • ¿Ramón?... No recuerdo.

  • Nos conocimos en la facultad de Periodismo, aunque yo no terminé la carrera.

  • ¡Ahora caigo!... María, tú y yo éramos inseparables.

  • Sí. Fueron buenos tiempos.

  • Buenos, pero... muy antiguos. Yo lucía una frondosa melena que se fue con algún otoño.

  • Cuarenta años no son nada -dijo Ramón lleno de optimismo-. Te llamo porque me he enterado de que María está hospitalizada. ¿Cómo se encuentra?

  • Bastante mal. En realidad.... (solloza)... no saldrá de allí.

  • ¿Puedo visitarla?

  • ¿Cómo lo has sabido?

  • Por vuestra sobrina Laura. Es vecina mía. Una tarde la escuché comentarle al portero que un familiar suyo estaba ingresado y, como conocía vuestro parentesco, pensé que podríais ser uno de vosotros. Más tarde, hablando con ella, me confirmó que se trataba de María tras explicarle que habíamos sido amigos en la juventud. Ella me dio vuestro teléfono.

  • Creo que se alegrará de verte, si se acuerda de ti.

  • ¿En qué hospital está?

  • En el Provincial.

  • ¿Habitación?

  • 4S1211. Avísame, cuando pienses ir. Sólo permiten visitas acompañadas por familiares de los pacientes..

  • De acuerdo. Hasta entonces.

  • Adiós.

  • Espero no haberte molestado.

  • ¡Tranquilo!... He venido a casa para ducharme y cambiarme de ropa. Ahora estaba dormitando un rato. Necesitas salir un poco cuando te pasas la semana entera en la habitación de un hospital, viendo como se consume el amor de tu vida.

  • Sólo puedo desearte mucho ánimo y... entereza, aunque sean palabras protocolarias.

  • Te lo agradezco igual.

  • Adiós.

Ramón Sánchez, yo, fotógrafo freelance, había cumplido sesenta y ocho años en febrero. Mi interlocutor, Jacinto Moreno, periodista deportivo, sesenta y siete, y ella, María Gelmírez, abogada laboralista, setenta y cuatro. Jacinto y yo, como ya quedó dicho, estudiamos juntos en la facultad de Ciencias de la Información; aunque abandoné en tercero de carrera por una belleza, mi primera mujer, llamada Isabela Murphy, a la que seguí por todos los rincones del planeta hasta que ella... Todos tenemos recuerdos dolorosos, vivencias que deseamos olvidar, heridas que nunca terminan de cicatrizar. María y Jacinto estaban juntos desde entonces. Primero, como vecinos y amigos; luego, como pareja abierta y liberal; después, como matrimonio civil con hijos a cargo; más tarde, como abuelos lisonjeros, y, por fin, como compañeros de vida que afrontan la inevitable despedida.

Pocos días después, telefoneé al móvil de Jacinto. Tras los saludos de rigor y las preguntas por la salud de María, acordamos reunirnos en el hospital el sábado siguiente, siempre y cuando ella no empeorase.



II



Nos reunimos en la puerta del hospital. Nos observamos detenidamente, intentando reconocer a los jóvenes melenudos, comprometidos e izquierdistas que fuimos; mientras recordábamos los versos de Paul Eluard que leímos tantas veces en voz alta: “¿Somos los hombres y mujeres de los niños que fuimos?”. Yo había sido siempre un mujeriego, según Jacinto, a pesar de estar con una belleza como Isabela; mientras que él, por contra, había sido un monógamo convencido y feliz. Yo saltaba de flor en flor, mientras Jacinto disfrutaba la serena y cálida compañía de María, su amor eterno. Ahora ambos peinábamos canas, yo más que él, usábamos gafas de vista cansada y soportábamos los primeros síntomas de la artrosis y la hipertensión. Nunca más correríamos delante de los grises. Tras observarnos en silencio, luego Jacinto dijo:

  • El anuncio de tu visita ha revivido a María. Incluso ha pedido que la peinen para estar guapa ante ti.

  • Muy agradecido, pero... ¿cómo está?

  • Eeeh... Supongo que la recordarás como era hace cuarenta años. La vida se le escapa, mientras la enfermedad devora su cuerpo, su hermoso cuerpo. ¡Es muy duro ver palidecer a la mujer que amas sin poder evitarlo!

Volví a abrazarle como muestra de solidaridad. Después, nos encaminanos hacia la habitación; mientras charlábamos sobre sus respectivas vidas.

  • ¿Sigues con esa belleza... Isabela?... ¡Era preciosa!

  • Me dejó por un millonario veinte años mayor que ella. Ahora es una viuda rica. Lo ha hecho muy bien. A mi lado sólo tenía sueños y cariño. Comemos de vez en cuando en su mansión; aunque prefiere a los veinteañeros... Ya me entiendes.

  • Pero, según me ha contado María, nunca has estado solo.

  • Relaciones sin poso. Cuerpos hermosos y libres que debían ver en mi cierto conocimiento del mundo y el gusto por la aventura. Como he viajado tanto, he conocido muchas mujeres; aunque, como dijo alguien, en el fondo se parecen todas, como nosotros. Ahora sólo quiero tranquilidad, una cerveza fría, un buen libro y largos paseos por el campo.

  • ¡Vaya!... ¡Has sido todo un donjuán!

  • He sido lo que me han dejado ser. Yo sólo aporté insistencia y labia.

  • Te noto desencantado.

  • O nostálgico... En cambio tú...

  • Yo... y María. Cuarenta años juntos, cuarenta años de amor sincero, felicidad y compañerismo... ¡He sido muy afortunado!

  • Me alegro por vosotros.

  • Hemos tenido dos hijos -la parejita, ya sabes- y tres nietos que nos alegran la vida y condicionan la vida; pero...

Cuando llegamos a la puerta de la habitación, Jacinto colocó sus manos sobre mis hombros y me dijo:

  • No te asustes, cuando la veas. La primera vez causa una impresión muy fuerte.

Entramos y.. me tambaleé al verla. Jacinto tuvo que ayudarme a sentarse en una silla para evitar que cayera al suelo. María, lo que quedaba de ella, yacía en la cama entubada con respiración asistida. Un ronquido profundo y continuo salía de su maltrecho cuerpo, reducido a la mínima expresión. La piel macilenta se pegaba a sus huesos; pero estaba muy bien peinada y sus hundidos ojos verdes le miraban fijamente. Era una mirada lejana, dolorosa, agónica. Intentó hablar, balbucear un sonido inteligible. Varias máquinas con luces y pitidos le suministraban medicación y alimento. Besé su mano huesuda, antaño suave y cálida. Recordé a los tres cogidos por la cintura, amigos eternos, compartiendo risas y cigarrillos en los numerosos conciertos en que estuvieron, cañas y bocadillos de calamares, excursiones a la montaña, viajes a la playa y a Londres para comprar discos inencontrables en el país, la semana que las dos parejas -María y Jacinto, Isabela y yo- pasamos en París, maravillados y enamorados.... Quedaba todo tan lejos, tan irreal que... Se me escaparon algunas lágrimas... Todos los esfuerzos, todos los sueños, las ilusiones, los deseos habían desaparecido frente a aquel lecho, ante la visión del hermoso cuerpo de María derrotado, perdido para siempre.

Jacinto hablaba cariñosamente a su mujer, le comentaba que había venido Ramón, ¡Ramón!, a visitarla después de tantos años sin verse, el amigo de juventud con el que habían compartido mil y una experiencias. Yo no le soltaba la mano. Poco después, salí de la habitación. La atmósfera se me había vuelto irrespirable. Tantas emociones, tanto dolor, me habían superado. Jacinto se reunió conmigo. María estaba muy emocionada. Volvimos a abrazarnos. Luego nos despidimos entre promesas de nuevas visitas y deseos de una mejoría que ambos sabíamos improbable.

Aquella noche, sentado en el salón de mi casa, con una cerveza muy fría frente a él, hojeé un álbum de fotografías en las que aparecía una pareja risueña y feliz, un hombre y una mujer que sólo querían y necesitaban estar juntos, que guardaban un gran secreto para no herir al otro, aunque le hiriesen igual, que terminarían separándose por cierto sentido del deber y las convenciones. “Hicimos lo correcto”, pensé, quise creer; mientras bebía un largo trago de cerveza, su fiel compañera desde...”Hicimos lo correcto, aunque nos partiera el corazón, aunque yo tuviera que esconderme en otros cuerpos que nunca suplantaron al tuyo, a los que no me importó abandonar, cuando me superó la impostura, el asco, algún tipo de vergüenza”. “Al final la situación se tornó insoportable. La culpa que nos inculcan al educarnos derrotó al deseo y al amor. María sentía que me engañaba cuando estaba con Jacinto y que le engañaba a él, cuando estaba conmigo. Era una relación esquizofrénica que sólo resolvería un imposible: convivir los tres juntos. Por dicha imposibilidad, la forcé a volver con él, a su calor, a su amor sereno y profundo, atento y generoso; aunque me rompiese el corazón. Me convertí en fotógrafo, disciplina que nunca me interesó realmente, pero desarrollé con profesionalidad. Viajé por el mundo, me acosté con cuanta mujer pude para acallar mi dolor, conviví con cinco o seis en busca de paz y alguna caricia sincera, pero... María nos amaba a los dos, pero hizo lo correcto al regresar con Jacinto, a su amor tranquilo y monótono... Eligió lo más cómodo: la seguridad del matrimonio en un mundo inseguro e incierto.

Ahora... ahora era muy tarde, siempre es tarde para desandar cualquier camino; pero sólo podemos actuar de una manera concreta en cada momento y lamentarnos después de no haber adoptado otra decisión... Ahora María se muere y... nosotros con ella”.





III



Coincidí con María un día en el autobús tras el abandono de Isabela. Nos saludamos, nos contamos nuestras vidas -ella había dejado a Jacinto harta de su monotonía-, reconocimos que nos extrañábamos, que seguíamos apreciandonos. Aquella tarde María engañó a Jacinto por primera vez, conoció mi casa, mi cama, mi cuerpo... De alguna manera volvimos a estar juntos como en los tiempos de universidad, conciertos, bares, conferencias y confidencias. A la mañana siguiente María recogió sus pertenencias en la pensión donde se había instalado y se mudó conmigo.

  • ¿Has vuelto a ver a Jacinto?

  • Nos comunicamos por teléfono. Estoy disfrutando como nunca, mientras él se tortura por mi abandono... ¡Hay que aprovechar la vida!

  • Entonces, ¿no le extrañas para nada? ¿No nos comparas cuando estamos juntos?

  • ¿Y tú?... ¿Me comparas con otras?

  • ¡En absoluto!... ¡Eres única!

  • Entonces, ¿por qué te preocupa?

  • El morbo aumenta el apetito.

  • Con él era todo muy mecánico. Contigo es más imprevisible, más... entretenido. Mientras le mantuviese satisfecho, no se preocupaba de nada más. En cualquier caso, la ganadora soy yo: os he disfrutado a los dos.

  • ¡Qué descarada!

  • Sincera nada más.

  • Pero es una situación muy comprometida. El mínimo desliz podría estropearlo todo.

  • Puede ser, pero tengo un buen remedio para solucionarlo.

  • ¿Sexo?

  • En efecto, y fingido arrepentimiento. Sois muy simples, querido.

  • Bueno, bueno... Cada hombre es un mundo.

  • Con la misma esencia. ¿Acaso no disfrutas más conmigo al saber que he pertenecido a otro hombre?

  • Es un aliciente más desde luego.

  • ¿Y no gozaba más Jacinto al saber que me tenía en exclusiva?

  • Habrá que preguntárselo.

  • Luego... se trata de simple y pura posesión. Vosotros a mi y yo, a vosotros; pero... ¿por qué en exclusiva, a escondidas?

  • No me atrevería a … delante de otro hombre.

  • Sería un paso adelante en nuestra liberación.

  • No sé... No lo veo.

  • ¡Cobarde!

Nuestra relación era plácida y cómplice, pero María tenía razón. Desde esa conversación imaginaba la cara de Jacinto, cuando yacía con ella. Saber que era mía, solo mía en esos instantes, aumentaba mi pasión, mi entrega, mi... Éramos amantes, amigos, compañeros; pero no podíamos salir juntos por la calle, con otras parejas, abrazarla o besarla en público, comer o cenar en un restaurante, acudir al cine o al teatro. Vivíamos relativamente cerca -María nunca me preguntó por qué me había instalado en este chalecito próximo a su hogar-, Jacinto podía vernos y ¿cómo se lo explicábamos? En consecuencia, nuestro escenario se limitaba al territorio de mi vivienda; donde hicimos algunas grandes representaciones durante cinco apasionados meses. Luego la culpa fue creciendo hasta que María regresó con Jacinto y yo empecé a viajar para olvidarla, otra ilusión.



IV




Los días transcurrieron lentos y pesados. La salud de María se deterioraba lentamente. Jacinto y yo pasábamos muchas horas juntos en la habitación y en la cafetería del hospital. Evocamos viejos tiempos como el concierto de Doctor Feelgood en el desaparecido Pabellón de Baloncesto del Real Madrid; otra tarde terminamos hablando de los años en que María le abandonó, incapaz de soportar el ajetreo laboral y las tareas domésticas según Jacinto, que sospechaba que había estado con alguien; aunque ella nunca le habló de nadie tras su regreso ni hablaron del asunto, pues ella le amenazó con abandonarle definitivamente. Entonces Jacinto recordó haber recibido varias postales mías desde diferentes lugares del mundo en las que comentaba lo feliz que era junto a Isabela y lo maravilloso que era todo. Aquella segunda época de su convivencia con María fue más ardiente que la primera. Por entonces, nació su primer hijo, José Ramón. Se sintieron completos por fin. Sus respectivas trayectorias laborales evolucionaban bien. Jacinto era redactor jefe de un importante diario deportivo y María se había convertido en la primera mujer socia del bufete donde entró como pasante. Dos años después tuvieron a Paula. Fue por entonces, rememoró Jacinto, cuando cesaron mis cartas y postales. Comenté que debió coincidir con el abandono de Isabela -que, en realidad se había producido mucho antes-, y que, en consecuencia, estaría deprimido, o borracho, o en brazos de alguna desconocida con la que intentaba calmar mi dolor. Jacinto ignoraba que la verdadera razón de mi silencio fue una carta de María en la que me contaba el nacimiento de la niña y me pedía, me ordenaba, que no volviera a comunicarme con ellos, pues ahora eran felices, tenían una familia maravillosa y yo representaba una mala influencia para ambos. Me sorprendió por el tono duro de la misiva -aún recordaba los momentos dichosos que pasamos juntos en mi vivienda antes de que ella regresara con Jacinto-, pero acaté su petición. Seguía amándola. Desde entonces me mantuve alejado hasta que escuché la conversación de su sobrina y... me atreví a telefonear, temiendo que no me recordasen, o que no quisieran hablar conmigo, o que hubiese fallecido alguno de ellos, o que...

Hablé de mi estanciae en la costa de Nariño, en el Pacífico colombiano, fotografiando yubartas junto a Manuela Acevedo, una hermosa bióloga experta en esas ballenas; de la brasileña península de Maraú con Camila do Nascimiento, una preciosa modelo del país, y diez personas más como equipo de apoyo, realizando un reportaje promocional sobre biquinis; de Islandia, donde estuve filmando frailecillos en pleno invierno, con la guía y traductora local Inga Gunnarson; de... Admití que había llevado una vida muy viajera y había disfrutado la compañía de mujeres inteligentes y hermosas, pero también que nunca me había sentido pleno... Quizá carecer de un domicilio estable, de algún tipo de seguridad, sin tiempo para conocer ningún lugar, habían contribuido a crear esa sensación de vacío, de carencia, quemele había acompañado siempre y que ahora..., ahora... ya no importaba... Se habían terminado los viajes, salvo alguno esporádico para presentar la reedición de algún libro de fotografías, y las mujeres ya no representaban ninguna tentación, ninguna prueba. Vivía más o menos en paz, consecuencia tal vez de mi provecta edad.

Jacinto no cesaba de preguntarme por todos los lugares donde había estado, además de los señalados, y por las conquistas que había hecho, con cuántas me había acostado, qué diferencias había notado o si no había ninguna, si había deseado casarme con alguna, si..., pues para él, un hombre fiel y monógamo, le resultaban increíbles -también envidiables- mis aventuras.

Resté importancia a mis viajes y a mis conquistas, admití haber pensado formalizar sus relaciones con más de una mujer -repetí varias veces el nombre de Adriana Valbuena, aunque omití su nacionalidad y cualquier otro detalle sobre ella-, añorar la embriaguez de la aventura, perseguir delfines desde un fuera borda a toda velocidad, o ascender los volcanes extintos, nervioso y asustado, del ruandés Parque Nacional de Virunga para fotografiar gorilas de montaña, o recorrer el Himalaya en globo, mientras retrataba los principales picos del macizo, o... Sí, fue muy emocionante, pero parece que.. siempre estamos descontentos, que siempre ansiamos lo contrario que tenemos, que somos incapaces de disfrutar el momento y la compañía; porque alguna sombra se interpone ante nosotros. Jacinto me miraba embobado, imaginando todas las juergas que me había corrido, mientras él y María... María... que pudo estar con otro u otros, pero... regresó con él.



V



María falleció de madrugada.

Jacinto me telefoneó para comunicármelo a las siete de la mañana. Una hora después nos abrazamos en el hospital. Le acompañé en todos los trámites que debió realizar antes de salir hacia el tanatorio. Viajamos en el coche que puso la funeraria entre un silencio ominoso. Sus hijos venían detrás en su propio automóvil. Me preguntaba si debía hablarle de María y de mi o dejar todo como estaba para no añadir más dolor al que ya sentía. Me preguntaba si omitir un secreto que podía afectar al resto de su vida era un comportamiento propio de un buen amigo. Ambos habíamos perdido a la mujer amada y ninguna novedad llenaría nuestro vacío. Decidí esperar una mejor ocasión. Me mantuve al margen durante toda la jornada, pues eran momentos estrictamente familiares. Charlé unos instantes con su sobrina Laura, cuando apareció por la tarde. Permanecí en la sala hasta las nueve de la noche. El entierro sería a primera hora y quería descansar. Jacinto, aconsejado por sus hijos, también se marchó a su domicilio. El sepelio fue triste y desolado como cabía esperar. Me despedí de Jacinto y sus hijos en la puerta del cementerio sin hablar de María y de mi. Quedamos en seguir viéndonos.

Cuando llegué a mi casa, me serví una cerveza, abrí el sobre que me había entregado antes de subir al taxi, y leí la breve nota que contenía: “Gracias por hacerla feliz”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario