martes, 26 de diciembre de 2023

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CANDIL  LITERARIO Nº 12    



 


CAPÍTULO IX



Tras un café con leche y una barrita con tomate en la cafetería de la Direc­ción General, Martínez se dirigió al despacho del comisario Hontanares, que había dejado de ser su vivienda desde que convivía con Silvia Alphand, para comunicarle las novedades.

  • ¡Buenos días, comisario!

  • ¡Buenos días!

  • Como cabía esperar, mis pesquisas en el domicilio del sospechoso cuyas huellas se encontraron en la vaina de la espada y en las tiendas de antigüedades han resultado baldías. Comisario, este caso parece un túnel sin salida. Estamos dando palos de ciego por pura rutina.

  • Contacte con el señor Carrasquilla e infórmele de que ya puede recoger su vehículo. Después, trasladase a la embajada y transmita a monsieur Martel el estado de nuestras investigaciones.

  • ¿No estará en el museo?

  • Lo ignoro – señaló Hontanares.

  • En ese caso...

  • Luego, tómese el resto del día libre. Lleve a sus hijos al zoo o a cualquier otro sitio.

  • Hoy es día lectivo y tienen colegio.

  • Pues lleve a su mujer a bailar o al cine.

  • Prefiero probar otros bocados, comisario.

  • Lo que haga en su vida privada no es asunto suyo, aunque desapruebo sus … veleidades.

  • Si hay alguna novedad, deme un toque.

Después se despidió y regresó a la calle. En el coche, telefoneó a Reme y quedaron para comer y... lo que surgiese.

Hontanares se sirvió un vaso cumplido de Vichy Catalán, puso en el tocadiscos el “Orlando” de Haendel, ópera que tiene por protagonista a Roldán, el dueño de Durandal, la espada más afilada del mundo, y prosiguió con la lectura de Morgan Philbilly. A mediodía se citó con Silvia Alphand en un restaurante asturiano recién abierto, donde disfrutaron una suculenta comida -empanada de pichón y cachopo, ella; pastel de cabracho y escalopines al Cabrales, él-, unos exquisitos frixuelos rellenos de nata y mermelada de frambuesa, regada con un Valdemonje Albarín Negro de la bodega Monasterio de Corias que no conocían y quedó incluido entre sus predilectos; aunque Hontanares prefería los vinos de la Ribeira Sacra.






Sobre las cinco y media de la tarde, instalado ya en su despacho, el comisario recibió una llamada de Antiguo Villacañas, el anticuario que había quedado en sondear a algunos colegas y transmitirle la información recabada.

  • Comisario, soy Antiguo Villacañas, ¿me recuerda?

  • Eeh..., sí..., el anticuario.

  • El mismo. Por cierto, me ha costado Dios y ayuda conseguir hablar con usted. Comunicaba siempre.

  • Yo estoy solo y no he hablado con nadie. ¿Qué tiene para mi?

  • Poca cosa. Como suponía, a ninguno de los colegas con que he hablado le han ofrecido la espada. Y le hablo de los anticuarios más importantes de la ciudad.

  • Mi ayudante ha sondeado a sus colegas de la zona del Rastro con los mismos resultados.

  • Sin embargo...

  • Diga, diga.

  • Me ha llegado el rumor de que un coleccionista particular había encargado el robo a una ladrona internacional cuya identidad desconozco.

  • ¿Del coleccionista o de la ladrona?

  • De ella, comisario.

  • Entonces, ¿conoce el nombre de él?

  • Sí, pero recuerde que sólo es un rumor.

  • Ya es más de lo que tenemos. Dígame, señor Villatortas.

  • Villacañas, comisario.

  • Disculpe.

  • Se llama Ian Drinker. Es el máximo accionista de una compañía aérea de bajo coste y tiene su residencia en un paraíso fiscal, la isla de Jersey.

  • Sin pruebas, no podemos pedir una orden para investigar sus cuentas o su extradición.

  • En todo caso, dudo mucho que pudiera demostrar su participación en el atraco.

  • ¿Por qué lo dice?

  • No creo que sea tan tonto como para firmar un contrato con una ladrona.

  • ¡Parece razonable! -admitió Hontanares-. ¿Conoce alguna otra direc­ción del susodicho?

  • Posee un piso en la calle de la Constancia, 22.

  • ¿Por dónde queda eso?

  • Ni idea, comisario.

  • ¡Gracias por la información!... ¡Que tenga buen dia, señor Villatablas!

  • Eeh.., adiós, comisario.

Nada más colgar, descolgó y marcó el número de Martínez.

  • (con voz soñolienta) Diga, ¿quién es?

  • Martínez, soy Hontanares.

  • No me da un respiro, comisario.

  • Hay novedades. Preséntese en mi despacho en diez minutos.

  • Tendrán que ser cuarenta. Estoy... ocupado.

  • No me interesa su vida privada. ¡Media hora o le expediento!

  • Haré lo que pueda.

  • Lo que le ordeno. ¿Ha llamado al taxista?

  • Todavía no.

  • Olvídelo. Quizá tenga que hacerle otra visita.

  • ¡Magnífico!... Me vendrá bien un tentempié.

Colgó, se vistió, besó a Reme, dormida en la cama, y bajó a la calle. Condujo hasta la Dirección General sin más interrupciones. Cuando entró al despacho del comisario, dijo:

  • ¿Cuáles son esas novedades que no podían esperar a mañana?

  • Me ha llamado el anticuario, el señor Villanueva, y...

  • ¿Villanueva? No me suena ese apellido.

  • Es algo parecido – admitió Hontanares.

  • ¡Villacañas! - recordó Martínez.

  • ¡Da igual!... Me ha informado de que corre un rumor según el cual un coleccionista privado habría encargado el robo a un ladrona internacional cuya filiación desconoce.

  • ¿Algo más?

  • Se llama Ian Drinker.

  • Creo que Ian es nombre masculino.

  • Me refería al coleccionista. Tiene un piso en la calle Constancia 22. Quiero que lo visite

  • ¿Por dónde cae?

  • Ni idea. Por eso visitará de nuevo al señor Carrasquilla.

  • ¿Usted no me acompaña?

  • No, tengo mucho en lo que pensar.

  • Usted lo que quiere es escaquearse.

  • Yo soy el cerebro de esta investigación.

  • ¡Claro, claro, Einstein!

  • Quiero su informe a última hora del día.

  • ¿Qué hago si encuentro al coleccionista? ¿Y si no lo encuentro?

  • Vigile el edificio. Necesitamos más pruebas para poder actuar contra él.

  • ¿De la ladrona sabe algo más?.. ¿Es nacional, está buena, qué aspecto tiene, etc?

  • No.

  • Pues que bien.

Después, salió del despacho y condujo hasta el domicilio de Régulo Carrasquilla, donde mantuvo la siguiente conversación:

  • Régulo, ya puede recoger su vehículo en el garaje de la Dirección General.

  • ¿Lo habrán dejado como estaba?

  • ¡Mejor, porque se lo han lavado!

  • ¿Le han hecho una revisión completa?

  • No se pase.

  • Tengo que sacar algo por mi colaboración desinteresada con la autoridad.

  • ¿Colaboración?... ¿Desinteresada? Era una orden del comisario.

  • ¿Qué se le ofrece esta vez?

  • Conocer la situación de una calle.

  • ¿Tiene gusa?

  • ¿Dónde ha aprendido esa jerga?

  • La utilizó un cliente, el mismo que encontró la vaina que descubrieron sus compañeros, y le pregunté su significado. No he dejado de usarla desde entonces.

  • Es usted sorprendente, Régulo.

  • Donde fueres, haz lo que vieres.

  • Pues, hombre...

  • ¿Hace un chocolate con picatostes? Mi Rita lo borda... ¡No la merezco!

  • Una buena mujer es la mayor fortuna que podemos tener, amigo Régulo.

  • Sabias palabras.

  • Yo tengo a la mía en un altar.

  • Postura que le honra... Rita, dos tazas de chocolate con picatostes, por favor. Tenemos invitados.

  • ¿Qué tal está su hijo?

  • Revoltoso y protestón, como debe ser.

Apareció Rita con una bandeja en la que traía el chocolate y los picatostes. La dejó sobre la mesa, y, tras saludar a Martínez, desapareció para seguir con sus tareas, fueran las que fueran; aunque ambos hombres la escucharon hablar y reír por teléfono.

  • ¡Qué mano tiene su señora, amigo Régulo!

  • ¡Está cojonudo!

  • En fin, necesito saber dónde cae la calle de la Constancia.

  • No sé... Por aquí no he visto mucha.

  • Hágame el favor de contactar con sus colegas.

  • Lo haré por usted, me cae bien y siempre ha intentado ayudarme; al contrario que el majara de su jefe.

  • Bueno, bueno, cada uno tiene su carácter. Dejémoslo en peculiar.

  • ¿En qué mundo vive con sus disfraces ridículos, su agua mineral y su sentido del deber anticuado?

  • Se ha civilizado bastante desde que tiene pareja.

  • La conozco de vista, pero debe ser una santa.

  • Una mujer de bandera, amigo Régulo. Culta, atractiva, elegante y hermosa.

  • ¿Y qué hace con... el comisario?

  • A veces me lo pregunto. Deben gustarle el riesgo o las causas perdidas.

  • Como suele decirse, siempre hay un roto para un descosido – sentenció el taxista, mientras se levantaba y ausentaba unos minutos para consultar a otros colegas la ubicación de la calle. Regresó poco después con una sonrisa de satisfacción.

  • La tenemos, Martínez.

  • Soy todo oídos.

  • Nace en la carretera de Canillas y termina en Cartagena. Es la siguiente a Pradillo.

  • Me hago una idea.

  • ¿Por qué se busca calles tan raras?

  • Yo no busco nada, surgen durante la investigación.

  • Entonces, ¿ya puedo cobrar mis cien euros?

  • Inténtelo.

  • Mañana mismo voy. ¿Dónde pregunto?

  • Eeh... En el Departamento de Pagos y Reclamaciones (cuya existencia desconocía).

  • Bien, bien – afirmó el taxista, mientras se frotaba las manos.

Martínez regresó a la calle y condujo hasta el domicilio del sospechoso, un edificio vulgar y corriente que parecía poco acorde con la situación económica que se le suponía. ¿Sería una tapadera para pasar desapercibido? Martínez aparcó el vehículo y caminó hasta el portal, donde charló con el portero -conserje le corrigió- tras identificarse ante él. Le rogó prudencia y colaboración. No, no había cometido ningún delito, pero la policía necesitaba conocer sus movimientos. El portero comentó que vivía en el tercero derecha, no salía mucho, que llevaba una vida discreta y que recibía visitas femeninas, siempre mujeres distintas, dos veces por semana. Después, Martínez se despidió de él, pues no quería dejarse ver mucho, y regresó al Citröen Elysée; desde donde vigiló hasta que se cansó y regresó a la Dirección General.

Cuando se disponía a entrar al despacho de Hontanares para informarle, vio salir a Obélix. Con total naturalidad le comentó que había hablado con el portero de la finca donde vive el coleccionista, un cuarentón bastante receloso llamado Teodoro, convencido de ser el protector de los inquilinos, para saber si el sospechoso estaba en el piso. Me preguntó quién quería saberlo y le mostré la placa, mientras le amenazaba con detenerle por interferir en una investigación policial si advertía al susodicho. Amedrentado, me confirmó su presencia en el inmueble. Le di mi tarjeta con mi teléfono para que me avisase si el coleccionista salía con equipaje y me comunicase su destino, si lo sabía. Luego preguntó a Obélix-Hontanares dónde iba, quien le respondió que al museo, pues habían reabierto la exposición con una copia de la espada que habían fabricado a toda prisa para evitar la clausura de la exhibición. Martínez le llevó hasta el museo -aún quedaban un par de horas para el cierre al público- y luego se dirigió hacia el piso de Reme dispuesto a romper la noche; pero, al llegar, encontró un coche-patrulla en el portal y a los vecinos reunidos en él. Algunos lloraban, otros preguntaban qué había pasado y por qué los habían sacado de sus casas. Martínez se identificó ante sus compañeros y les preguntó qué ocurría. Respondieron que habían recibido un aviso anónimo que advertía sobre unos gritos y ruidos de pelea en el 3ºD. Martínez sintió un escalofrío. Era el piso de Reme. Apareció otro vehículo policial y el de atestados. Subió con ellos a la vivienda. Forzaron la puerta tras llamar varias veces y no obtener respuesta. El cuerpo de la mujer yacía sobre la cama con una espada clavada en el corazón.

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