viernes, 26 de enero de 2024

candiliterario 19

 

CANDIL LITERARIO Nº 19



CAPÍTULO XVI



A primera hora Martínez se presentó en el despacho del comisario y le mostró la botella de whisky.

  • ¿Esto que es? Yo no bebo alcohol.

  • Entonces, ¿el vino?

  • Es una bebida digestiva.

  • ¡Ya, ya!... Es el whisky que usa el coleccionista. La he traído para que se familiarice con él por si le toca probarlo, cuando juegue al póquer, si juega.

  • En ese caso... ¡no está de más!

  • Tiene gustos caros el amigo.

  • Se los puede permitir.

  • Yo me marcho.

  • ¿Adónde?

  • A la Real Asociación del Rancio Abolengo. Hablaré con ellos para confirmar que su título está vacante y para comunicarles las respuestas que deben dar en caso de que el sospechoso o alguien en su nombre pregunte por el mismo.

  • Entretanto, recorreré con Silvia las tiendas de disfraces y objetos militares para componer mi atuendo nobiliario.

  • Buena noticia que le acompañe la señorita Alphand. Tiene buen gusto.

  • ¿Insinúa que yo no lo tengo?

  • Sólo digo que su gusto es un poco... particular.

  • ¡Cómo el de todo el mundo!... Entregue la botella a Recuenco para que busque huellas y luego puede irse al Rancio Abolengo.

  • Por cierto -dijo su ayudante-, ayer por la tarde los agentes que relevaron al taxista inspeccionaron un trastero que el coleccionista tiene en el número 199 de la calle de Embajadores, pero no encontraron nada reseñable.

Martínez abandonó el despacho, y se dirigió al laboratorio; donde rellenó el petitorio correspondiente a la extracción de huellas, recordó a su compañero técnico que encontrarían las suyas y de dos personas más al menos y que sólo le interesaban, como era lógico, las que estuvieran fichadas Luego, salió a la calle, se acomodó en el Citröen y condujo hasta el número 4 Bis de la Travesía de la Cruz Verde. En el lado derecho del portal destacaba una placa dorada con el siguiente mensaje:



REAL ASOCIACIÓN DEL RANCIO ABOLENGO

FUNDADA EN 1942

2º INTERIOR DERECHA


HORARIO PÚBLICO: DE 10 a 13 HORAS

TARDES; CERRADO POR DESCANSO




Pulsó el botón correspondiente del portero automático y, cuando escuchó una voz metálica, Martínez dijo:

  • Asunto oficial.

  • Suba.

Ascendió por unos gastados escalones de madera hasta la segunda planta, donde descubrió una puerta entreabierta en cuyo dintel sobresalía una placa idéntica a la de la calle. Entró, preguntó el socorrido: “¿Hay alguien”, y una voz femenina le respondió:

  • Por aquí.

Siguiendo el sonido, el policía recorrió un estrecho pasillo pintado con esmalte sinople hasta desembocar en una pequeña habitación donde había una mesa de madera con patas afilinagradas y un tapete rojo sobre el tablero. Tras ella, permanecía sentada y sonriente una mujer que fue joven, pero aún resultaba interesante, pelo castaño hasta los hombros, maquillaje tenue pero eficaz, collar y pendientes de perlas, traje chaqueta cárdeno, blusa azul maya, manos finas sin anillos y un crucifijo dorado alrededor del cuello -griego habría dicho Hontanares- que hizo pensar a Martínez en la Primera Comunión. A su izquierda una estantería rebosaba de archivadores y gruesos libros encuadernados en cuero rojo con letras doradas. Le saludó con un:

  • ¡Buenos días!... Soy Germinal. ¿En qué puedo servirle?

Martínez le mostró su placa y luego dijo:

  • Quisiera hablar con el responsable sobre un asunto oficial.

  • ¿Quiere hablar con don Artemio?

  • Si es el responsable...

  • Bueno, no es el presidente de la Asociación, pero ahora mismo es el único directivo presente

  • En ese caso hablaré con él.

La secretaria descolgó el teléfono que tenía sobre la mesa y, tras unos segundos de espera, dijo:

  • Don Artemio, ha venido un policía que desea tratar con usted un asunto oficial....Bien.

Colgó el aparato, se alisó la chaqueta del vestido, miró a Martínez con ojos miopes, y dijo:

  • Puede pasar ahora.

  • ¿Cómo tengo que dirigirme a él?

  • De usted.

  • ¿Qué cargo desempeña?

  • Secretario Perpetuo.

  • Entonces, ¿no puede jubilarse nunca?

  • Es un puesto voluntario y vocacional, por el que no percibe retribución alguna, como yo, así que puede dejarlo cuando considere; aunque la tradición es que cese al morir.

  • ¿Usted también es perpetua?

  • No, no. Yo lo hago por amor a la heráldica.

  • ¿Y su marido qué piensa?

  • ¿Por quién me toma, caballero?... Estoy soltera y sin compromiso.

  • Porque usted quiere.

  • ¡Atrevido!

  • ¿Cuál es el despacho de ese señor?

  • Continúe por el pasillo y entre en la tercera a la derecha.

  • ¡Gracias!

Martínez siguió las instrucciones de Germinal para alcanzar su destino. Golpeó la tercera puerta a la derecha y esperó permiso para entrar. Entonces escuchó:

  • Pláceme.

Entró a una gran habitación dominada por severos muebles marrones oscuros en tres de sus paredes que llegaban hasta el techo repletos de archivadores colocados por orden alfabético. En la pared del fondo, frente a la puerta de entrada, destacaba una gran mesa de madera -roble canadiense le confirmó el ocupante del despacho- sin decoración alguna y, sobre ella, un tapete de cuero verde, una escribanía con tintero y dos plumas de ganso boreal, un crucifijo de plata engastado en una geoda de cuarzo, un teléfono negro de disco y un candil de bronce. Sentado tras él permanecía un hombre pequeño y delgado, edad indefinida aunque provecta, casi calvo a excepción de unas greñas blancas sobre las orejas, grandes en comparación con el resto del cuerpo, ataviado con una ajada levita negra que le confería cierto aspecto corvino, que observaba al policía con ojos acuosos.

  • ¡Buenos días! Soy el sargento Martínez. ¿Don Artemio supongo?

  • Pláceme.

  • ¡Pues vale! (comentó el policía en voz baja). Por orden del comisario Hontanares de la Dirección General de Seguridad necesito tratar con usted un asunto de naturaleza algo peculiar o inusual relacionado con el caso que investigamos ahora mismo.

  • Pláceme.

  • Bien, don Artemio. El citado comisario necesita saber si está activo un título nobiliario.

  • Pláceme.

  • Se trata del vizconde de Martino.

  • Pláceme.

  • ¿Puede informarme sobre él?

  • Pláceme.

Después, el Secretario Perpetuo descolgó el teléfono que había sobre la mesa, marcó cuatro números, y dijo:

  • Aquí Artemio Segundo Ruiz de la Guindalera Casagrande y Alcorza. ¿Con quién hablo?

  • Soy Germinal, don Artemio. No hay nadie más en todo el piso.

  • Pláceme. En mi despacho hay un señor que dice ser agente de policía que desea saber si se mantiene activo un título nobiliario.

  • Lo he enviado yo, don Artemio.

  • Pláceme.

  • ¿De quién se trata?

El hombrecillo tapó con su mano izquierda el auricular y preguntó a Martínez:

  • ¿Qué título me había dicho?

  • Vizconde de Martino.

  • Pláceme... ¿Ha escuchado, señorita Germinal?

  • Sí, don Artemio. Si no tiene que tratar ningún otro tema con usted, mándemelo de vuelta.

  • Pláceme... ¿Desea algo más de Nos, agente?

  • Eeeh..., ¿sabe usted si la secretaria está comprometida?

  • Pláceme... Lo desconozco... Gracias por su visita.

Martínez desandó el camino hasta reencontrarse con Germinal, a la que saludó con:

  • Podría haberme ahorrado conocer al tal don Artemio.

  • Usted dijo que deseaba hablar con él.

  • Porque no sabía quién podía solucionarme el problema. ¿Puede decirme usted en qué situación actual se encuentra el título que me interesa?

La mujer abrió un archivador idéntico a los que había en el despacho del Secretario Perpetuo y lo consultó unos instantes. Después, anotó una palabra sobre una cuartilla que extendió hacia el policía. En ella había escrito la palabra: “Inactivo”.

  • ¿Puede facilitarme alguna información sobre su último poseedor, antigüedad del título, escudo, etc?

  • Según nuestro archivo, no existe en la actualidad ningún título con ese nombre.

  • ¿Y ha existido?

  • Se extinguió en 1854 tras el fallecimiento de su último poseedor Don Enrique Wenceslao Garrido-Rabel y García-Segovia.

  • Por tanto, ¿no lo ha reclamado nadie desde entonces?

  • No tenemos constancia.

  • ¿Tenía escudo nobiliario? En ese caso, ¿como era?

La secretaria le mostró una ilustración que Martínez no comprendió.

  • ¿Puede explicármelo?

  • Es un escudo cortado sobre campo de gules en el que aparece un león rampante en el cantón diestro del jefe; en el siniestro, un unicornio sedente; en el abismo, una bellota sobre un celaje con cinco estrellas; en el cantón diestro de la punta, una pluma de ganso; en el cantón siniestro de la punta, una bandera negra. Está rematado por una corona dorada de cinco puntas y otras tantas perlas.

  • Como supongo que no podré llevarme esta ilustración, necesitaré una copia para mi superior.

  • No hay problema. Serán cinco euros.

  • Creí que ustedes seguían usando maravedies.

    La mujer le miró con dureza.. Después le preguntó:

  • ¿Alguna información más?

  • ¿Dónde se originó y estaba su casa solariega o dónde residiese?

  • Según nuestros datos, su residencia estaba en un palacete sevillano derruido a principios del siglo XX para ensanchar la calle. Parece que fue un título concedido en la Edad Media por méritos de guerra.

  • ¿Se le ocurre algún otro dato interesante o necesario para la policía?

  • Ahora mismo no.

  • Le dejaré mi tarjeta por si recuerda alguno. Un último asunto.

  • Usted dirá.

  • Puede que llame un tal Ian Drinker, o alguien en su nombre, preguntando por este título. Quiero que me haga dos favores: el primero, que le transmita la misma información que me ha dado a mi; el segundo, que me lo comunique en cuanto se produzca esta llamada.

  • ¿Siempre andan con tanto misterio ustedes los policías?

  • ¡Claro! Hace más interesante nuestro trabajo.

  • E inquietante

  • Y atractivo... Por cierto, ¿a qué hora termina de trabajar? Me gustaría invitarle a tomar una copa.

  • No bebo, gracias.

  • ¿Come?

  • Con desconocidos, nunca.

  • Qué mejor oportunidad para conocernos.

  • En otra ocasión.

  • Usted se lo pierde.

  • O usted

  • ¡Adiós, buenos días!

Martínez regresó a la calle con la fotocopia del escudo nobiliario y la información que le había facilitado la señorita Germinal. Condujo hasta la Dirección General, pero el comisario aún no había regresado de su búsqueda de ropa y abaloríos.




Silvia Alphand y el comisario Hontanares se dirigieron a la calle de Toledo en busca de tiendas de ropa, cuando vieron un rótulo que los atrajo:



_________________________________________

<<BAZAR JALOGUIN>>

FIESTAS. DISFRACES. STRIPERS

TODOS LOS ACCESORIOS

ABIERTO HASTA EL ANOCHECER

________________________________



Entraron cogidos del brazo. El interior estaba atestado de estanterías llenas de toda clase de artículos: velas, pilas, pequeños electrodomésticos, herramientas, sombrillas, flores de plástico, calculadoras, bolígrafos, lapiceros, juguetes, y... al fondo, impasible o indiferente según las opiniones, estaba sentado un anciano de rostro apergaminado y mirada perdida, rodeado de montones de ropa usada. Silvia le saludó con una inclinación de cabeza y, luego, dijo:

  • Buenos días. Buscamos un traje para el caballero.

  • Sí. Tener. Ponerse contra la pared – dijo el anciano.

  • ¿No pensará cachearme? - inquirió preocupado el comisario.

  • No, Manuel. Querrá tomarte medidas.

  • Bien. Sí... Muy grande hombre.

  • Necesitamos un chaqué completo con chaleco y una chistera.

  • No tener. Sólo ropa trabajo y fiesta.

  • ¡Vaya! -lamentó Silvia-. ¡Gracias por todo!

    Regresaron a la calle y siguieron caminando hasta que descubrieron, esquina con la calle Sierpe, otro local con el rótulo:


______________________________________________


<<ALMÁCENES LA CORNUCOPIA>>

TODO PARA EL NOVIO MODERNO

SI NO LO TENEMOS, NO EXISTE

NO SE FÍA

__________________________________



Entraron y descubrieron un gran mostrador de madera tras el que se afanaban cuatro dependientes, aunque no había ningún cliente en aquellos momentos.

  • Buenos días, señora y caballero, les atiende Anselmo. ¿En qué puedo servirles? - dijo uno de ellos, mientras se frotaba las manos.

  • Necesitamos un chaqué completo y una chistera – respondió Silvia.

  • ¿Para el caballero?

  • Sí.

  • ¿Conoce su talla?

  • Sobre el metro ochenta – respondió Hontanares.

  • Se refiere a tu talla de ropa – comentó Silvia.

  • ¡Ah, en ese caso, lo ignoro! Siempre me toman medida en la sastrería cuando necesito ropa nueva.

Anselmo cogió un metro y midió con celeridad y precisión al comisario. Luego dijo:

  • ¿Han pensado algún color especial o prefieren el negro clásico?

  • Negro está bien, pero quisiéramos un chaleco gris - respondió Silvia.

  • Ahora mismo tenemos tres conjuntos que podrían servir al caballero -dijo el dependiente-. Si quieren seguirme, podrá probárselos ahora mismo.

  • Antes de proseguir, quiero señalar que sólo queremos alquilarlo.

  • No hay problema, pero tendrán que firmar un seguro por posibles deterioros de las prendas.

  • ¿Es necesario? - preguntó Hontanares.

  • Alguien tiene que pagar los posibles desperfectos que se produzcan – respondió el dependiente.

  • ¿Tienen también accesorios como corbatas o corbatines, gemelos, leontinas, etc?

  • Sólo prendas de vestir –aclaró Anselmo-. Por cierto, ¿qué es una leontina?

  • La cadena de un reloj de bolsillo – contestó Silvia.

  • ¡Ah!... No, no tenemos.

  • ¿Conoce algún establecimiento cercano donde podamos encontrarlos?

  • Bueno..., eh..., al final de la calle, esquina con Humilladero, hay una pequeña tienda que vende bisutería. Quizá puedan encontrar algo.

  • ¡Gracias! - comentó Hontanares.

  • ¿Se lo llevarán ahora o debemos enviarlo a algún lugar?

  • Antes quisiera verlos – afirmó el comisario.

  • ¡Claro, claro! - admitió el dependiente, mientras se frotaba las manos.

  • ¿Tiene frío? - inquirió Hontanares.

  • No, es un tic que tengo.

Llegaron hasta una pequeña habitación en la que, colgados del techo, había numerosos vestidos de gala masculinos y femeninos. El dependiente descendió con una larga barra metálica terminada en un gancho los tres chaqués que había anunciado y los depositó sobre una mesa de madera. Silvia los observó detenidamente, los tocó con suavidad, los olió brevemente y, después, miró al comisario. Cogió el conjunto situado en medio, lo mantuvo en el aire frente a Hontanares, y, luego, dijo:

  • Pruébate éste, Manuel.

El aludido entró en un probador y corrió la cortinilla.

  • ¿Quieres que te ayude? - preguntó ella.

  • Puedo desnudarme solo, gracias.

  • ¡Qué quisquilloso! - comentó Silvia.

  • ¿Necesitará zapatos también?

  • Creo que no habíamos pensado en ello. Si me disculpa.

Silvia Alphand se acercó al probador y preguntó al comisario:

  • Manuel, el dependiente me pregunta si necesitas zapatos.

  • ¿Qué tal unos botines de charol o unos zapatos con hebilla?

  • ¿Qué tal unos zapatos negros con polainas blancas? Son muy elegantes y distinguidos.

  • Lo que tú digas.

  • ¿Qué número usas?

  • Cuarenta y dos.

  • ¿Ancho o estrecho?

  • Supongo que ancho.

  • Bien.

Regresó junto al dependiente y le dijo:

  • Necesitaríamos unos zapatos clásicos negros del 42 y unas polainas blancas.

  • No creo que tengamos calzado tan antiguo.

  • ¿Antiguo?... ¿A qué se refiere?

  • Del año 42.

  • ¡No, no!... Es el número que calza mi acompañante.

  • ¡Ah, qué confusión más tonta! -reconoció el empleado-. En ese caso, creo que podremos servirle.

El comisario salió del probador enfundado en un chaqué negro grafito que realzaba su porte. El conjunto se completaba con un pantalón del mismo color y un chaleco cruzado gris perla. Silvia y el dependiente le observaron con atención, ella, y profesionalidad, él. Luego, ella se acercó a Hontanares y le besó en la mejilla, mientras le susurraba al oído: “Estás hecho un pincel”.

  • ¿Qué le parece, señor? - inquirió el empleado.

  • Me siento cómodo, pero raro.

  • ¿Ha encontrado los zapatos?

  • Aquí los tengo con sus respectivas polainas. Disculpen la pregunta, pero... ¿son ustedes personas importantes?

  • Todos lo somos – respondió Hontanares.

  • Usted ya me entiende – señaló el dependiente.

Pero el comisario no lo entendía y miró, intranquilo, a Silvia Alphand.

  • No somos de la alta sociedad ni nada parecido Es que se casa un buen amigo y queremos ir elegantes a su enlace – respondió ella.

  • ¡Ah!

  • ¿Y la chistera?

Anselmo se alejó en busca del sombrero. Silvia aprovechó esos instantes para abrazar y besar al comisario, mientras le decía: “Te comía aquí mismo”. Hontanares comenzó a sudar.

El dependiente regresó poco después con dos chisteras, una negra y otra gris, para que eligieran entre ambas. Hontanares se las probó ante un espejo de cuerpo entero, pero fue Silvia Alphand la que escogió la negra. Le resultaba más elegante y señorial.

  • ¿Necesitan algo más?

  • Un corbatín negro.

  • Ahora mismo.

  • ¿Hay que pagar ahora o a la entrega? - se interesó el comisario.

  • Puede dejar una señal y abonar el resto a la recepción de la prenda - respondió Anselmo.

  • Como aún quedan algunos días para el connubio, quisiera dejarlo aquí hasta entonces.

  • ¿Cuántos días?

  • Aún no lo sé.

  • No hay problema, y no le cobraremos nada por ello. Atención de la casa.

  • ¡Muy amable! - afirmó Silvia.

  • Anotaré su teléfono y les llamaré cuando lo necesite Tendrán que entregarlo en la Direccíón General de Seguridad.

  • ¿Es usted policía?

  • Comisario.

  • Ah, en ese caso no necesita ningún seguro por deterioro o extravío de la prenda.

  • ¿Por qué?

  • Es usted policía.

  • ¡Comprendo! - comentó Hontanares, aunque no comprendía nada.

Volvieron a la calle satisfechos por el resultado obtenido y caminaron por la acera hasta la pequeña tienda que había comentado el dependiente. Resultó ser un local estrecho y alargado con estanterías a ambos lados llenas de artículos de bisutería y copias baratas de joyas y relojes de lujo. Al fondo había un mostrador acristalado bajo el que se almacenaban otras mercancías diferentes como muñequeras de cuero con chinchetas, látigos, mordazas, bolas chinas, plugs y otros objetos que Hontanares y Silvia reconocieron, pero omitieron sus nombres. El local diversificaba su mercancía.

  • Perdón, nos hemos equivocado – dijo ella mientras salían hacia la calle.

  • Pero... ¿qué te ocurre? - inquirió Hontanares.

  • ¿Has visto ese sitio? ¿Te has fijado en lo que venden? - insistió ella.

  • Bisutería.

  • Es un sexshop sadomaso encubierto.

  • Bueno, pero quizá tengan lo que buscamos.

  • ¿Y qué buscamos?

  • Eeeh...

  • Accesorios para tu disfraz y no he visto ninguno ahí dentro.

  • Unos gemelos vendrían bien.

  • Miremos en otro sitio que no parezca muy ostentoso.

Salieron a Atocha, cruzaron la Plaza de Santa Cruz, siguieron por Príncipe hasta llegar a Sevilla, atravesaron Alcalá y llegaron a la Gran Vía. Allí entraron en la “Joyería El Quilate”, donde les atendió una hermosa joven rubia muy pintada y embutida en un elegante y discreto traje chaqueta azul marino con una blusa roja. En la solapa izquierda, lucía una plaquita con el nombre Paula.

  • Buenos días, ¿en qué puedo servirles?

  • Querríamos unos gemelos y un reloj con leontina para el caballero – respondió Silvia.

  • ¿Algún estilo en particular: clásico, moderno, atrevido...?

  • Clásico – aclaró Hontanares.

    La dependienta abrió una vitrina tras ella y extrajo una bandeja forrada de terciopelo azul sobre la que descansaban numerosos pares de mancuernas que presentó a Silvia y el comisario. Los estudiaron detenidamente hasta que Hontanares señaló unos dorados con una piedra amarilla que supuso un topacio.

  • Estos me satisfacen.

  • Tiene usted un gusto exquisito, caballero – afirmó la dependienta con profesionalidad.

  • Eeh.. Manuel... ¿no son un poco ostentosos para lo que los quieres? - intervino Silvia.

  • ¿Cuánto valen? - inquirió Hontanares.

  • Teniendo en cuenta que son de oro de 18 quilates y las piedras son auténticos topacios, es una pieza un poco cara.

  • ¿De cuánto hablamos?

  • Mil quinientos euros.

  • Se sale del presupuesto – admitió el comisario.

  • Señorita... ¿Puedo llamarla Paula? - comenzó a decir Silvia.

  • Claro, señora.

  • Necesitamos algo elegante, pero discreto, que parezca más de lo que es, ¿me comprende?

  • Perfectamente. En ese caso....

La dependienta abrió otra vitrina y extrajo otra bandeja con diferentes gemelos que les presentó, mientras señalaba que eran de oro blanco y piedras semipreciosas. Volvieron a examinarlos con detenimiento y, tras unos instantes, Hontanares dijo:

  • Estos de ámbar.

  • 180 euros – respondió la joven.

  • Me los llevo.

  • Una compra muy inteligente, caballero – señaló la mujer.

  • ¿De verdad te gustan? - preguntó Silvia.

  • Son originales y económicos, una buena mezcla.

  • ¿Los envuelvo para regalo?

  • No es necesario.

  • Ahora quisiéramos ver relojes de bolsillo de un precio similar o inferior a los gemelos.

Se repitió la operación, es decir, la dependienta abrió otra vitrina y extrajo una bandeja forrada de terciopelo azul que contenía diferentes relojes que Silvia y el comisario estudiaron con interés hasta que Hontanares dijo:

  • El hexagonal.

  • ¿No te parece muy atrevido para un vizconde de mediana edad? - inquirió Silvia.

  • No, le dará un toque juvenil y despreocupado.

  • Muy original, caballero – señaló la dependienta.

El reloj en cuestión, aparte de hexagonal como ya se dijo, tenía saetas tipo flor de lis, números romanos y una esfera azul claro de circonio. La caja era de alpaca, y la leontina, de tipo calabrote o de barco. Se trataba de un conjunto que aparentaba más que era como había dicho Silvia Alphand.

  • ¿Cuánto vale?

  • Para un miembro de la nobleza como usted cuya presencia honra a nuestro establecimiento, le haré un buen precio para que quede satisfecho y vuelva otra vez – afirmó la joven dependienta.

  • ¡Muy amable por su parte! - reconoció Silvia.

  • 125 euros.

  • Me lo quedo.

  • ¿Puedes permitírtelos? - le preguntó ella.

  • Tengo cuenta de gastos relacionados con mis investigaciones en curso.

  • ¡Ah, bien!

La joven introdujo los gemelos y el reloj en sendas cajitas de plástico rojo con el nombre del establecimiento en su parte superior grabado en letras doradas y las envolvió con un papel azul diplomático. Remató los paquetes anudando dos tiras de seda rojas a su alrededor. Hontanares pagó con una tarjeta de la Dirección General y, después, salieron a la calle.

  • ¿Y ahora qué? - preguntó Silvia.

  • Vamos a comer.

  • Conozco un restaurante nuevo aquí cerca, en la calle de Augusto Figueroa, del que me han hablado muy bien.

  • Pues.. ¡en marcha!

A las dos en punto de la tarde estaban sentados en una mesa de “Chez Marius”, un cocinero francés recién llegado a la ciudad que los deleitó con unos escargots au beurre et persil, unas huîtres au citron, una bouillabaisse y un poulet au vin* regados con un excelente Louis Latour Côte de Beaune. Dos cafés au lait y una copita de Armagnac “Marquis de Montesquiou” para Silvia y un vaso de Vichy Catalán Gran Reserva para él remataron una comida tan opípara que decidieron pasear por el Retiro hasta la hora de apertura de los comercios; motivo entraron a las cinco en punto en: <<ACCESORIOS Y ROPA MILITAR “EL TERCIO”>>, establecimiento recomendado en “La Cornucopia”, sito en la popular calle de Argumosa s/n. Tras largas deliberaciones con Silvia y posados frente un espejo de medio cuerpo, Hontanares se decidió por: un bandín de la Orden de la Lanza, la medalla de la Orden de la Beneficencia, la medalla del Mérito Postal y, para no recargar demasiado el conjunto, la Cruz de Oro a la Constancia en el Servicio por... haber recibido un diploma de buen comportamiento durante su servicio militar. Silvia Alphand permaneció callada y risueña, mientras el comisario se probaba las condecoraciones y el dependiente, un sesentón de cabello ralo y nariz aguileña llamado Recaredo Aguililla que había sido furriel en Cartagena, meneaba la cabeza y elevaba las manos hacia el techo del local. 



* Caracoles con mantequilla y perejil, ostras, bouillabaisse y pollo al vino.



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