EL CANDIL LITERARIO
NÚMERO 49
LA RUTINA DIARIA
La vida nos vuelve fatalistas. Nos convence de que la existencia es absurda por estar condenada a desaparecer – dijo Santiago Mora, maestro nacional.
¡En absoluto! -protestó Antonio Martín, minero-picador-. Existimos para procrear la siguiente generación ,como ha sido siempre.
Pero, tarde o temprano, el planeta terminará engullido por el Sol, la especie humana desaparecerá abrasada... Entonces, ¿por qué seguir reproduciéndose? - insistió el profesor.
Porque no podemos evitarlo – respondió el minero.
Hay, hubo y habrá hombres y mujeres que no tienen, tuvieron ni tendrán hijos por decisión propia – prosiguió el maestro.
Tampoco podemos evitar, por lo visto, complicarnos la existencia –intervino Ramiro García, impresor-. Por eso estoy aquí.
Estás aquí por tus ideales, por querer una vida mejor para tus descendientes en un país más libre, más justo y más honrado – corrigió el minero.
Tienes razón, compañero -matizó el profesor-, pero hay hombres y mujeres que no quieren esa libertad ni esa justicia para todos, sino solo para ellos y sus allegados.
¿Cuál ha sido tu delito? - preguntó el minero.
Enseñar a leer y escribir -respondió el maestro-. Por lo visto es una actividad subversiva.
¿Se han vuelto locos? - insistió el minero.
Me acusan de adoctrinar a los jóvenes, de introducirles en las cabezas ideas contrarias a la verdadera fe y los principios morales de la patria.
¿Acaso no lo hacen ellos? - inquirió el impresor.
Sí, pero van ganando la guerra – admitió el minero.
Otra fatalidad – remató el maestro.
A través del ventanuco de la celda, escucharon varias ráfagas de disparos.
Están ensayando los muy mamones – comentó el minero.
¡Lo hacen por nuestro bien! -ironizó el profesor-. No quieren que suframos sin necesidad.
Mi hijo mayor tiene cuatro años, y mi mujer, veintidós. ¿Qué pasará con ellos? - preguntó el impresor.
Nada bueno me temo -respondió el maestro-. A tu hijo lo darán en adopción a una familia respetable y a tu mujer... puede que la violen, o la torturen, o la afeiten la cabeza y obliguen a recorrer desnuda las calles entre insultos y burlas, o la quitarán lo poco o mucho que tengáis en nombre de la patria y la verdadera fe... La negarán el pan y la sal... Tu nombre será maldito, ella se convertirá en una paria sin derecho a nada... ¿No hay motivos para ser fatalista?
¡Claro que no! -protestó el minero-. Hemos luchado por nuestra tierra,, por nuestra libertad, por nuestro futuro y...hemos perdido. ¡Nada más! Apostamos fuerte y ganó otro. Ahora solo queda asumir las consecuencias del envite.
Fatalismo en vena – insistió el maestro.
¿Tú tiene hijos? - se interesó el impresor.
Uno que está en el frente del que no tengo noticias desde hace meses – contestó el profesor.
Ni las tendrás – remató el impresor.
Eso parece.
La guerra seguía devastando el país. El ejército rebelde avanzaba eliminando a sangre y fuego todos los reductos de resistencia. Militares nacionales y mercenarios extranjeros más profesionales y mejor equipados colaboraban en el exterminio del enemigo, es decir, los mismos ciudadanos que habían sufragado su armamento y ahora sufrían sus ataques en nombre de la libertad, la justicia y la única y verdadera fe. Defendían una sociedad jerarquizada, clasista, temerosa de su Dios, sujeta a estrictos valores morales que imponían por la fuerza, en la que la sumisión a la autoridad era obligatoria so pena de reclusión o muerte para vivir en paz y sin sospechas.. ¡Menuda paz!... Los perdedores defendían ideales más elevados, decían, una sociedad más equitativa y libre sin dogmatismos ni creencias indiscutibles. Otra ráfaga de disparos reventó el silencio de la noche.
La puerta de la celda se abrió. Entraron un capitán, un sacerdote y cuatro soldados con fusiles. El oficial dijo:
El comandante del campo ha decidido que vuestra última cena sea una gachas, pescado hervido, arroz con leche condensada y un vaso de vino tinto.
¿No es prerrogativa del condenado elegir su último menú? - interpeló el maestro.
Para los enemigos de la patria, no – respondió, seco, el capitán.
¿Alguien quiere confesar antes de reunirse con Nuestro Señor? - preguntó el cura.
¡Largo de aquí, cucaracha!- gritó el minero, tensando los músculos.
Los soldados le apuntaron con sus rifles.
La ejecución se realizará a las seis en punto de la mañana -comentó el oficial-. Descansad hasta entonces.
¿Alguien quiere confesar? - insistió el sacerdote.
Si fueras un verdadero hombre de paz y amor, como propaga tu religión, no estarías con estos criminales que no respetan a mujeres, ancianos y niños – afirmó el minero.
Tras estas palabras, el cura entendió que no deseaban sus servicios y abandonó la celda. Le siguieron el oficial y los soldados.
Fatalismo es otro nombre de la resignación – comentó el maestro.
Aceptar los sinsabores de la vida y enfrentarlos con la cabeza alta nos hace hombres, y... ¡yo lo soy! - exclamó el minero.
No conoceré a mi segundo hijo – lamentó el impresor, mientras temblaba entre sollozos.
Si hay que elegir entre achantarse o protestar para seguir viviendo, elijo lo segundo. Jamás me arrodillaré ante otro hombre – afirmó el minero.
Mi santa esposa me lo decía: “No te metas en líos, Ramiro”. La hice caso, pero... me despidieron y detuvieron por pertenecer al sindicato.
¿Sólo por eso? - preguntó el profesor.
Si no me afiliaba, no podía trabajar en ninguna imprenta.
¿También es fatalismo, maestro? - inquirió el minero.
Fatalidad, que no es lo mismo – respondió el aludido.
Las voces de la guardia dando novedades volvió a romper el monótono silencio de la noche.
El juez togado que me condenó era vecino mío -comentó el profesor-. Nuestros padres eran gañanes en la misma cuadrilla de don Nicanor, el rico del pueblo.
¿Y no te absolvió? - preguntó, incrédulo, el impresor.
¡Al contrario! Dijo que no podía hacer diferencias, que la justicia era ciega, que debía atender solo a los hechos y las pruebas, que yo... había traicionado a mi país y que mi padre era un criminal que había participado en el asalto e incendio de la casona del tal don Nicanor.
¿Era cierto? - se interesó el minero.
Ese día estaba en la cama por un ataque de lumbago debido a pasar tantas horas agachado segando con la hoz; pero le dio igual. Le fusilaron como a mi.
Conmigo no hubo dudas -admitió el minero-. Me trincaron con un cargamento de dinamita que llevaba a los compañeros que se habían amotinado contra los patronos, esa caterva de explotadores malnacidos que nos hacían trabajar desde los catorce años. Me acusaron de terrorismo contra propiedades del Estado.
El único Estado vigente es el que atacan ellos, los sublevados - protestó el impresor.
La represión en mi tierra ha sido muy dura -prosiguió el minero- y los patronos, como cabía esperar, se aliaron con los amotinados desde el principio. Por lo visto, mi profesión es proclive a la violencia y la rebelión... ¿Qué esperaban?... ¿Qué les agradeciésemos un sueldo miserable y unas condiciones laborales terribles? Cuando muere un compañero en el tajo, expulsan a su familia de las covachas donde vivimos, porque son una propiedad de la empresa que nos alquila a los mineros, mientras pertenecemos a su plantilla; pero, en cuanto fallecemos, nos incapacitamos o nos jubilamos...¡a la puta calle! ... Las mujeres y los hijos, las viudas y los huérfanos, quedan desamparados, abandonados a su suerte... ¡Son unos criminales! - gritó el minero.
La injusticia es otra fatalidad – opinó el profesor.
La imprenta donde trabajaba servía a varios ministerios y a periódicos conservadores, pero un chivatazo anónimo avisó a las nuevas autoridades -ya habían controlado la ciudad- de que también imprimíamos pasquines anarquistas -informó el impresor-. Soy el único vivo del taller. Al dueño, lo fusilaron sin juicio contra la pared del local donde teníamos las máquinas.
¡Una rata cobarde! - escupió el minero, refiriéndose al delator.
Le dabais a los dos bandos, ¿eh? – comentó el maestro.
La necesidad y el ideal pueden coexistir – admitió el impresor.
Compañeros, ¡se acerca la hora! -anunció el profesor-. Ya entra un rayo de luz entre los barrotes.
No veré crecer a mi primogénito ni nacer al segundo -repitió el impresor-. ¿Qué será de ellos? ¿de mi dulce Teresa?... ¿Qué he hecho?
Lo que consideraste adecuado y justo en unas determinadas condiciones -intervino el minero-. Levanta la cabeza, respira hondo, y repite: “¡Era necesario!”.
La puerta de la celda volvió a abrirse. El oficial anterior entró junto a otros cuatro soldados con los rifles montados.
Es la hora – dijo.
Los condenados se incorporaron y colocaron entre él y los soldados. El grupo caminó por un pasillo mal iluminado que les condujo hasta un gran portón con dos cerrojos. Un plantón lo abrió. La luz del sol deslumbró a los presos, por lo que se protegieron los ojos con la mano. Avanzaron por el patio del campo marcando el paso. El grupo se detuvo ante tres postes de madera colocados a un par de metros de un muro del recinto. Un soldado los ató a ellos. El impresor aceptó la venda de rigor; mientras sus compañeros la rechazaron.
Primero dispararon contra el minero. Luego, contra el impresor. Cuando esperaba su turno, el capitán preguntó al maestro:
¿Quiere decir algo antes de terminar?
¡Resurgiremos! - gritó el aludido.
¡Fuego! - ordenó el oficial.
Tras los disparos, los gloriosos soldados descansaron hasta la siguiente ejecución.
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