Una de las grandes cualidades de nuestro idioma es la polisemia, o sease, la variedad de significados de una palabra. Por otro lado, dicha riqueza puede representar un problema para lectores poco duchos en la materia, pues solo el contexto de la frase indicará cuál es la más adecuada para la mejor comprensión de la misma.
Por ejemplo, todos sabemos que el vocablo “pino” nombra un tipo de árbol muy común en nuestros parques y bosques; pero, a la vez, es un adjetivo que califica un terreno en cuesta o em-pi-na-do. Otras presentan un significado muy distinto al original, fruto del uso, como:
parafernalia, “conjunto de usos habituales en determinados actos o ceremonias y de objetos que en ellos se emplean”, pero el Derecho romano la define como “los bienes que pertenecían solo a la mujer y no entraban en la dote al casarse”; aunque también se utiliza como sinónimo de ostentoso, exagerado, o presumido.
“siniestro”, avieso o malintencionado; infeliz, desgraciado; suceso que provoca daños personales o materiales y, quizá el menos conocido, contrario a diestro, que está a la mano izquierda.
Algunas palabras merecen múltiples definiciones del diccionario
como los llamados verbos auxilares como el muy corriente “ser”, que recibe dieciséis entradas en el mismo; mientras que otras merecen una descripción breve y precisa
como “bardaje” o sodomita paciente -¿Cabe más economía y precisión?-
“tafanario”, o nalgas; vocablo muy querido por el admirado Quevedo por su esplendor y carnosidad;
o la musical “dingolondango”, mimo, halago, arrumaco; también requiebro, piropo.
Otras resultan prolijas como los términos filosóficos
“apodíctico”, palabra extraña para referirse a lo “necesariamente válido” según el diccionario, sinónimo de “irrefutable o innegable”;
“ataraxia”, objetivo final de los estoicos, o “imperturbabilidad y serenidad ante los acontecimientos”;
“escatología”, relacionada con la ultratumb; aunque más comúnmente se vincula con los excrementos;
“logos”, conocimiento que Dios tiene de si mismo, “orden explicativo del universo”, y, según los cristianos, el Verbo, el Hijo de Dios.
Otras palabras, como bagaje, "conjunto de conocimientos que se tiene de algo o equipaje militar de un ejército o tropa en marcha" y otros dos significados que no incluyo para no resultar prolijo -dilatado, esmerado o impertinente-, derivan de idiomas extranjeros como es el caso, pues la palabra en cuestión emana del francés bagage (bagach), que significa, maleta.
Otras varían su significado con cambiar una sola letra como
el adjetivo “acerbo”, áspero al gusto, o cruel, riguroso, desapacible,
y el sustantivo “acervo”, propiedades comunes a una sociedad, o menudencias, y suele emplearse como sinónimo de conjunto. Un uso habitual es la coletilla “el acervo cultural de...”.
Basten estos breves ejemplos para demostrar la riqueza -y dificultad- de nuestro idioma. Tampoco es cuestión de aburrir al personal y caer en la pedantería.
El relato incluido en la tercera claridad narra una experiencia vivida durante mis años de opositor -como buen ciudadano, hay que oponerse a algo- en el que se comenta el sorprendente hecho de que oponerse y opositar sean sinónimos.
EN EL PARO POR CULPA DE LA TALASOCRACIA
En mi círculo de amigos, me conocen por “Caracol”, dada mi proverbial tranquilidad. A los veinticinco años, casado y padre de dos preciosas criaturas, ya era Jefe de Sección de un banco recién fusionado. Con esto quiero decir que tenía un futuro muy claro por delante, que mi vida era tal y como siempre había soñado: una confortable vivienda en la zona más cara de la ciudad, un coche alemán deportivo y metalizado, un sueldo seguro y suficiente, y un apartamento en la costa. Los fines de semana cogía a mi mujer e hijos y nos íbamos a navegar en el cercano pantano de san Juan. ¡Éramos una familia feliz, qué caramba! ¡Éramos la envidia de todos nuestros vecinos, siempre con problemas a fin de mes! Con esto quiero decir que no debía preocuparme por nada. Sin embargo, un atávico e irrefrenable deseo me corroía el cacumen: quería convertirme en funcionario público, servir al Estado, equilibrar la situación, implantar la ósmosis perfecta; pues, al fin y al cabo, el Estado ya me servía a mi. Cuando se lo planteé a Maripi, mi amante esposa, abrió desmesuradamente los ojos y, después, concertó una cita con nuestro psiquiatra.
- ¿Estás loco o has pillado una depre? – me espetó, indignada.
- No, querida –respondí-. Sólo quiero hacer justicia.
- ¿Justicia? ¿No te basta con el ministro correspondiente?
- Pero, Maripi, puedo cambiar el turno en el banco. ¡Qué más da!
- Pichurri, ¿te ha sentado mal el desayuno? Nunca te había oído decir tantas estupideces seguidas.
Con esto quiero decir que mi febril deseo, mi justa ambición, no fueron asimilados, ni, por supuesto, bien recibidos. Di por terminada la conversación y me dirigí al trabajo. Allí pregunté a varios compañeros casados con funcionarias públicas sobre las condiciones laborales, salariales y de jubilación. Comprensivos, pensaron que mi mujer, por seguir la moda, quería trabajar y había decidido, a lo loco, preparar una oposición y, por tanto, me respondieron con todo lujo de detalles.
- “Caracol”, ¡déjalo! No discutas con ella. No sabes cómo se ponen las mujeres, cuando les llevan la contraria.
Y ... ¡era cierto! Yo nunca había discutido con Maripi. Pero..., ¿una oposición?, ¿qué habían querido decir con “preparar una oposición”?, ¿a quién tenía que oponerme?
A escondidas de todos mis conocidos, visité varias academias especializadas en oposiciones a la Administración Pública, y, entre otras cosas, descubrí que no eran partidos políticos contrarios al gobierno vigente, sino que la palabra “oposición” provenía del verbo “opositar”, que, a su vez, representaba uno de los diversos significados de “oponer: pretender un cargo o empleo en concurso con otros aspirantes”. Con esto quiero decir que oponer no significa, necesariamente, oponer; sino que puede equivaler a opositar, sinónimo de oponer. En resumidas cuentas, visité varias academias para informarme de cómo debía oponerme al gobierno y salí confuso y asustado. ¿Cómo permitía un gobierno legítimamente constituido que sus gobernados regentasen lucrativos negocios basados en la preparación de oposiciones a dicho gobierno? ¡No entendía ni jota! Más tarde, entre cerveza y cerveza, un amigo catedrático –por oposición- me sacó de mi error y me obligó a pagar la cuenta. Con esto quiero decir que comprendí la riqueza de nuestro idioma; aunque ¿no debería hablar, más bien, de tacañería por emplear una misma palabra para indicar diferentes acciones? Ni que decir tiene que plantear esta cuestión a mi amigo el profesor me costó una nueva ronda de pintas; pero, como trabajo en un banco, pues...
Por la noche, cenando en un restaurante de moda, rodeados de caras famosas y vidas desconocidas, reiteré mi deseo de oponerme al gobierno; pero mi mujer me ordenó silencio. En la mesa de al lado, cenaba no sé qué ministro; aunque yo no me había percatado de la situación. Entonces, intenté arreglar el entuerto, explicándole lo que me habían dicho en la academia; mas, el representante del ejecutivo, visiblemente indignado, se levantó de su silla, y, en voz alta, me dijo:
- Caballero, bastante tengo con aguantar las críticas de la oposición; así que haga el favor de dejarme cenar en paz. ¿Estamos?
Asustado, sólo pude balbucear:
- ¿La oposición? ¿Ustedes también las hacen? Entonces, dígame, ¿a quién se opone el gobierno?
Mi mujer, esa niña de trenzas rubias que conocí a los doce años, me fulminó con la mirada. Con esto quería decir que no eran ni el momento ni el lugar para proseguir mi aclaración.
Al día siguiente, tras una tediosa comida de trabajo con tres representantes de una empresa tejana, me inscribí con nombre falso en una de las citadas academias opositoras. A las cinco de la tarde, dábamos clase de cultura general; de seis a ocho, preparábamos los temas de la convocatoria. A mi lo que más me gustaba era el lenguaje, conocer el significado, siempre imprevisto y sibilino, de palabras como prosopopeya, polisemia, dicotomía, dragomán, trujumán, bardaje, laso, laxo o lato. Con esto quiero decir que mis relaciones con Maripi no se deterioraron progresivamente por mi manía de llamar proemio a los avances del Telediario o sinecura al cargo que ocupaba su hermano en el Ministerio de Hacienda; sino que la cultura diferencia, distancia, aísla. Según avanzaba en mi aprendizaje léxico, se acrecentaba la incomunicación entre mi esposa y yo. El punto culminante de nuestro distanciamiento se produjo a raíz del ataque cardiaco sufrido por mi suegro, don Ramón. Postrado en la cama, entubado por boca y nariz, suero en el brazo derecho y plasma en el izquierdo, presentaba un aspecto patético, como siempre. Como llegué al hospital antes que mi cónyuge, pregunté al médico por el estado de mi padre político. Por eso, cuando apareció Maripi, pude informarle con toda exactitud del verdadero alcance de la dolencia de su progenitor.
- ¡No te preocupes! Le han puesto una pítima.
Comenzó a preocuparse. Mi sorpresa fue mayúscula, cuando mi costilla me abofeteó en público.
- No consiento que nadie llame borracho a mi padre y menos tú..., un advenedizo en la familia.
Con esto quiero decir que no entendía absolutamente nada; porque una pítima es un socrocio que se aplica sobre el corazón y, que yo sepa, no produce efectos secundarios como vómitos o mareos y, mucho menos, borracheras. Por tanto, decidí preguntarle:
- Querida, ¿por qué afirmas que he llamado borracho a tu padre? Una pítima es un emplasto de azafrán.
- Querido esposo, yo también he leído algo y por eso sé que pítima significa, familiarmente, borrachera. ¿Comprendes mi reacción?
- ¡Perfectamente, querida!
Opositar, oposición, oponer. Pítima, socrocio, emplasto, borrachera. ¡Lo que yo decía! ¡Tacañería, ruindad, ganas de confundir a la gente, qué caramba!
Aclarado el equívoco con mi amada, visitamos al enfermo, que, diez días después, volvía a dirigir su bufete de abogados para desgracia de algún que otro pasante. Para entonces, conocía al dedillo la Constitución vigente y los diferentes tipos de pruebas que podían presentarme. En el banco, cumplía estrictamente mi trabajo y mantenía una relación afable con mis compañeros; aunque, por lo visto y oído, no era suficiente. El director en persona se encargó de pedirme más celo e integración en la plantilla. Aduje problemas familiares, pero no pareció –o no quiso- escucharme.
El primer examen se celebró un domingo, a las nueve de la mañana, en la facultad de Derecho de la Universidad Central. Aunque llegué con tiempo suficiente, a punto estuve de no encontrar el aula A-6 –donde me correspondía examinarme por la inicial de mi apellido- pues tardé media hora en hallarla, gracias a las perfectas y claras indicaciones de los convocantes. Con esto quiero decir que la extrañeza de mi mujer, cuando le dije que había quedado con mi amigo el catedrático para jugar al tenis, no se debe a una irracional desconfianza por su parte, sino a que me conoce perfectamente y sabe que los dos sólo practicamos un deporte: el levantamiento de jarras de cerveza. Pero, abnegada y sumisa, aceptó mi mentira y... me siguió con su coche. Claro que ella no conocía toda la historia. A las once de la mañana, cuando salí del aula cariacontecido y perplejo, me la encontré fumando en el pasillo.
- ¿Qué haces aquí? ¿Me has seguido?
- Sí, querido. Pensé que me la pegabas con otra.
- ¿Yo? Sería incapaz de engañarte.
- ¿Qué tal te ha ido?
- Así, así.
- ¡Me sorprendes! Con toda tu riqueza verbal y, ¿sólo puedes decirme: “Así, así”.
- ¡Ya ves! Por cierto, ¿tú sabes qué es una talasocracia?
- ¿Una qué?
- Talasocracia.
- ¿Es una de las preguntas que te han puesto?
- Sí.
- ¡La madre que los parió!
Regresamos a casa cada uno en su coche. Con eso no quiero decir que nuestras relaciones fueran malas –de hecho, estábamos esperando el tercer hijo-, sino que, si abandonábamos uno de los dos autos en el campus, tendríamos que volver otro día por el y... ¡ya que estábamos allí, pues... ¡
Tras una opípara comida y un buen veguero, consulté en la enciclopedia el significado de la maldita palabra. “Talasocracia: 1) Dominio del mar. 2) Estado cuyo potencial político-económico reside en el dominio que ejerce sobre los mares”.
- ¿Has oído, querida?
- Sí. ¿Crees que la habrá contestado alguien?
- Ni idea, pero espero que no.
- ¡Es que tienen mala leche! ¿Para qué sirve conoce el significado de esa palabra, si ya no hay Ministerio de Marina?
- El convocante pone las condiciones. Por cierto, quería decirte algo. Resulta que...
- Continúa.
- Pues que me he... despedido del banco.
- ¿Cómo? ¿Estás tonto o qué te pasa?
- Lo veía tan fácil y deseaba tanto servir al Estado que...
- ¿Te has planteado en algún momento la posibilidad de suspender? Y ahora, ¿qué va ser de nosotros, de mi, de los niños, de lo que se desarrolla en mi vientre? ¡Egoísta, mal marido, idiota!
Luego, rompió a llorar. Con esto quiero decir que nuestro posterior divorcio -¿Por qué te dejarías asesorar por tu padre, el siniestro don Ramón?- no debió producirse; pues yo me hubiera presentado al año siguiente y, entonces, sabría el significado de talasocracia. Pero, ahora, perdidos el juicio de la separación y la custodia de mis tres hijos, negada la posibilidad de reincorporarme a mi anterior puesto en el banco, me veo abandonado, solo, sin paro y llevando la contabilidad de mi amigo el catedrático, que no quiere pagar a Hacienda. Lo que es peor: me veo obligado a soportar sus bromas y puñeterías. Con esto quiero decir que no me parece justo que mi mejor amigo me diga: “Caracol”, en el fondo has tenido suerte. ¡Podrían haber preguntado cuántas ventanas exteriores tiene El Escorial!
¡Qué infausto sino el mío: en el paro por culpa de la talasocracia!
- En el solar que ocupa el actual ayuntamiento capitalino, anterior Palacio de Comunicaciones, por obra y gracia de Gallardón, a cuya megalomanía le pareció pequeño el edificio de la Plaza de la Villa, se levantó durante el último tercio del siglo XIX y primeros años del XX un “parque de atracciones” con columpios, quioscos de música y globos aeronáuticos; aunque el elemento más apreciado por los madrileños fue su “toboggan para adultos”.









No hay comentarios:
Publicar un comentario