martes, 2 de septiembre de 2025

candiliterario 50

 




EL CANDIL LITERARIO

NÚMERO 50


EL ESPEJISMO

El puerto de Sevilla era un hervidero de galeones, galeazas, naos, carracas, bergantines, urcas y carabelas y otras embarcaciones más pequeñas como polacras, jabeques, tartanas y pataches, de las que subían y bajaban marineros cargados con provisiones para los barcos próximos a partir y mercancías recién llegadas del Nuevo Mundo. Sin embargo, aquel día del año del Señor de 1562 era especial para mi. Partía de Hispalis la flota hacia Veracruz para cargar las riquezas de aquellas tierras y, por tanto, la Corona necesitaba completar las tripulaciones de su flota. Por ese motivo me levanté temprano, y me presenté ante mi padrino, el piloto Andrés de Triana, quien, ,al conocer mis intenciones, me dijo:

  • Joselillo, ¿has hablado con tus padres?

  • Mis seis hermanos y yo parecemos transparentes de la gusa que pasamos. ¡Claro que no!... Sabéis perfectamente que me prohibirían embarcar.

  • ¡Y con razón!... ¿Cuántos años tienes?

  • Catorce y veinte días.

  • Eres demasiado joven para una singladura tan larga y peligrosa.

  • He visto en vuestras naos a grumetes más pequeños que yo.

  • Son huérfanos que embarcan en busca de un futuro mejor. En cambio, tú...

  • ¿Yo qué?... ¿Qué futuro me espera: ser zapatero remendón como mi padre?

  • Un oficio humilde, pero honrado.

  • Con el que te mueres de hambre.

  • Bueno, necesito un grumetillo para el “Nuestra Señora de Atocha”. Es un trabajo muy duro y mal pagado.

  • Pero comeré todos los días.

  • Quizá debas pelearte con otros por el rancho.

  • ¡Como hago aquí!... ¿Cuándo empiezo?

  • ¿No te despedirás de tus padres?

  • ¿Qué decís?... Me retendrían contra mi voluntad.

  • Habla con el contramaestre Curro, aquél moreno sentado sobre el noray. Preséntate ante él y dile que vas de mi parte para el Nuestra Señora.

  • ¡Gracias, padrino!

  • No te hago ningún favor. Te esperan largos días de mucha faena y poca recompensa.

  • Pero veré a las mulatas.

  • Donde vamos no haylas. Son indias.

  • ¿Cómo?... ¿Acaso no vamos a tierra de negros?

  • No, navegaremos hacia el Nuevo Mundo.

  • ¿Acaso no es lo mismo?

  • ¡Claro que no!... Están en dirección contraria

  • Estoy un poco defraudado.

  • Entonces, ¿quieres desistir en el empeño!

  • ¡Ca!... Mulatas, indias... mujeres al fin y al cabo.

  • Bien. Ahora habla con Curro. Te señalará tus funciones y el día y hora de partida.

Me despedí de mi padrino y acerqué al contramaestre, quien anotó mi nombre y relación con el piloto en la nómina de tripulantes del Nuestra Señora. Después, me citó para dos días después al alba.

Transcurrido dicho plazo me presenté en El Arenal con una muda limpia, una pastilla de jabón y un peine en un hato que cargaba al hombro, cuando el sol despuntaba en el horizonte. En cuanto a mi vestimenta, se reducía a un pantalón oscuro hasta media caña, camisola blanca de media manga y unas alpargatas de esparto. Me presenté ante Curro, quien dijo al verme.

  • Bien, Joselillo, ha habido algunos cambios desde que te alistaste.

  • ¿Cambios?... ¿Me han rechazado?

  • ¡No, no!... Zarpamos en una hora, pero ha variado nuestro destino.

  • ¿No veré a las indias?

  • En este viaje no.

  • Me lo prometió mi padrino Andrés de Triana.

  • Ya, pero las órdenes vienen de más arriba.

  • ¿Tampoco navegaremos en el Nuestra Señora?

  • Sí, sí. Ahora te acompañaré hasta la galera y presentaré al capitán don Diego de Alfarache.

El principal cambio se refería a nuestra misión: construiríamos un centro de avituallamiento y un fuerte en una isla próxima a otra que se llamaba El Hierro.

  • ¿Hierro?... ¿Qué hierro?

  • Una de las Afortunadas.

  • ¿Afortunadas?... ¿Hay oro u otras riquezas?

  • No, no, Joselillo. Son afortunadas por su buen clima – aclaró Curro.

  • ¡Bah!... Con el buen tiempo no me haré rico y quiero comprar una casa grande para casarme con mi Esperanza.

  • ¡Eres muy joven!... Disfruta un poco la vida.

  • Nunca habrá otras mujeres para mi.

  • Cambiarás de opinión, cuando conozcas más. Las nativas de las islas Afortunadas son muy hermosas.

  • Ninguna rivaliza con mi Esperanza.

  • ¿Qué edad tiene?

  • Doce años.

  • ¡Ja, ja!... Aún es una niña...

  • ¡De mi amada no se ríe nadie! - grité, mientras cerraba los puños y miraba retador al contramaestre.

  • ¡Tranquilo, Joselillo! Reserva tus fuerzas para la singladura. Las necesitarás – comentó Curro, mientras me revolvía el pelo.

Después caminamos hasta el muelle donde permanecía fondeada la galera. Subimos por una rampa de madera y me presentó al capitán, el citado don Diego de Alfarache, quien lucía elegante con su jubón negro con hilos de oro, sus calzas y carpines del mismo color y su camisa blanca con chorreras en mangas y cuello. Calzaba pantuflos también negros con hebilla de plata. A la cintura, una espada de lazo con virola doble le confiaba un conjunto autoritario y respetable a pesar de que tendría poco más de veinticinco años.

  • Don Diego -dijo Curro-, le presento al nuevo grumete, Joselillo. Es ahijado del piloto Andrés de Triana.

  • A sus órdenes, señor – exclamé, mientras el capitán me recorría con mirada fría y distante.

  • Preséntale al Vasco. Le enseñará el oficio y los castigos por desobedecer.

Tras estas palabras, escuchamos un sonido metálico aproximarse a nuestra posición. Poco después, vimos llegar a diez soldados con mosquete al hombro que avanzaban a ambos lados, cuatro, y detrás, dos, una gran multitud de hombres semidesnudos engrillados en pies y manos. Al frente de todos ellos, caminaba un alférez según me informó Curro.

  • ¿Quiénes son? - pregunté impetuoso.

  • Grumete -respondió el capitán-. Acostúmbrate a partir de ahora a hablar solo cuando se dirijan a ti.

  • ¿Eeeh...?

  • Ya le explicaré las normas de a bordo, Don Diego.- intervino Curro

  • Así lo espero. Ya sabéis que la disciplina es la base de una buena tripulación. En cuanto a tu pregunta, descarado, te diré que son los galeotes encargados de mover nuestro barco. Después preguntó al alférez: “¿Cuántos traéis?”.

  • Trescientos, señor.

  • Bien. Que suban a bordo y se instalen en sus aposentos – bromeó don Diego, aunque yo tardé varios días en comprender el significado de su chanza.

  • ¿Ellos solos pueden moverlo?....¿Por qué llevan grilletes?

  • Son delincuentes condenados por crímenes horribles – señaló el contramaestre.

  • El Vasco, Curro - ordenó el capitán.

El citado Vasco resultó ser un chicarrón poco mayor que yo, pero el doble de alto y fuerte. Nadie conocía, o parecía conocer, su nombre de pila, por lo que se referían a él con este apodo.

  • Vasco, este es Joselillo, el nuevo grumete. Enséñale sus obligaciones y dónde comer y dormir.

  • No necesito aprendices – respondió.

  • Díselo al piloto.

  • ¡Encima enchufao!

Una vez solos, el Vasco me estudió detenidamente. Luego, dijo:

  • ¡Eres un enclenque!... Dormirás en el pañol de proa y comerás el rancho como todos, pero, como siempre estamos hambrientos por las magras raciones que nos dan, no dejes que te lo quiten. Traga rápido y en silencio.

  • ¿Qué es un pañol y la proa?

  • Un pequeño almacén y la parte delantera de la nave – contestó el Vasco.

  • ¿Tú dónde duermes?

  • En la popa.

  • ¿La qué?

  • La parte trasera... ¿No conoces los términos náuticos?

  • Soy de tierra firme – señalé.

  • ¡Ahora no!... Ignorar el significado de palabras como verga, trinquete, mesana, bauprés o tabladillo puede traerte problemas.

  • La verga sé lo que es, pero me avergüenza decirlo.

  • No es lo que imaginas. En cuanto zarpemos, comenzarás a fregar la cubierta.

  • ¿Es muy grande?

  • Estás sobree ella.

  • Pero... ¡está descubierta! - exclamé.

  • Ya, pero es su nombre.

  • ¡Menuda pijada!

  • Tiene que estar reluciente, o probarás el látigo – me advirtió el Vasco.

  • ¡A mi no me pega ni mi padre!

  • Pues... espabila o atente a las consecuencias.

De repente, escuchamos la orden de quitar amarras. Después, el sonido de un tambor.

  • ¿Llevamos músicos a bordo? - inquirí al Vasco.

  • ¡No, ignorante!.. Sirve para marcar el ritmo a los remeros.

  • Los he visto llegar. Algunos llevaban turbantes.

  • Moros renegados que se niegan a abjurar de su fe pagana – respondió el vasco con una precisión que me sorprendió. Yo no me expresaba con tanta...¿pulcritud?

Mi padrino se acercó a saludarme y hablarme aparte.

  • ¿Qué tal, Joselillo?

  • De momento bien. Todavía no he hecho nada.

  • Atiende las órdenes del capitán, los oficiales, el piloto y el contramaestre y todo te irá bien.

  • ¿Vos también me mandáis?

  • Hay más jefes que marineros, pero es la organización que tenemos.

  • Me ha dicho Curro que vamos a una isla de hierro a construir un fuerte.

  • No, no. Vamos a una isla próxima a El Hierro, una las islas Afortunadas, donde las mujeres son tan hermosas..

  • Eso también lo ha dicho, pero yo solo quiero a mi Esperanza.

  • ¿Esperanza?... ¿De quién hablas?

  • De mi futura esposa.

  • ¡Un momento!... ¿Mi Esperancita?

  • La misma.

  • Pero si tiene doce años

  • Y yo catorce.

  • Tienes muchos pájaros en la cabeza.

La travesía prosiguió río abajo sin contratiempos a una velocidad constante, protegidos por los bergantines “San Rafael” y “San Gabriel” para repeler posibles ataques desde las orillas del río. Una semana después vislumbré, ante mi asombro, una zona en que el río se ensanchaba y juntaba con mucha más agua. Lal mar!... ¡Por fin veía la mar océana! El timonel maniobró hasta acercar la galera al muelle, donde la amarramos a varios norays. Después, cargamos agua y vituallas, recogimos a varios alarifes y dejamos algunos fardos para los mercaderes locales. Nuestra misión era construir un fuerte y un centro de avituallamiento, pero también servíamos de correo entre la capital y los pueblos aledaños.

Como nuestro destino era un conjunto de islas -archipiélago las llamó, le pregunté al Vasco:

  • Mi padrino, el piloto, me dijo que eran las islas Afortunadas y tú me dices que se llaman islas Archipiélago. ¿Son las mismas con nombres distintos o han cambiado otra vez nuestro destino?

  • ¡Qué necio eres!... Archipiélago es un conjunto de islas, no su nombre.

  • ¡Ah!

  • Las islas Afortunadas o Canarias son fabulosas: buen clima, mujeres hermosas, calma y abandono... ¡Ah!

  • ¿Ya has estado antes? - inquirí.

  • Dos veces. Ahora empieza a fregar, grumete – me ordenó el Vasco.

  • ¿Y tú qué harás entretanto?

  • Corregirte.

La travesía hasta las islas duró muchos días -dejé de contar al llegar a diez, el último número que aprendí-, pues el viento se mantuvo entre flojo y ventolina según su fuerza, que podía oscilar entre “calma chicha” y “huracán” según me contaron los marineros; aunque nuestra galera contaba con la fuerza de los remeros, por lo que surcamos las olas a buena velocidad.

Una mañana en que dormitaba sobre unas maromas tras un desayuno a base de galletas y café aguado escuché, por fin, el esperado grito de:

  • ¡Tierra!... ¡Tierra a estribor!

Que emitió el vigía situado en la cofa. Piloto, capitán y oficiales apuntaron sus catalejos en la dirección que indicaba el centinela. Después mi padrino, como piloto mayor, ordenó al timonel:

  • Rumbo 28º 32' Norte, 23º 14' Oeste.

Forzando la vista, vislumbré una masa rocosa con dos grandes montañas. Grité y salté entusiasmado. Cuando volví a mirar, había desaparecido. Pregunté al Vasco, que permanecía tan sorprendido como yo.

Continuamos navegando hacia la posición señalada hasta alcanzar el punto en que la ubicaban las cartas náuticas, pero se levantó una espesa niebla que impedía la visión más allá de un par de metros. El capitán ordenó que se lanzase la sondaleza. Tras comprobar que había profundidad suficiente, ordenó soltar el ancla a la espera de que levantara la calígine. A media mañana, se disipó la bruma, pero había desaparecido la isla. Mi padrino comprobó la brújula y las cartas. Desesperado, perplejo, comunicó al capitán que estábamos en el punto exacto que marcaban los mapas como ubicación de la isla de san Borondon -fue entonces cuando escuché ese nombre por primera vez-, pero no se veía por ningún lado. Mantuvimos la posición, mientras el capitán ordenaba al vigía que otease el horizonte y le comunicase la aparición de nueva tierra. Entretanto se encerró a deliberar en su camarote con sus oficiales y el piloto. Mientras la tripulación, ociosa, nos dedicamos a fumar, cantar, jugar y dormitar.

A mediodía todo seguía igual. La isla se mantenía esquiva. El capitán, tras el capítulo, reunió a la marinería para informarnos de que mantendríamos la nave al pairo dos o tres días por si reaparecía la isla, y de que, en caso de mantenerse la actual situación, nos dirigiríamos a El Hierro para recabar más información y embarcar guías locales que nos ayudasen a encontrar nuestro objetivo y completar la misión encomendada.

Atracamos sin más peripecias una mañana radiante de sol radiante y humedad relativa. Mientras el capitán comunicaba al gobernador su misión y su sorpresa ante la desaparición de una isla que había visto con sus propios ojos, el contramaestre buscó algún lugareño que pudiese ayudarnos en nuestro viaje de regreso a las coordenadas de la isla esquiva. A su vuelta con un par de nativos, escuché las palabras “La Encubierta”; aunque no me aclararon nada. Entonces la vi desde la borda. Morena, cimbreña, preciosa... Me enamoré al instante. La saludé con mi natural atrevimiento.

  • ¡Hola!... Soy Joselillo.

La muchacha me miró y sonrió con timidez.

  • ¿Dónde vives? ¿Qué edad tienes? ¿Cómo te llamas?... Te amo, te amaré siempre.

  • Maday... ¿Qué haces aquí?

  • Vengo de Sevilla.

  • ¿Sevilla?

  • La península.

  • ¡Ah!... ¿Eres el capitán del barco?

  • ¡Qué más quisiera?... Solo soy el grumete. ¿Quieres subir a bordo?

Sin contestarme, ascendió por la rampa y se situó a mi lado. Nos miramos en silencio. Entonces escuché la voz de mi padrino:

  • Joselillo, ¿qué hace esta niña a bordo?

  • Es mi novia, padrino.

  • Pero ¿no era mi hija?

  • Sí, en Sevilla.

  • Lo siento, pequeña, pero las mujeres no pueden estar en el barco. Revolucionarían a la tripulación.

  • ¡Vaya lata! -protesté-. ¿Cuándo puedo volver a verte?

  • No puedes abandonar la nave, Joselillo, hasta que no la autorice el capitán – me recordó mi padrino.

  • Empieza a cansarme tanta norma.

  • Ya te advertí antes de alistarte.

  • Yo buscaba aventuras, no estar fregando todo el día.

  • Has leído demasiados libros, bromeó mi padrino, consciente de que nunca había pisado la escuela.

  • Te espero esta tarde -dijo Maday- en la escollera.

  • ¿Dónde está?

  • Pregunta por ahí.

Después mi amada abandonó el barco ante mi desilusión. El capitán regresó tras la comida. Volvió a reunirse en su camarote con sus oficiales, el piloto y el contramaestre para informarles sobre la naturaleza fantasmal de la isla que habíamos visto y no visto, conocida en la zona como “La Encubierta” y “La Encantada”, pues se consideraba un espejismo producido por el reflejo de la cercana isla de la Palma. Perplejos, incapaces de comprender tal fenómeno, permanecimos amarrados a la espera de nuevas órdenes; cuya petición salió en el primer mercante que zarpó rumbó a la península y cuya respuesta llegó quince días después con el mandato de regresar a nuestro puerto de partida a la espera de una nueva misión. Cuando los galeotes del “Nuestra Señora de Atocha” sacaron el barco del puerto de El Hierro, yo no estaba a bordo. Yacía en brazos de la cálida y dulce Maday, amor profundo en su idioma. Entre sus caricias y abrazos, Maday me hizo hombre, maduré todas las veces que ella me reclamó. Había encontrado mi paraíso particular y... no era un espejismo.










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